Domingo, 12 de enero de 2014 | Hoy
Por Ana María Shua
Hoy, entre nosotros, occidentales del siglo XXI, hablar de la muerte es una descortesía imperdonable. No se les permite siquiera a los muy ancianos, ni a los enfermos terminales. Quienes los rodean, cambian de tema, hacen bromas o incurren en promesas de mejoría. La muerte es una ceremonia secreta. Se traslada a los moribundos a un lugar fuera de su casa y allí se los encierra. Sólo los muy cercanos pueden verlos. De acuerdo con las costumbres actuales de nuestra tribu, muchas personas mueren en un espacio ritual llamado “Sala de terapia intensiva”, separadas de sus parientes y amigos, atendidas por desconocidos a los que se les paga para ese fin.
El silencio sobre la cuestión es típico de nuestra sociedad, pero eso no significa que otras culturas acepten mejor que nosotros la existencia de la muerte. En muchos mitos cosmogónicos, el hombre es creado inmortal y la muerte es producto de un error. Suele aparecer ligada al sexo: en cuanto surge la reproducción, hacer lugar en el mundo se vuelve imprescindible. Adán y Eva son castigados con la mortalidad cuando descubren la vergüenza, es decir, el sexo y el deseo. Los dioses griegos le regalan al hombre la bella Pandora, la mujer, pero les entregan con ella la maldita vasija que Pandora abrirá para dejar libre a la vejez, la enfermedad y la muerte. Entre los indios algonquinos de América del Norte, la Gran Liebre le dio la inmortalidad al hombre en un paquete que le prohibió abrir. Su esposa lo abrió y dejó escapar la inmortalidad. La mujer da la vida, y tal vez por eso es también responsable de la muerte.
Entre los suruí de Rondonia (Amazonas), el mito es todavía más obvio. Palop, el Creador, excava la vagina en la mujer, crea los órganos sexuales del hombre, con el jugo de una fruta lechosa crea el semen y, con agua de coco, los fluidos sexuales de la mujer. Inmediatamente inventa la muerte. Un muchacho joven es el primero en morir. Ante el llanto del hermano, Palop se conmueve y lo vuelve a la vida. Pero cuando el muerto empieza a comer, su propia madre le recrimina: “¿No estabas muerto? ¿Y por qué te estás comiendo todo?”. El muchacho se vuelve a la tumba y por culpa de esa madre desamorada, los seres humanos ya no resucitamos.
No hay cultura humana que acepte la muerte de buen grado. A veces se la considera el resultado de un pacto, como entre los innuits de Groenlandia. En el principio, los hombres eran inmortales, pero vivían en la oscuridad. Una anciana se obstinó en que la vida sin luz no valía la pena. Y así llegaron al mundo el sol y la muerte.
Si hay algo más inaceptable que la muerte propia, es la muerte de un hijo. Entre los masai africanos, un semidiós le enseñó a Le-eyo, uno de los primeros hombres, cómo lograr que la muerte no fuera definitiva. Ante el primer cadáver, tenía que decir: “Hombre, muere y vuelve a la vida; luna, muere y no vuelvas más”. Un niño murió poco después, pero no era uno de sus hijos y a Le-eyo le dio pena perder para siempre la luna por un chico cualquiera. Y dijo así: “Hombre, muere y no vuelvas más; luna, muere y vuelve a la vida”. Pero después murió uno de sus propios hijos. Desesperado, quiso pronunciar las palabras correctas y ya era tarde. Por culpa de Le-eyo, el ser humano tiene la luna, pero perdió para siempre la oportunidad de volver a nacer.
Los indios chochones, de América del Norte, cuentan una discusión entre el Lobo y el Coyote. Propuso el Lobo: cuando una persona muriera, se le podría devolver la vida disparando una flecha sobre la tierra bajo el cadáver. El Coyote contestó que si toda la gente resucitaba, habría demasiada en el mundo. El Lobo aceptó... pero decidió que el primero en morir fuera el hijo del Coyote. Desolado, el Coyote le rogó que hiciera su magia. Pero el Lobo respondió con el argumento del Coyote y nunca más volvió nadie de la muerte.
Muchas historias les echan la culpa a los mensajeros traidores. Entre los zoque-popolucas, de México, el Héroe, Espíritu del Maíz, resucita a su padre. Envía a la iguana a avisar a su madre que no mire de frente a su esposo resucitado, que no llore ni se ría; pero la iguana le pasa el mandato a la lagartija, que cambia el mensaje. La mujer no puede sacar los ojos de la cara de su marido resucitado, no puede parar de reír y llorar, el hombre se hace polvo y se pierde con él la inmortalidad.
En los mitos africanos, los mensajeros traidores suelen ser el camaleón, el lagarto, la lagartija, la serpiente. El ser humano desconfía de los reptiles, el verde es el color de los monstruos.
Lo que es deseable para uno, puede ser malo para la comunidad humana. Desde los cuentos populares como el de Pedro Urdemales, que consiguió engañar y atrapar a la Muerte, hasta en una novela contemporánea como la de Saramago, Las intermitencias de la muerte, la imagen de un mundo sin muerte es la de una catástrofe universal. Y sin embargo, es inútil que intenten persuadirnos: podemos comprender muy bien la utilidad social de la muerte pero, como individuos, ¡estamos en contra!
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