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Domingo, 31 de agosto de 2003

CINE

La ira de Dios

Hace exactamente 30 años, un joven y acelerado Brian De Palma emprendía una osadía mayúscula: conseguir que Bernard Herrmann –musicalizador de los escalofríos más memorables de Alfred Hitchcock– compusiera la banda sonora de Hermanas diabólicas, el thriller freak que acababa de terminar de rodar y que el Malba presenta ahora en el marco del ciclo Clásicos de Estreno IV. Herrmann aceptó, pero no todo fue un lecho de rosas. El texto que sigue, lleno de sonido y de furia, es la crónica de ese encuentro turbulento que De Palma publicó en 1973 en el periódico neoyorquino Village Voice.

Por Brian De Palma
Mi editor, Paul Hirsch, había estado editando Hermanas diabólicas mientras filmábamos y quería mostrarme la escena del asesinato acompañada por la música de un viejo disco. Yo ya había visto la escena en un corte crudo, pero no había quedado satisfecho. Asesinar a alguien a cuchillazos planteaba un problema estético que sólo había resuelto Hitchcock en Psicosis.
Paul apagó las luces y prendió la máquina. Dominique –la hermana loca de la película– levantó el cuchillo y se lo clavó en la ingle a la víctima, y yo me estremecí al escuchar el extraordinario chillido de los violines de la escena de la ducha de Psicosis. La música de Bernard Herrmann le había insuflado a mi película una nueva fuerza emocional. Así como los freaks de Hermanas diabólicas desfiguraban la forma humana, los violines superpuestos de Herrmann interpretaban un grito humano distorsionado hasta el escalofrío. Inspiré hondo y treinta segundos más tarde me di cuenta de que no había exhalado. Tenía la piel erizada de miedo.
“Hay que conseguir a Herrmann para que haga la banda de sonido”, dijo Paul con tono triunfal.
“Probablemente esté muerto. Creo recordar que la última película que hizo fue Los pájaros, y eso fue hace diez años.”
Paul no iba a desistir. Mientras yo terminaba de filmar Hermanas diabólicas, él descubría a Herrmann vivo e instalado en Londres. Ed Pressman, mi productor, contactó a su agente y le contó la historia de la película por teléfono. El agente de Herrmann le pidió que le enviara el guión. Unas semanas más tarde dijeron que Herrmann estaba interesado y se arregló la cuestión financiera. (La banda sonora de Herrmann fue el rubro más caro del presupuesto de Hermanas diabólicas.) Yo apenas podía creer que el genio que había musicalizado Vértigo, Intriga internacional y Psicosis iba a escribir nuestra música.
Era un hombre más bien bajo, corpulento, de cabello gris platinado y gruesos anteojos. Llevaba un bastón de aspecto ominoso. Ed se disculpó por habernos demorado (no nos habíamos demorado en absoluto) y le preguntó por su vuelo. Herrmann, impaciente, masculló: “Lo único que quiero es ver la película, cenar e irme a la cama”. Me pareció que había algo en Nueva York –algo que nos incluía a nosotros– que le molestaba, pero era difícil estar seguro porque no podía verle la cara –Herrmann nunca nos miraba: mantenía la cabeza baja, los ojos clavados en el piso– para comprobar si lo decía en broma o no. Ed, impávido, gastó saliva en disculparse por lo cruda que estaba la película en ese momento. Herrmann pasó de la impaciencia al enojo.
“¡No volé hasta acá para hablar sobre la película sino para verla!”, gritó, agitando su bastón como un Míster Magoo enfurecido.
De modo que enfilamos hacia la sala y largamos la proyección. Todo anduvo bien durante diez minutos (al menos Herrmann no nos gritó), hasta que apareció la primera marca musical. En la pantalla, Danielle (Margot Kidder) y su amante negro se abrazaban en la cubierta del Staten Island Ferry, y mientras se besaban la habitación iba llenándose con el tema de amor de Herrmann para Marnie, de Hitchcock. Era un momento hermoso.
“¡¿Qué es eso?!”, chilló horrorizado.
