COSTUMBRES Historiador y mendocino, cuando era chico solía repasar las lecciones de la escuela paseando entre viñedos de la casa de un compañero. Pablo Lacoste estaba destinado a contar los trescientos años de desarrollo del vino en la región de Cuyo. Detrás de la noble bebida hay muchas historias y también la historia argentina, con San Martín y el cruce de los Andes en primera línea. Vinos de capa y espada reconstruye mucho más que el derrotero de una bebida: el vino como un hito cultural, una identidad y un arte.
› Por Juan Pablo Bertazza
No siempre lo académico es sinónimo de exceso de teoría y falta de acción. El historiador Pablo Lacoste encontró su tema en el mundo como resultado de una acción concreta que debió ejercer en un momento álgido. Sucedió en el convulsionado 2001, en el contexto de la negociación de un tratado de comercio entre nuestro país y la Unión Europea. Con el objetivo de defender la posición argentina, la Cancillería necesitaba dar con novedosos fundamentos históricos, ya que los de la Unión ostentaban basarse en una obra monumental sobre la historia y la identidad de los vinos de Europa. Así fue que le encargaron a Lacoste un “estudio sobre el papel de los inmigrantes europeos en la construcción de la matriz cultural del mercado de vinos en Argentina”. Lejos de asustarse con el extenso rótulo de la consigna, Lacoste no sólo recogió el guante de semejante desa-fío sino que lo convirtió, tal como él mismo define, en “una experiencia fascinante” que desembocaría, dos años después, en la publicación del libro El vino del inmigrante.
El valioso aporte de Lacoste viene a llenar un vacío en tanto el vino no suele ser objeto de estudios serios y sí, en cambio, campo fértil de malentendidos y ebriedad teórica. Además de hacer uso de documentos originales de archivos históricos de Mendoza, San Juan, Santiago, Chile, y hasta de algunos países europeos (algunos de los cuales habían sido traducidos, de manera parcial, en todo el mundo), se desprende de la investigación de Lacoste un enorme conocimiento vital y una pasión contagiosa que mucho tiene que ver, sin lugar a dudas, con el hecho de haber nacido en Mendoza. “Todos los mendocinos nos hemos criado en el humus cultural de la vid y el vino. Cuando yo era alumno de primaria, iba a estudiar a la casa de un compañero que vivía en una viña y, para repasar las lecciones, caminábamos por los callejones del viñedo. Junto a esas cepas fui forjando, casi sin darme cuenta, los hábitos y la disciplina de estudio, y la curiosidad por la historia”, recuerda.
En Vinos de capa y espada, flamante volumen que compendia trescientos años de historia de la industria vitivinícola cuyana, desde 1561 hasta 1861, Lacoste parece haber exprimido al máximo ese conocimiento emocional. El libro se centra en las vicisitudes que atravesó la región de Cuyo con respecto a la bondadosa bebida: su precoz y milagrosa producción en Mendoza en el siglo XVII, algo que se puso mucho tiempo en duda teniendo en cuenta la periférica localización de esta ciudad en los confines del Imperio español; la exclusiva identificación del vino con el ámbito eclesiástico y su transición a manos de la incipiente burguesía, el desarrollo industrial que permitía cierta movilidad social en la Provincia de Cuyo del Reino de Chile en tiempos donde eso sólo era posible a través de la milicia y el clero, y la tremenda declinación que sufrió la industria a partir de las diversas guerras civiles que siguieron a la Independencia, y las constantes peleas entre caudillos.
