CINE
El enigma de la transparencia
A los 74 años (hoy está a punto de cumplir 82), el francés Eric Rohmer se tomó un respiro en medio de sus Cuentos de las cuatro estaciones y filmó, en 16 mm, con un equipo mínimo y cámara en mano, Tres romances en París, film en episodios que se estrena el jueves próximo. De aspecto engañosamente menor y tan ligero y transparente como suelen ser los films de su autor, los encuentros y desencuentros de tres parejas desparejas confirman que la figura del triángulo rige la geometría amorosa rohmeriana.
Por Horacio Bernades
¿Cómo hace Eric Rohmer para filmar a la gente de modo que parezcan gente, y no personajes? Y, siendo así, ¿cómo es posible que esa gente (recordar Mi noche con Maud, El rayo verde, Cuento de otoño) tenga tantas vueltas, dobleces y recovecos como los personajes de una novela decimonónica? Ver una película de Rohmer no es como ir al cine. Se parece más a asomarse por la ventana y mirar. Con una salvedad: lo que se ve a través de esa ventana es infinitamente más interesante, leve y atractivo que lo que el ojo percibe a diario. Si se ajusta el foco, se percibirá que los movimientos siempre sinuosos de esos personajes, sus cruces, encuentros y desvíos, han sido diseñados con la minuciosidad y rigor simétrico de un arquitecto. En nueve de cada diez cineastas (pensar en Hitchcock, Fritz Lang, Brian De Palma, los Coen) semejante pasión constructiva suele dar por resultado películas cerradas sobre sí mismas, hipercontroladas, refractarias a toda contingencia azarosa. Por el contrario, las de Rohmer respiran como ninguna otra, están llenas de aire, evolucionan con la libertad y fluidez de las cosas cotidianas. ¿Es Rohmer un realista engañoso, un falso fotógrafo, un novelista refinado que se disfraza de pintor sencillista? Lo seguro es que su arte es un enigma que se camufla en la transparencia. Tres romances en París, que se estrena en Buenos Aires la semana próxima, vuelve a plantear el enigma Rohmer, pero con más soltura que nunca, dando la sensación de que, para este increíble octogenario, hacer cine y respirar son una misma cosa. Secreto dentro del secreto, cuanto más envejece, más hondo respira.
SUMMA EN MINIATURA
Realizada en 1994, Les Rendez-vous de Paris (que estuvo a punto de recibir en la Argentina un título más apropiado: Encuentros y desencuentros en París) es una de las películas “fuera de serie” de su autor. No debe entenderse esto en sentido admirativo sino en el más concreto: desde el comienzo de su carrera, hacia fines de los 50, este eterno navegante de la nouvelle vague reveló una voluntad programática sin parangones en el cine, construyendo su obra sobre la base de series o ciclos narrativos. Primero vinieron los “Cuentos morales”, integrados por un corto, un mediometraje y cuatro largos: La coleccionista (1967), Mi noche con Maud (1969), La rodilla de Clara (1970) y El amor a la hora de la siesta (1972). Una misma idea las anima: el protagonista se ve seducido por una mujer, y esto pone en duda su férreo dogma moral. Pero se trata de una duda cartesiana, y ésta le permitirá tomar una decisión que fortalecerá sus convicciones. Concluida la serie, Rohmer se tomó un primer descanso para filmar dos películas de época, ambas de origen literario y extrañas al conjunto de su obra: La marquesa de O, basada en la novela de Von Kleist (1975), y Perceval el galo, sobre el poema homónimo de Chrétien de Troyes (1978).
