Este año el Puente Transbordador Nicolás Avellaneda de La Boca, el Puente Viejo, cumple cien años y su presencia inquietante sobre el Riachuelo, especie de oscura poesía industrial del siglo XIX, plantea desafíos en un contexto de recuperación del castigado sur de la ciudad. En su centenario, el Puente será reinaugurado y, cuando vuelva a funcionar, se podrá solicitar a la Unesco su ingreso al Patrimonio de la Humanidad. Entretanto, Radar repasa la historia y el significado de este símbolo porteño, aislado e imponente.
› Por Carlos Gradin
A Walter Benjamin le hubiera gustado el Puente Avellaneda. Pero no sólo porque es obra de un discípulo de Eiffel, y un testimonio tardío de la “poesía industrial” del siglo XIX. También le apasionaban las alegorías, digamos, los símbolos rotos, los pedazos de historia a los que nadie está seguro de qué uso darles.
En pocos meses se cumplen 100 años de su inauguración. Y el Puente sigue siendo uno de esos objetos incómodos. Basta pensar en dónde está ubicado: sobre el Riachuelo, une las orillas de la Boca y Avellaneda, más precisamente la Isla Maciel. El Puente roto conecta uno de los circuitos estrella de la Buenos Aires turística y un barrio de leyenda prostibularia, aislado desde hace años del resto de la ciudad, conectado a ella por un servicio de botes.
Cuando lo inauguraron, en 1914, el Puente Transbordador llevaba a los obreros que iban al polo industrial de Maciel, donde funcionaban la Usina CATE, el frigorífico Anglo, astilleros y carboneras. En la Isla había paseos de fin de semana en parcelas verdes. Y clubes de remo, creados por sus pioneros en el país, los trabajadores ferroviarios ingleses.
Hoy circulan informes de ONG fantasmales que comparan la contaminación del Riachuelo con Chernobyl. En el medio, la zona vivió el auge y la decadencia de un país industrial. El puerto cerró, y con él desaparecieron las cantinas y la economía asociada a la navegación. Quedaron las obras de Quinquela, con sus paisaje de botes a vela y aires de aldea. Y sobre todo, su creación más indeleble, Caminito, creado por el mismo Quinquela en los años ’60.
La reinauguración del Puente, programada para este año, da pie para revisar esta historia. ¿Qué fue el Riachuelo? ¿Qué podría ser? Es una pregunta casi imposible para los nacidos de los ’70 en adelante. Para quienes fueron jóvenes o adolescentes en los ’90, el Riachuelo fue –a lo sumo– un motivo de risa, entre el desgano y el pesimismo. Sin recuerdos de una ciudad portuaria, el Riachuelo era un símbolo oscuro y amenazante, una mezcla de estigma y prueba irrefutable.
Pero alguna vez el río supo inspirar cariño. Y el Puente Avellaneda fue un emblema de lo que podía prometer a los que llegaban en los barcos: industrias, trabajo, tal vez prosperidad. Una historia muy difundida en La Boca dice que Aristóteles Onassis amarró un barco bajo el Puente en la década del ’20, recién llegado de Grecia con un puñado de dólares con los que empezó su negocio de venta de tabaco y cigarrillos egipcios. Su fortuna nació en las orillas del Riachuelo.
Quedan rastros de esos años dorados. Todavía es posible charlar con algunos de los remeros que se entrenaron hasta avanzados los años ’70 en los últimos clubes de remo de la zona, como el Club de Regatas de Avellaneda. Y escuchar su nostalgia por los años en que el río era parte de su rutina diaria, cuando bajaban en sus botes por la Vuelta de Rocha y pasaban bajo el Puente Avellaneda, rumbo a las dársenas de Dock Sud en las que entrenaban para salir a competir en otros ríos del país. “Había una playa ahí mismo”, juran. Le decían Puerto Piojo: un banco de arena al que acudieron durante décadas vecinos de la zona para pasar tardes de ocio en un rincón con vista al río.
Como cuenta Graciela Silvestri en su libro El color del río, el Puente Avellaneda ya era un icono de la ciudad antes de que inauguraran el Obelisco en 1936. Lo habían rebautizado “Puente Brown” en el uso diario, por ser la prolongación de esa Avenida. Y había sido el escenario de una película taquillera protagonizada por Luis Sandrini.
Por esos años, el Puente se sumó al inconsciente visual de la cultura porteña al incorporarse al logo de la pizzería Banchero. En él se reúnen hasta hoy una paleta del pintor, un engranaje y un barco además del Puente: símbolos por excelencia de eso que Rubén Granara Insúa llama la “alcurnia riachuelense”. “Emblemas que tenían que ver con las cosas más queridas”, dice.
Insúa es el presidente de la III República de La Boca. Anticuario retirado, hoy recibe a los visitantes en la sede de la República, el Museo Histórico de la Boca, ubicado en el viejo Banco Italiano. “Yo viajé en la canasta del Puente Viejo” –recuerda–. “Era emocionante. A los costados la gente, en el medio las chatas con percherones. Hasta el año ‘60 se los veía por acá. Llevaban mercadería: el botellero, el hielero, el que vendía los pollos, además de los empleados y trabajadores de las fábricas.” Y evoca los tiempos en que la familia Banchero introdujo en la Boca su variante de la focaccia genovesa, hecha de pan y cebolla, y ahora rellena con queso, cuando los obreros hacían cola para comprarla en su panadería de la calle Olavarría, bautizada Riachuelo y a pocos metros del Viejo Puente.