“Ésa es la primera marca musical”, le expliqué desesperado. “Sólo quería mostrarle el tipo de música que tenía en mente para la secuencia...”
“Paren la proyección”, gritó enfurecido, golpeando el piso con su bastón.
“Pero yo creí que...”
“¡Eso es Marnie, no su película!”
“Pero Marnie es perfecta”, argumenté.
“Paren”, ordenó. “No quiero escuchar la música de Marnie cuando estoy viendo su película. ¡¿Así cómo se me va a ocurrir algo nuevo?!” Temí por su corazón, pero por suerte Paul había ido corriendo hasta la cabina de proyección y apagado la maldita música. Momentáneamente apaciguado, Herrmann se derrumbó en su butaca para ver el resto de la película. Cuando la proyección terminó se hizo un silencio, y después de una pausa eterna Herrmann se puso a contar recuerdos. Ya no gritaba. “Recuerdo que estaba sentado en la sala de proyección; acababa de ver el primer corte de Psicosis. Hitch caminaba de un lado a otro; decía que la película era horrible, que la iba a acortar para su programa de televisión. Estaba loco. No sabía lo que había hecho. ‘Espere un minuto’, le dije. ‘Tengo algunas ideas: qué tal una banda sonora completamente para cuerdas.’ Yo solía tocar el violín. Ustedes saben que Hitch hizo Psicosis con su propio dinero y tenía miedo de que fuera un fracaso. Ni siquiera quería música en la escena de la ducha, ¿se dan cuenta? Pero mejor hablemos de la música mientras tengo la película fresca.”
“Bien”, dije, y le expliqué por qué no quería música en los títulos.
“¿Nada de música en los títulos? ¡Si en su película no pasa nada horrible en toda la primera media hora! Hace falta algo que asuste al público desde el principio.”
“Pero en Psicosis el asesinato recién ocurre a los cuarenta...”
“¡Usted no es Hitchcock! ¡Hitchcock puede filmar los principios de sus películas todo lo lento que se le ocurra! ¿Y sabe por qué?”
Negué con la cabeza.
“¡Porque él es Hitchcock y el público va a esperar! Sabe que algo terrible va a ocurrir y va a esperar hasta que así sea. La película de usted, en cambio, la van a ver diez minutos y después se van a ir a ver televisión a sus casas.”
Era brutal y, por supuesto, tenía razón.
“¿Qué cree que deberíamos hacer?”, pregunté.
“Te voy a escribir un tema de un minuto veinte para los títulos. Eso los mantendrá en sus asientos hasta la escena del asesinato. Se me ocurre algo con dos sintetizadores Moog.”
Unos meses más tarde volvimos a encontrarnos en Londres, en un estudio de grabación. Entré a la cabina y miré hacia la sala y lo vi en el podio, parado ante una orquesta completa, retando a dos jóvenes que intentaban afinar los dos sintetizadores Moog con el resto de la orquesta.
“Ya no podemos seguir esperando. Tocaremos sin ellos”, gruñó Herrmann amargamente.
“Por favor, señor Herrmann”, imploró uno de los jóvenes. “Sólo nos llevará un segundo.”
“¡Lo mismo me dijeron hace cinco minutos y seguimos esperando! ¡Qué instrumento indisciplinado! Deberían prohibirlo en las orquestas.”
Unos alaridos sobrenaturales invadieron la sala: los Moogs recorrían las escalas en busca del tono correcto. Por fin los dos jóvenes se las arreglaron para encontrarlo.
“Bien. Bastante bien. ¡Probemos!”
Herrmann levantó la batuta y la orquesta quedó en suspenso. Alzó los ojos hacia el gran reloj que colgaba sobre su cabeza, contó ocho beats y dejó caer la batuta. Los Moogs aullaron, y yo sentí el mismo escalofrío que había sentido en la sala de edición pocos meses antes.

Hermanas diabólicas de Brian De Palma. El sábado 6 a las 24 en el Malba
(Figueroa Alcorta 3415), en el marco
del ciclo Clásicos de Estreno IV.

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Arriba: Bernard herrmann en los 50, cuando musicalizaba los escalofríos de Hitchcock.
Abajo: Mujer contra mujer:
las hermanas diabólicas que unieron a De Palma y Herrmann.
 

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