› Por Mariano Kairuz
El hobbit Bilbo Bolsón viene recorriendo un largo camino en el cine. Demasiado largo, en la opinión de muchos, que todavía se preguntan por qué motivo Peter Jackson decidió convertir un libro de menos de 300 páginas en una trilogía de ocho horas y pico de duración. Aparte de facturar triple, claro.
La desolación de Smaug es el título de este capítulo-del-medio de El Hobbit, pero la desolación fue toda nuestra cuando unos tres años atrás Jackson anunció que iba a estar un buen tiempo (más) sumergido en la comarca de Tolkien. La desolación fue toda de los fans de Jackson –de quienes desde hace quince, veinte años, imaginamos que el director de Criaturas celestiales tenía varias obras maestras por delante–, menos preocupados por si El Hobbit iba a ser una maravilla o un moplo, como por las grandes películas que iba a dejar de hacer durante cerca de una década por estar abocado a sus elfos, orcos y enanos.
La misma impunidad que se ganó al haber conseguido filmar lo infilmable –traducir a imágenes épicas y emociones los pesados volúmenes de Tolkien– hizo obvio que ya no iba a poder filmar nada a una escala contenida, íntima: aunque su King Kong sufrió de esa elefantiasis, todo lo que le sobraba (le sobraban minutos, criaturas gigantes, luchas con bichos prehistóricos) quedaba ampliamente compensado por un puñado de escenas extraordinarias.
Por su lado, Jackson argumentó que, a la hora de hacer la adaptación, “el problema era qué dejar afuera”. Una afirmación discutible: adaptar libros al cine se trata justamente de eso. Probablemente dejar afuera cosas es lo que hace que algunos libros puedan convertirse en grandes películas. Elegir, condensar, concentrar. En el cine en general, y seguro que en el cine de género, las limitaciones materiales, de tiempo y dinero, siempre fueron funcionales y hasta esenciales a la creación de grandes películas: si el escualo mecánico de Tiburón no se hubiera roto una y otra vez, la película de Spielberg no sería la obra maestra de suspenso que es. Si George Lucas hubiera podido multiplicar en los ’70 escenarios, personajes y navecitas con un clic, probablemente sus divertidas tres primeras Star Wars se hubieran parecido mucho más a las deshilachadas precuelas que hizo veinte años después. Si El Señor de los Anillos llegó en la era de la abundancia digital, El Hobbit lo hizo directamente en una época en que ya casi no hay nada que no se pueda hacer, o mejor dicho dibujar, en la pantalla. Y Jackson parece querer hacerlo todo, y más.
Hecho el descargo, conviene encontrar un equilibrio, una tierra media entre la denostación total y la celebración indiscriminada: tanto El Hobbit: un viaje inesperado como la flamante El Hobbit: la desolación de Smaug son excesiva e innecesariamente largas y tienen unos cuantos pasajes aburridos y unos cuantos feos bichos digitales que se parecen a los de cualquier otra película de bichos digitales, o más precisamente a muchos videojuegos. Pero también tienen algunas muy buenas escenas de acción, y también hay belleza en ambas películas. En Smaug en particular, hay belleza cada vez que aparece Evangeline Lilly –la “Pecosa” de Lost– como la intensa elfa Tauriel, insoslayable invento de los guionistas, una potente inyección de girl power hasta ahora ausente de la saga. Hay indudablemente belleza en la secuencia de las arañas gigantes, en la manera en que están coreografiados sus suaves pero amenazantes movimientos, y en que se despliegan y desenrollan sus telarañas, haciendo flotar a sus presas. Hay belleza, finalmente, en Smaug –el lugar común dice: en la Voz grave y profunda de Smaug, provista por el brit-boy del momento, Benedict Cumberbatch, gran Sherlock televisivo, pero por lo demás un poco sobrevalorado–, el imponente, codicioso, cruel dragón, que justifica todo el abuso de 3D digital de la película.
Volviendo al asunto de la extensión, acaso la clave sea que el cine empieza a imitar a la televisión de la llamada nueva era dorada: si Juego de tronos produce diez horas de televisión anuales por cada tomo de George RR Martin y tiene a sus fans clamando por más, la de Jackson en la tierra de Tolkien bien podría estar apostando a ser la aventura infinita. La aventura que sigue indefinidamente, que no le teme a la reiteración ni a los tiempos muertos. Simplemente porque se puede, y porque hay algo de esa noción de progreso indefinido que es intrínseco a este género de aventuras.
Y volviendo, una última vez, al asunto de la extensión, vale decir que existe otra versión de El Hobbit, mucho más corta, que pese a su brevedad se las arregla para contarlo casi todo. Dura diez minutos y fue producida en 1966 por un productor avispado (William Snyder) que compró los derechos de adaptación por monedas, y cuando vislumbró que esa licencia pronto valdría millones, se aseguró de retenerla, encargándole al ilustrador, animador y cineasta Gene Deitch (uno de los cerebros de la época de oro de Tom y Jerry) que hiciera con ella, en tiempo record lo que fuera. El resultado es una secuencia de estilizadas postales de cuento infantil, que es sencillamente encantadora. Que también tiene magia y belleza. Estuvo perdida por años, pero desde hace un tiempo se encuentra disponible en YouTube, para que uno pueda elegir según le venga en gana: ocho horas o diez minutos. O ambos.
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