Está claro que mientras Lacoste nos cuenta la historia del vino, en realidad nos está hablando ni más ni menos que de la historia argentina. El comienzo de Vinos de capa y espada nos deja, de hecho, un sabor de boca formidable y, al mismo tiempo, una sensación de mucha sed con la sorprendente historia del capitán Juan de Puebla y Reinoso, vecino encomendero y miembro del cabildo de Mendoza, capital de la provincia de Cuyo del Reino de Chile. Involucrado en una relación erótica tan escandalosa como apasionada, fue acusado de delito de estupro y condenado a muerte en la horca, pese a pertenecer a una élite y a disponer de una de las mayores fortunas de la región. La presunta intervención divina le concedió el perdón, algo que ocurría extraordinariamente, por ejemplo, cuando sin motivo aparente se cortaba la soga y el condenado a muerte caía al piso, ante el atronador grito de “perdón, perdón” por parte de la multitud. Lo notable es que luego del salvataje, Puebla comenzó una nueva vida signada por el éxito social, político y económico. ¿Cómo? A través del vino, por supuesto, que era considerado una especie de elixir cuyo consumo evitaba pasar por el purgatorio. Por las dudas, Juan de Puebla no sólo se lo tomó todo sino que también dio arranque, con sus nueve hijos, a la tradición de familias de empresarios que, con el tiempo, lograría un claro liderazgo en la industria de la vid y el vino en la región.
Las historias de este estilo abundan en Vinos de capa y espada y se multiplican como los barriles de vino en las bodas de Caná. Hay, de hecho, numerosos contactos entre la historia de nuestro país, la historia de Cuyo y la historia de la industria del vino, tal como lo demuestra la inclusión de nombres fundacionales en este libro como el de Domingo Faustino Sarmiento. Además de ser un gran conocedor de vinos (y de las orgías con vino, por supuesto), Sarmiento dio su aporte a la industria en dos puntos fundamentales: ignorar lo que proviniera de España para seguir el ejemplo de los vinos franceses, por un lado y, por el otro, la incorporación del uso de recipientes de vidrio en un ámbito donde reinaba la madera. Sarmiento advirtió que Estados Unidos contaba con importantes avances al respecto, y como la importación de los envases era más que costosa, sugirió que fuera el Estado quien se encargara de la elaboración: “Una fábrica de botellas en Mendoza sería, pues, juntar el hambre y las ganas de comer” repetía. Sin embargo, nadie le hizo caso y habría que esperar hasta la década de 1940 para que ese proyecto se concretara.
El otro gran personaje de Vinos de capa y espada es, sin lugar a dudas, José de San Martín, a quien Lacoste define, usando un anacronismo, como wine lover. Lacoste explica la importancia del vino en esa obra cúlmine de la Independencia que fue el cruce de los Andes: “la industria vitivinícola cuyana fue el soporte material y cultural del Ejército de los Andes. Cuando San Martín asumió la gobernación de Cuyo, se encontró con una sólida industria y un pueblo disciplinado y entrenado en el dominio de los oficios mecánicos. El broche de oro, como aporte emblemático, fueron las 113 barricas que se incluyeron en las provisiones del Ejército. Así se aseguró un litro de vino diario a cada soldado para recuperar las calorías que demandaba el esfuerzo de llevar mulas, armas, cañones y bagajes a través de la cordillera más alta del mundo fuera de Asia”, explica Lacoste.
Un probado condimento histórico que contribuye al aspecto mítico del vino en nuestro país, un mito verídico como aquellos que tanto le gustaban a Roland Barthes, quien en su libro Mitologías dedica, por supuesto, toda una entrada al vino: “La mitología del vino puede hacernos comprender la ambigüedad de nuestra vida cotidiana. Porque es cierto que el vino es una sustancia hermosa y buena, pero no es menos cierto que su producción participa sólidamente del capitalismo francés, el de los bodegueros o el de los grandes colonos argelinos que imponen al musulmán una cultura extraña, el vino no puede ser una sustancia del todo feliz salvo que uno se olvide de que es producto de una gran expropiación”.
¿Se puede aplicar en nuestro país la misma definición? ¿En Argentina el vino está ideológicamente vinculado con el progresismo o con lo reaccionario?
