La semana pasada, Netflix estrenó los trece nuevos episodios de la segunda temporada de House of Cards, la serie producida por David Fincher y protagonizada por Kevin Spacey. Estos nuevos capítulos combinan una trama apasionante con un soporte todavía novedoso, que permite verlos online, como y cuando el espectador quiera. Y House of Cards tiene fans famosos: las intrigas y brutales manipulaciones del inescrupuloso ahora vicepresidente Frank Underwood son seguidas por personalidades políticas como Barack Obama, David Cameron y hasta Aníbal Fernández. Asimismo genera algunas lecturas que la describen como cínica y otras que se deslumbran frente a su temerario realismo. Pero todos coinciden en que esta propuesta shakespeareana es, probablemente, una de las mejores series políticas jamás filmadas.
› Por Natalí Schejtman
En el segundo capítulo de la segunda temporada de House of Cards, la serie producida y emitida por la plataforma Netflix, Frank Underwood, su absoluto protagonista, está jurando como vicepresidente de Estados Unidos, reemplazando al anterior que había sido electo en la fórmula. Con una mano levantada y la otra sobre la Constitución, desvía su mirada del juez y dice a cámara: “A un paso de la presidencia y ni un solo voto emitido a mi nombre: la democracia está tan sobrevalorada”.
Frank Underwood tira frases así de grandilocuentes todo el tiempo. Especialmente cuando en medio de una escena le explica al espectador lo que está haciendo o intentando hacer, qué podría pasar si él actúa de una manera u otra o, también, qué puede estar pensando su interlocutor. Frank nos hace cómplices de su canallada, y a veces uno como público hasta se encuentra deseando que a este sátrapa impecable le salga bien su jaque mate. Tal vez porque Frank Underwood y House of Cards no plantean una discusión sobre temas, acciones de gobierno con los que uno puede estar de acuerdo o no, ni ideologías (que están especialmente retiradas de la escena); acá el poder se dirime en una conversación entre dos, en cómo cada uno engancha las palabras de tal modo para lograr o no el objetivo que se había impuesto en esa conversación. Toda la política de Estados Unidos está condensada en la táctica de una conversación. Y por eso House of Cards no es tanto –o al menos no solamente– una serie sobre política sino una serie sobre el ser humano y su deseo de estar por sobre los demás.
Basada en la serie homónima producida por BBC en el ’90, la primera temporada de House of Cards edición estadounidense, emitida a comienzos del año pasado, presentaba a Frank, congresista demócrata de Carolina del Sur, que después de lo que considera una traición (le prometieron ser secretario de Estado y no le dieron el cargo) decide vengarse con una estrategia muy planificada y la herramienta que mejor conoce: el teje y maneje. Lo acompaña su esposa Claire (interpretada espléndidamente por Robin Wright), con la que vive en una casa amarronada, elegante y tan fría como ellos. Al frente de una ONG ecológica, Claire es calculadora e inescrupulosa como su “Francis”, corta de palabras y de temple gélido. Juntos conforman una dupla leal, indestructible y temeraria. El mapa estratégico de la primera temporada lo completaban su operador Douglas Stamper, dispuesto a hacer cualquier cosa que se le pida; una periodista advenediza, Zoe Barnes, a la que Frank le filtra información útil para que ella brille y él consiga sus resultados, y con la que tiene un affaire sexual (no amoroso, eso no le interesa porque el sexo, como dice él, se trata de poder); Garrett Walker, un presidente débil, confiado y manipulable (un personaje especialmente inverosímil en el contexto); y Peter Russo, joven congresista aspirante a gobernador, que lucha contra sus adicciones.
La serie se fue imponiendo por una combinación de boca a boca, la sorpresa de su formato y un casting sumamente atractivo: los primeros dos capítulos los dirigió David Fincher (El club de la pelea, Pecados capitales), quien además es el productor ejecutivo. La adaptación de la serie inglesa la escribió Beau Willimon, que lideró la producción de la nueva versión, tarea en la que seguramente le habrá servido su experiencia en la campaña del demócrata Howard Dean y su rol como guionista de la también película de trama política Secretos de Estado, dirigida por George Clooney. El otro nombre grande es el actor protagonista: Kevin Spacey, cuya interpretación será recordada hasta el fin de los días.