Sobre la canasta de la que habla Insúa están puestos hoy todos los esfuerzos de restauración a cargo de los ingenieros de la Dirección Nacional de Vialidad. Ya olvidada –aunque perdura en la silueta del logo de Banchero–, la barquilla era el mecanismo fundamental, la razón de ser de toda la estructura. Se trataba de una plataforma de ocho metros por doce sujetada a un cablecarril tendido a lo largo del Puente, como una precursora de los teleféricos. Lo novedoso era que permitía cruzar el río sin las interrupciones y desniveles de los puentes tradicionales, ya que desde la calle se accedía a la plataforma móvil sin subir ni bajar escaleras, y en menos de cinco minutos se llegaba al otro lado, como si las dos orillas se prolongaran una en la otra.
Unos años después de inaugurado, el Viejo Puente fue reemplazado por el Nuevo, instalado a pocos metros. Los dos se llaman Nicolás Avellaneda pero el Nuevo, hecho de hormigón y equipado con escaleras mecánicas, representaba la modernidad de los nuevos materiales de la construcción, el hormigón armado con el que se levantaban los rascacielos. El Viejo Puente fue cayendo en desuso y se desactivó en 1960, y con el tiempo también el Nuevo acabó fuera de servicio; sin mantenimiento, se hizo acreedor de la fama de ser uno de los lugares más inhóspitos de la zona y acabó reemplazado por los chinchorros. “Todo juguete tiene derecho a romperse”, como escribió el poeta Antonio Porchia, trabajador del puerto durante muchos años.
Hoy el Puente es uno de los ocho que sobreviven en su tipo en el mundo. Es el único fuera de Europa mientras los demás están en las ciudades de Vizcaya (España), Newport, Warrington y Middlesbrough (Reino Unido), Osten y Rendsburg (Alemania) y Rochefor (Francia). Volver a hacerlo andar es un viejo sueño del barrio, impulsado por grupos de vecinos y algunas ONG como la Fundación x La Boca.
El Viejo Puente sobrevivió a varios intentos de desmantelarlo. En la oleada de privatizaciones de los ’90, pero también antes, durante la Intendencia del Brigadier Cacciatore. Si llegó en pie sin duda es por la belleza de su estructura, ya definitivamente inútil. En ella se condensa mucho de lo que volvió a la Boca y el Riachuelo uno de los paisajes más significativos de Buenos Aires, como una frontera entre el pintoresquismo que hizo famoso al barrio y la frialdad de sus industrias y depósitos que lo anclaron a la vez en el mundo de la técnica y el trabajo. El Puente fue un contrapunto para el desborde paisajístico de sus pintores. Esta es la tesis de la historiadora y arquitecta Graciela Silvestri en su atrapante historia del Riachuelo. Pero el racionalismo del Puente también estuvo lejos de la eficacia moderna. El resultado fue más bien un melodrama expresionista, cargado del pathos de un edificio cuyas dimensiones empequeñecen a las casas y las personas que lo rodean. Más parecido a un “monstruo antediluviano”, según Silvestri, dotado de una “fealdad primigenia”, capaz de inspirar tanto admiración como temor y respeto, lleno de rasgos ominosos, como los que nunca faltaron a esa zona de la ciudad, por más que haya intentado revestirse de colores más brillantes.
Las prótesis viejas y chirriantes son uno de los símbolos del pesimismo, entre burlón y paranoico, de la ciencia ficción cyberpunk. Gente en problemas por haberse ensamblado demasiados chips, o haberles permitido demasiadas libertades a máquinas que ya no está claro cómo desconectar. Si vamos a volver a activar el Puente, no estaría de más preguntarse qué destino le estamos preparando, qué le espera a él, y a todos nosotros, cuando vuelvan a ponerse en marcha sus engranajes.
A 100 años de su inauguración, cuando vuelva a andar, el Puente podrá solicitar a la Unesco su ingreso al Patrimonio de la Humanidad, tal como lo propone la Asociación Mundial de Puentes Colgantes, de la que Insúa fue miembro fundador. Mientras los clubes de remo vuelven a las aguas del Riachuelo, y los paneles de expertos discuten qué hacer con el veneno sedimentado durante décadas en su lecho, ya nadie habla del “Puente Brown” porque los nombres familiares se usan para lugares a los que se vuelve de vez en cuando, por lo menos, y hace más de medio siglo que nadie se sube a la barquilla del Avellaneda para ver deslizar el Riachuelo ante sus ojos. No hay marchas pidiendo a gritos que sus orillas se llenen de plazas y paseos públicos. Y los sueños más alucinados sobre el futuro de la zona siguen saliendo de los fondos de inversión inmobiliaria. Pero en el logo de una de las pizzerías más queridas de Buenos Aires queda la huella de lo que alguna vez representaron el río y el Puente para la ciudad, y allí se mantuvo a pesar de las inclemencias, en los años más duros en los que pareció que asomarse al Riachuelo subido a un carro colgante, construido a principios de siglo, era una idea cuyo sentido y beneficios no era atinado transmitir, y promover, ni siquiera entre los usuarios de los botes.
Como sea, vuelve el Puente en 2014, y valdrá la pena estar ahí para verlo.
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