–En algunos casos, se aplicaron criterios imperialistas, y el vino fue una herramienta de afirmación de poder, opresión y privilegio de unos pocos. Además del caso de Argelia, tenemos el de México: la presión de los intereses de la Península Ibérica inclinó al rey de España a prohibir el cultivo de la viña en el Virreinato de Nueva España, de modo tal de asegurar el mercado mexicano para los empresarios españoles. Asimismo, la viña ha operado en el sentido inverso, incluso en Francia. En su libro La identidad de Francia Fernand Braudel explica algo interesante: reconoce que, en vísperas de la Revolución, Francia había experimentado un avanzado proceso de movilidad social signado por la transformación de los labradores pobres en pequeños propietarios, y que eso fue posible gracias a las viñas. Las viñas posibilitaron el surgimiento, en Francia, de una inmensa capa de pequeños propietarios, lo cual contribuyó al proceso de emancipación mental y material que abrió el camino para la Revolución de 1789. En ese sentido, las viñas fueron emancipadoras. En el caso de Argentina, las viñas desempeñaron un papel progresista parecido.
Así como en la cata de vinos el olfato y la vista resultan tan importantes como el propio paladar, los últimos capítulos de Vinos de capa y espada le abren el juego a la pasión argentina por el vino, a la hora de revelar la fascinante historia de las dos cepas emblemáticas de la viticultura argentina: el torrontés y el malbec. Lacoste explica con tanta precisión asuntos vinculados con geografía, orígenes y etimologías de ambas cepas que, por momentos, tenemos la sensación de estar saboreando esos vinos, o al menos, nos da unas ganas enormes de descorchar una botellita. Es más que reveladora la historia del malbec, una especie de itinerario inverso al que recorrió el tango, legitimado en nuestro país luego de su consagración en Francia. Surgido precisamente en Francia, la variedad empezó a perder prestigio y seguidores, hasta sufrir un tiro de gracia en la segunda mitad del siglo XIX con la plaga de filoxera, que dejó fuera de producción dos millones de hectáreas de viñedos. A la inversa del tango, luego de su paso por Chile (donde llegó en la década de 1840) y su arraigo definitivo en la provincia de Mendoza (para lo cual sufrió los cambios de adaptación), la cepa volvió a proyectarse totalmente recargada hacia los mercados mundiales, con todo el vigor que le había dado su paso por el nuevo mundo. “Me gustan las dos cepas emblemáticas de la Argentina, el malbec y el torrontés, mi favorito, porque es la única cepa de alto valor enológico nacida en América. Y justamente, nació en Cuyo.”
Y hablando de orgullo y pasión, Vinos de capa y espada también le dedica un espacio especial a la Fiesta Nacional de la Vendimia, mientras la Academia Argentina de la Vid y el Vino sigue bregando para que finalmente la Unesco la declare patrimonio intangible de la humanidad.
¿Qué significaría ese reconocimiento?
–Más que una fiesta, es un fenómeno extraordinario, un sistema de festividades que articula cerca de cien celebraciones y moviliza un millón de personas para culminar en el acto central, que cuenta con 800 artistas y bailarines en escena. Algunos la llaman Opera Popular Latinoamericana. Para que este fenómeno exista es necesario que funcionen durante todo el año dos decenas de academias de danza de distintas especialidades, sobre todo folklore y tango, distribuidas a lo largo de toda la geografía provincial. Vendimia es un gran motorizador del cultivo de las artes en Cuyo. La declaración de la Unesco sería un justo reconocimiento a un trabajo silencioso y eficaz de muchos hacedores culturales que, durante cerca de un siglo, han dedicado sus esfuerzos para entregarnos su belleza. Al mismo tiempo, Vendimia nos hace acordar que el vino es producto del trabajo de muchas personas humildes y tenaces, que aman su tierra y su oficio, que entregan sus energías, embrujados por la belleza de los paisajes del vino, un conjunto de valores que se resumen en dos: solidaridad e integración social.
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