Al principio también desfilaban otros congresistas, una jefa de gabinete latina y algo tímida a la hora de jugar fuerte, y un lobbista poderoso entregado al mejor postor (al que le importa más el dinero que el poder, un pecado capital según la biblia de Frank). Pero si en esos comienzos todavía había lugar para otros actores de la sociedad civil (sindicatos docentes y desempleados de un astillero, familias de víctimas de algún accidente en la vía pública) que motorizaban situaciones en las que la política tenía que actuar, la segunda temporada es mucho más prístina y de laboratorio. Ahora que Frank Underwood es vicepresidente (aunque nadie lo haya votado), casi no existe “el pueblo” y se hace política de cámara. Todo transcurre puertas adentro del Capitolio. Acá se trata de personalidades conjugadas entre sí, y los grupos que conforman la sociedad están resumidos en personajes. Prácticamente no hay corporaciones, ni colectivos, sólo individualidades que a lo sumo pueden resistir una lectura alegórica como “representantes” de algo mayor. El blando presidente del “mundo libre”, como aman repetir, tiene a dos personas de confianza: Raymond Tusk, empresario millonario que representa al “mercado”, y Frank Underwood, el vicepresidente y genio de la rosca política que consigue los votos de las cámaras (el “Estado”). Ellos lo aconsejan y pelean por ser la influencia más pesada en las decisiones de Walker. En la prensa hay, nuevamente, personas y no grupos: la joven Zoe, un periodista justiciero, editor de un medio importante, que ni siquiera pide apoyo de su empresa a la hora de llevar adelante una investigación arriesgadísima, y otra periodista que destapa una olla filtrada adrede, con escasísima participación de sus jefes o autoridades del diario. Emergen sí, algunos personajes-pueblo: Meechum, el chofer guardaespaldas favorito de los Underwood; Freddy, el dueño de un restaurante de mala muerte en la zona negra de la ciudad que cocina las costillas con barbacoa fetiche de Frank; Rachel, una ex prostituta atrapada por la oscura telaraña de la política underwoodeana ejecutada por Doug; y Megan Hennessey, una soldada abusada sexualmente que Claire necesita para sus objetivos. A Frank no le interesa la coyuntura que los rodea sino que lo atrapa su psicología. Cuando tiene una charla con Meechum en el patio de su casa, no se inclina por preguntar cómo vive, ni en dónde, sino por qué arriesga la vida por él. De Freddy, en tanto, una nota en un diario le devela un pasado delictivo y otros datos que a él nunca se le había ocurrido preguntarle. Las chicas llevan las de perder: son usadas y despachadas según lo requiera la coyuntura (“La gente odia a Washington porque la gente como usted usa frases como ésa”, le contesta Megan a Claire cuando ella le dice que debido a “realidades políticas que no podemos ignorar” tienen que cambiar los planes de un proyecto de ley inspirado en el abuso sexual que sufrió la joven).
Hay otros personajes-temáticas en esta segunda temporada: un director de comunicaciones de la pareja vicepresidencial que aconseja, sobre todo a Claire, qué contar, cuándo y dónde, y una especie de hacker informático que intenta encajar con la imagen del genio parainstitucional de Snowden/Assange, pero a juzgar por su comportamiento y ciertos ademanes exagerados termina pareciéndose más a una parodia con jerga (y peligrosos vínculos con el poder). Su participación, aunque no demasiado interesante, no es ingenua y se suma a los otros periodistas o buscadores de información de la serie. Sabemos que no hay serie de política –desde The West Wing hasta Pablo Escobar– que no tenga su pata en la prensa y las comunicaciones. Y House of Cards se ocupa de ellas en sus distintas formas contemporáneas. En la primera temporada tomaba con cierto retraso la irrupción de los blogs y nuevos medios como un desafío a la tradicional prensa escrita, cuando el editor del Washington Herald, Tom Hammerschmidt (un personaje que continúa dando muestras de su miopía en la segunda temporada), es despedido debido a un enfrentamiento con la joven portavoz de un nuevo momento de la profesión, Zoe Barnes. También, la serie mostraba atisbos de una redacción “nueva”, con periodistas con laptops y sentados en pufs que sólo daban una idea superficial y cliché del momento bisagra que vive el periodismo en papel.
