› Por Claudio Zeiger
Mostrar el cuerpo desnudo en exceso; o andar con un sobretodo y nada abajo y cuando pasa una persona por la esquina abrir de golpe el sobretodo y zas, ahí está el cuerpo desnudo, “exhibiendo sus genitales”... bueno, eso se consideraba una perversión. O un exceso de exhibición en todo caso, algo patológico y, hay que decirlo, bastante asqueroso. Algo propio de aquellos tiempos represivos –¡oh, Foucault!– en que el desgraciado –perverso, enfermo y exhibicionista– se abría la bragueta en el colectivo y dejaba afuera el pajarito. Escándalo, gritería, ¡no mires!
Ahora son tiempos tan visibles y líquidos que tal vez un hombre con sobretodo y nada abajo podría pasar inadvertido. O podría subir sus exhibiciones a la red y pronto ser engullido por la gran boa digital, junto con los videítos de sexo oral con cámara fija y falocentrismo, el último grito del porno casero, pajaritos impasibles.
Si se quiere desandar el camino que lleva al exhibicionismo de estos últimos años, cualquiera comenzaría por las redes sociales. De las más edificantes postales de estos días tórridos, quedarán sin dudas las de los muchachos saqueadores “exhibiendo” sus botines por Facebook, pero no sólo. Se sabe que en varias causas judiciales ya se menean estas cuestiones de objetos presuntamente robados que aparecen en las fotos domésticas que se suben a Facebook, dejando huellas que autoinculparían a los cacos.
Hace pocas semanas, la muerte de Ricardo Fort generó un repaso por uno de sus rasgos más notorios: el de exhibir y exhibirse de forma permanente, despojada a la vez que en exceso barroca. Pocos días después de su muerte, las dos principales revistas de la farándula nativa exhibieron tapas donde parte de sus allegados y sus hijos aparecieron mostrados de manera llamativa, a punto tal que hubo ulteriores pedidos de disculpas a la familia Fort. Era muy fuerte, aun para los tiempos que corren.
Antes de las redes y del paradigma Fort, hace años la corriente central de la exhibición fueron los realities de la TV, abierta o por cable, cuya esencia era mostrar –con el consentimiento del participante– su vida privada. ¡Los debates de hace diez años acerca de la invasión a la privacidad, el fascismo del ojo del Gran Hermano! Ahora hacen fila para mostrarse, y si no aprueban el casting, se suben a Internet.
Estos son los tiempos que corren. Y guay con criticar a las nuevas-tecnologías-de-la-comunicación, porque serás enviado de inmediato a la papelera de reciclaje. Es curioso: queda bien hacerse el intelectualoide y criticar a la televisión por berreta, bizarra y cosificadora. Y hasta es cool no ver televisión. Pero de Internet y sus mundos no se puede decir ni mu. Ni siquiera se puede denunciar que los videítos de YouTube se cortan. Nada de nada. Me gusta. El narcisista de turno sube trescientas veinte fotos de su aburridísimo viaje a las Cataratas y todos le hacen aplauso de foca: qué divino, qué bueno estar ahí, qué fotaza.
Ya no se trata de un exhibicionismo patológico de sobretodo furtivo sino de un narcisismo sin centro, sin eje, un narcisismo que, a diferencia del de Narciso, que se calentaba mirándose a sí mismo, o a su reflejo en el agua (goloso gozoso), se muestra, se exhibe como buscando consensos. Un narcisismo veleta y un poco light a pesar de parecer tan osado. Nos filmamos y después, de alguna manera, autoviolamos nuestra intimidad hasta que de tanto darle e insistir lo logramos: llegamos a la esfera pública.
Hay algo enormemente positivo en estos años de exhibición, del reality a la red social. Hay una visibilidad política innegable, horizontalizada, diversificada y democratizada. Hay una ruptura con ese horrible concepto de vida privada, como si alguien se la hubiera apropiado, y de ese viejo pudor criollo, considerado una marca de clase. Debemos mirar hacia atrás y revisar si era positivo hacer un culto de la vida privada, reivindicada como un derecho a que los vigilantes no nos vigilen, ni policías, ni vecinos. (Era hermoso dejar que imaginaran lo que estábamos haciendo en esa vida privada.) Y si no hay que revisar nada, hay que aceptar que todo cambió.
Lo que, ahora dicho sin ironías, es de lamentar, sobre todo si es algo que está en vías de extinción o ya se ha perdido irremediablemente, es el fin de ese residuo afectivo y entrañable que siempre hubo entre la vida pública y la vida privada, más al fondo, y al sesgo: la intimidad. Ese maravilloso e irrepetible momento mudo de cuerpos anudados sin palabras mientras clarea por la ventana... Gestos que nadie más debería ver, susurros que sólo tienen un destinatario. Imagen que sólo debe guardarse en la memoria más íntima, más personal.
No deberían jamás ser mancillados, ni subidos, ni bajados. Todos acariciamos esa intimidad, una o varias veces. Por lo menos una. Todos deberíamos ser los guardianes más severos de la vida secreta y profunda, la propia y la de los otros.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux