› Por Marcelo Figueras
Nunca pensé que diría algo así, porque soy fan del asunto desde siempre. (¿Cuánta gente de mi edad tiene muñecos de Batman en su estudio?) Sin embargo, es hora de hablar. Colegas de Hollywood, ya sabemos que el dinero manda y que los superhéroes son rendidores. Pero por amor a Siegel, Shuster & Kane: aflojen con las malas pelis del género, que se están convirtiendo en mayoría. ¡Aunque más no sea, háganlo para preservar a la única gallina de los huevos de oro que les dio de comer en este siglo!
Estoy cansado de entrar al cine con ilusión y salir con un rictus. ¿El hombre de acero? Algunas secuencias disfrutables porque la tecnología asombra siempre, pero por Dios: qué basura. ¿Los vengadores? Espectacular y simpática, y a la vez ensordecedora y vacía: la mejor escena es la de Hulk tiernizando a Loki, lo cual debería constituir un signo preocupante. ¿La última de Batman? Se cae a pedazos a la segunda visión. En plena proyección de la Thor original, mi hijo pequeño (que se llama Bruno: no pregunten de dónde saqué el nombre) decidió levantarse e irse por primera vez de un cine. Lo cual me probó que la peli insultaba hasta su inteligencia en desarrollo.
Los títulos rescatables son pocos. The Dark Knight, por obra y gracia del Joker. Chronicle, de Josh Trank. La primera Kick Ass, que técnicamente es una peli de aspirantes a héroes. Watchmen es una adaptación fiel de un comic genial, lo cual no es lo mismo que decir que es un film genial. Los entendidos aman las primeras Spider-Man de Sam Raimi (¡la tercera es abominable!), pero yo prefiero la versión de Marc Webb. (¡Tobey Maguire y Kirsten Dunst no le aguantan ni un round a Andrew Garfield y Emma Stone!) La primera Iron Man está bien, pero las otras no. Capitán América tiene un disfrutable sabor retro. Las pelis de la saga X-Men me resultan sosas. Ahora, si tuviese que listar las francamente malas me quedaría sin espacio. ¿Dare Devil? ¿Catwoman? ¿Los cuatro fantásticos? ¿El avispón verde? ¿Linterna verde? Su sola mención induce náuseas.
Una debilidad de todas ellas es común a todo el cine mainstream que Hollywood produce. Desde que los contadores están al mando de los estudios y su cine se volvió un producto de laboratorio, Hollywood dejó de hacer bien aquello en lo cual siempre había brillado: generar empatía en el público hacia los protagonistas, aun cuando se tratase de figuras cuestionables. (Como el Dunson que John Wayne interpreta en Río rojo.) No es que no sigan intentándolo, es que creen que se trata de una fórmula y repiten ingredientes sin replicar nunca el efecto. Un ejemplo reciente es la subtrama que, en Gravity, mete con fórceps a la hija muerta de la doctora Stone (Sandra Bullock). ¿Acaso la necesitamos para empatizar con una pobre mujer que ya está pendiendo –literalmente– de un hilo, en lo profundo del espacio?
Resulta difícil temer por la suerte de los superhéroes, porque tienden a ser invencibles. El único momento emotivo de Los vengadores es la muerte del agente Coulson, pero ya ni siquiera le permite sucumbir a un personaje secundario: Marvel resucitó a Coulson para la serie Agents of Shield. Aquí es improbable una muerte como la de Eddard Stark en Game of Thrones, que nos abofetea y recuerda que, en un mundo como el nuestro, lo terrible es siempre una posibilidad.
Lo cual nos conecta con el segundo gran defecto: su idea de lo que constituye un villano y, por ende, su noción del Mal. La primera variante a que echan mano es la del mutante, el Otro por antonomasia: aquel a quien una circunstancia excepcional dotó de poderes que, como negativo perfecto de los superhéroes, utilizan para hacer el mal. La otra variante es todavía más floja. Temerosos de ofender a mercado alguno y perder dinero (¡nada de malvados rusos o chinos, ni compatriotas de ultraderecha como los que abundan!), los estudios abusan de las invasiones de otros mundos. Siempre y cuando los villanos sean chitauris o kryptonianos como Zod, Metrópolis y su población pueden ser diezmados sin que nadie deje de entrarle al pochoclo. Cuanta más destrucción –parecen pensar–, más espectáculo.
El problema es que nadie teme ser víctima de un extraterrestre o de un lagarto tamaño baño. Nuestros miedos profundos son otros. Por eso funciona The Dark Knight: porque el Joker (cuya salida de escena es, de todos modos, tan anticlimática) no tiene superpoderes ni desea conquistar al mundo, tan sólo quiere recordarnos que vivimos en un lugar demente donde hay pocos más peligrosos que nuestros propios guardianes. Y ése es un miedo con el que conectamos. Si la suerte de los superhéroes no está en juego y el temor que inspiran los villanos no es genuino, el tercer acto del relato resulta tan estruendoso como aburrido.
Dejen de insultar nuestra inteligencia, que nos gusta divertirnos como al que más pero no al precio de pasar por tontos. Un relato heroico funciona sólo en la medida en que nos inquieta. Métanse, entonces, con los que controlan nuestras comunicaciones y la información. Con los que lucran prolongando la absurda “guerra contra las drogas”. Con los que esclavizan y venden gente. Con los industriales de la guerra. (Pero de verdad, no como en Iron Man.) Porque todo indica que hacen falta superpoderes para enfrentarse a esa gente. O por lo menos, supervoluntad.
Pensándolo bien: Edward Snowden tiene un aire a Clark Kent, ¿o no?
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