En la segunda temporada, la comunicación está mucho más presente. Frank vuelve a filtrar una historia grande a un diario; Claire da vuelta como un guante a una conductora televisiva de CNN en plena entrevista, cuando le hace una confesión inesperada para huir de una respuesta anterior impopular y relacionada con su decisión de no ser madre; Lucas Goodwin, editor del Herald, se contacta con el hacker para buscar información sobre un asesinato en donde cree que puede involucrar a personajes importantes, entre otras varias situaciones que involucran a los periodistas.
Para ser una serie tan innovadora en cuanto al medio que la produce y emite, House of Cards es algo anticuada en su concepción de la prensa y la política atravesada por la tecnología portátil. Es decir: mientras, el viernes pasado, Obama pidió en un tuit que no le spoileen la serie porque la iba a ver el fin de semana, Frank Underwood no tiene Twitter (o no lo usa como parte de la trama), se maneja con un BlackBerry normalito y lo más conectado que parece estar es para actualizar una y otra vez el sitio del diario al que le filtró un escándalo para ver si ya se publicó. Claire Underwood, a su vez, decide darle su primera entrevista como segunda dama a la CNN. Bien conservador.
Pero quizá tiene que ver con esta decisión de correrse de un retrato coyuntural y tratar de indagar en ciertas estructuras. House of Cards busca su especificidad en la trama política, un tema que en los últimos años se ha convertido en tendencia en la ficción, así como los médicos y los abogados. Así lo demuestra la infinidad de series, desde The West Wing o Animales políticos hasta Scandal o Boss, una genial serie que es un claro antecedente de House of Cards. Si The West Wing planteaba debates más coyunturales de la política estadounidense en plena guerra con Irak, Boss también se centraba en un personaje, el alcalde de Chicago, de sugestivo apellido Kane, y lo mostraba a partir de una situación de vulnerabilidad: el diagnóstico de una enfermedad degenerativa. Eso no lo hacía perder ni un ápice de su entereza a la hora de tomar decisiones, con sus respectivas consecuencias directas sobre la vida de las personas. A diferencia de Frank Underwood, Kane pisaba fuerte en el territorio. Y la serie retrataba a los damnificados y beneficiados que sus decisiones generaban y mostraba al pueblo como una voz que Kane de alguna manera u otra tenía que escuchar. Boss es una serie más cercana a El puntero en la que pasa de todo y en todas partes, no sólo en la casa o en la oficina. House of Cards, en cambio, es su versión glamorosa y teatral. Ahí prácticamente no hay pueblo y prácticamente no hay hijos. La paternidad (o el paternalismo) está, incluso, penado por una ficción sin concesiones: los que tienen hijos son más débiles. Con esto, la serie vuela por los aires un tema ya muy trillado acerca de cómo combinar la vida privada con la pública, pero también facilita la tarea de crear personajes que no tienen que cambiar a registro tierno y pueden mantenerse en foco con una sola ambición: el poder. La actividad política, parecen decir, es 24/7 e implica una cabeza tan fría que no puede someterse a la vulnerabilidad que implica el afecto. Frank y Claire se quieren y se necesitan, pero son una sociedad que tiene un objetivo por sobre otros. Frank, en esta temporada, ni siquiera tiene amigos de la juventud. Sólo un par de hobbies para desconectar. Y el ejercicio físico, que se muestra con la constancia con la que se practica.
Si todas las series de política suelen querer mostrar que los políticos distan mucho de lo que parecen ser y pintan cierto cinismo en la toma de decisiones, David Fincher decía –cuando estaba saliendo la primera temporada– que esa percepción depende de las expectativas de la audiencia y de qué grado de ejemplaridad están esperando de los personajes de la serie: “No hay nada que no sea humano en Francis Underwood. Él creía en un sistema en el que si hacías lo correcto y apoyabas al correcto, entonces ibas a ser recompensado. Él es muy humano, muy real y muy vulnerable”, dice, no del todo de acuerdo con ese lugar común del cinismo.