A aquellas piezas raras las sucede un nuevo embate de largo aliento: las “Comedias y proverbios”, seis películas con protagonistas femeninas, en las que el dilema moral deja paso a la duda sentimental y la indecisión amorosa. La mujer del aviador (1980) y El rayo verde (1985) son dos de sus eslabones. La tercera serie en la obra de Rohmer, que ya asciende a veintitrés películas en cuarenta y pico de años (la más reciente es La inglesa y el duque, que también se estrenará aquí dentro de poco), es la de los “Cuentos de las cuatro estaciones”. Una película por cada estación del año, de las que en Buenos Aires se estrenaron Cuento de verano (1996) y Cuento de otoño (1998). En todas ellas, el tiempo y el ambiente modelan la suerte de los personajes, hasta el punto de asumir un rol protagónico: no sería imaginable el decurso del joven protagonista de Cuento de verano en otro contexto que no fuera el de esa playa donde va a pasar sus vacaciones. Realizada en medio de este último ciclo, Tres romances en París se caracteriza –como todas las películas “fuera de serie” de Rohmerdesde mediados de los 80 en adelante– por la ligereza de tono y el carácter aparentemente menor y descontraído. A esto se le suma la utilización del 16 mm y una cámara en mano infrecuente en el cine de este clasicista acérrimo. A su vez, Tres romances en París puede verse como espejo que refracta los temas tratados en los tres grandes ciclos. Algo así como una summa en miniatura.
ENGAÑOS Y SORPRESAS
Como su título sugiere, Tres romances en París es un film en episodios, cada uno precedido por letras de colores vivos y tipografía adolescente. Rohmer incluye, a modo de separador, a un dúo integrado por un acordeonista y una chanteuse. Al cantarle a los “engaños y sorpresas del amor”, el dúo prologa y comenta la temática del film, abundante en desconfianzas, estratagemas y pequeñas conspiraciones eróticas. Como de costumbre en Rohmer, conviene desconfiar de lo literal (no existe distancia más grande que la que separa deseos, palabras y acciones de sus protagonistas) y tomar al dúo musical más como referencia sarcástica a cierto folk parisino for export que como una adhesión del cineasta a imágenes-cliché: si algo define a estos amantes de París es la más rabiosa singularidad. De paso, la París cotidiana puede verse como diatriba avant la lettre ante la flamante y oscarizable tarjeta postal-digital de Amélie. En Tres romances, la ciudad es una protagonista más, tal como lo fue en Le signe du Lion (la opera prima de Rohmer) y en todas las primeras películas de la nouvelle vague, a las que el cineasta parece rendir aquí un homenaje entre líneas.
“Mi amor por el cine viene de mi amor por el esplendor de la naturaleza; prefiero mirar un paisaje antes que el cuadro que lo representa”, decía el director poco antes de iniciar el rodaje de Tres romances en París. El paisaje es aquí la ciudad, y este fundamentalista del realismo no desdeña incluir esta vez la mismísima torre Eiffel, así como en el segundo episodio los amantes recorrerán prácticamente todas las plazas de la ciudad y en el tercero se desplazarán por el Montmartre de los ateliers y museos. Pero en Rohmer, el paisaje es siempre paisaje humano también.
FRAGMENTOS DE UNA
GEOMETRIA AMOROSA
Si la confundida heroína de “La cita de las 7” va a parar al café Dame Tartine, es porque allí espera pescar in fraganti a su novio. Si los amantes de “Los bancos de París” se pasean de parque en parque, es porque ella –joven, linda y veleidosa– se niega a un approach puertas adentro, histeriqueándolo a fondo en cada banco de plaza. Si en “Madre e hijo, 1907” se visita el Museo Picasso, es porque los protagonistas son un pintor y una bella turista sueca, para quien un cuadro es un objeto decorativo (a propósito, hay referencias a Picasso en los tres episodios. Clave, pista falsa o broma privada, queda abierto a interpretación).
Como Kiarostami, y como el pintor de “Madre e hijo, 1907”, Rohmer es un convencido de que “ningún cuadro (léase también película) debe contar la historia completa”. Lo que sí está claro es que el triángulo o cuadrángulo en “La cita de las 7” es la figura que rige –como siempre chez Rohmer– la geometría amorosa de Tres romances en París. Que podría haberse llamado, pensándolo bien, Romances de tres en París. En esa geometría del subterfugio, de la duda y de la maquinación erótica, este amante del engaño vuelve a demostrar que, debajo de la transparencia, hay un barroco de la perversión en acción. Y todo eso, a los ochenta años.