Ahora, además, ya no sería algo novedoso producir algo que apunte sólo a eso. Se podría pensar que House of Cards va más allá: quiere mostrar que la política no tiene absolutamente nada que ver con la moral, como postulaba Maquiavelo hace cinco siglos. Y no necesariamente se escandaliza frente a eso.
Pero como también dice Fincher, es muy difícil pensar en House of Cards sin detenerse en la maestría de Kevin Spacey a la hora de ponerse en la piel del sureño Frank Underwood. Sus miradas escrutadoras, sus sonrisas falsas y hasta su nerviosismo medido, todo está hecho con una precisión hipnótica. Antes de meterse en el personaje, el hombre venía de interpretar a Ricardo III en teatro bajo la dirección de Sam Mendes, quien ya lo dirigió en otra de sus perlitas, Belleza americana. Spacey, además, se metió en la producción ejecutiva en el año 2010 con Red social, la película dirigida por David Fincher sobre otra forma de poder contemporáneo. La película sobre Facebook contaba con el guión adaptado de Aaron Sorkin, director a su vez de The West Wing y de otra interesante serie llamada Newsroom, que aborda el periodismo y el poder (pero está centrada en el periodismo).
Tan fuerte es la figura de Spacey que su confirmación pesó a la hora de que Netflix comprara el proyecto del modo en que lo compró. Cuando David Fincher estaba buscando inversores, Tom Sarandos, jefe de contenidos de Netflix y una de las estrellas de la industria del entretenimiento en este momento, quiso reunirse con él. Netflix, plataforma web para ver series y películas online, evidentemente estaba pensando en producir contenidos propios. “Sabía que la inversión era alta en términos del tamaño de la apuesta, pero si nosotros creemos en todas esas cosas que decimos que creemos –que la televisión está yendo a ser sobre todo on demand y sobre todo transferida digitalmente–, entonces alguien tenía que liderar esa carga. Tenía que ser algo tan bueno o mejor que cualquier cosa en la televisión”, decía en una entrevista a comienzos de 2013. Entonces, el hombre inició su investigación interna: cuánta gente consumía ficciones sobre política, de cuánto era el núcleo duro de seguidores del director y de Kevin Spacey, y con toda esa información no pudo hacer más que ir hasta la oficina de David Fincher y ofrecerle lo inesperado: la producción de dos temporadas, 26 episodios, por 100 millones de dólares y sin necesidad de hacer un piloto. La historia feliz cuenta que Sarandos se la jugó y Fincher aceptó más que feliz. Mucho más que eso. Como Netflix se propone como una nueva forma de consumo audiovisual, los capítulos de cada temporada se estrenan todos juntos. Nada de ser rehenes de las pequeñas dosis de una hora que entregan los canales de series adictivas. Ahora está todo junto, para ver en cualquier momento. A Fincher esa idea también le pareció demoledora: “Mi actitud fue ‘eso suena genial’. La televisión deviene cada vez más y más como la literatura. Me gustaría ser capaz de dejar el libro en mi mesa de luz cuando quiero. Parece la progresión natural de las cosas”.
Basta ponerse a pensar en esta modalidad de estreno y de consumo para imaginar todas las estadísticas que ya generó Netflix, que al ser una plataforma web puede medir el consumo de una manera mucho más fiable y sencilla que la medición del rating de la TV. Pero sus datos, por el momento, no son públicos.
Lo que sí se publicó esta semana es un estudio de Procera que indica que en el primer fin de semana que estuvo online (es decir el pasado), aproximadamente el 2 por ciento de los suscriptores estadounidenses de Netflix ya habían terminado la serie. También, que la cantidad de gente que vio capítulos de esta segunda temporada aumentó considerablemente con respecto a la primera.
Sin difundir demasiado, en Netflix probablemente estén contentos: son pioneros en un mercado nuevo del que hoy hablan todos. Y lo hacen de la mano de un producto político del que ni Obama quiere leer spoilers.
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