TELEVISIóN ORANGE IS THE NEW BLACK, LA SERIE REVELACIóN DE NETFLIX, PRESENTA SU SEGUNDA TEMPORADA
› Por Paula Vázquez Prieto
Cárcel de mujeres, tráfico de drogas, traiciones e infidelidades, historias de vidas desesperadas y sin futuro fuera de las rejas, todo parece indicar que vamos a ver un melodrama carcelario lésbico al estilo de las viejas películas que hicieron furor por aquí en los ’80, ésas con Camila Perissé y Leonor Benedetto, pero sin el componente trash y desbordado. Pero no, nada de eso es Orange is the New Black. O sí, un poco, pero sin la gravedad y el dramatismo que uno podría imaginar si lee la sinopsis o si se entera, además, que está basada –libremente– en una historia real. El gran mérito de la serie de Netflix, que se presentó el año pasado con gran repercusión mediática y estrenó hace unos días su segunda temporada, consiste en haber logrado el tono justo: su crítica radical al sistema penitenciario, a la Justicia y sus procedimientos, y a la normativa que rige la vida de las mujeres en esas instituciones, se ve atravesada por una mirada irónica, profundamente divertida, que permite observar ese mundo sin perder de vista injusticias y dilemas morales pero con el lúdico distanciamiento que nos autoriza la risa sin caer nunca en la parodia.
Luego de la exitosa House of Cards, un retrato ácido del trasfondo oscuro de la práctica política estadounidense en plena era Obama, con sus pactos espurios, sus escándalos de corrupción y sus manejos inmorales, este videoclub virtual que es Netfilx ha decidido pisar fuerte en la producción de contenidos audiovisuales, dislocando la lógica del consumo seriado para imponer una entrega anual única de cada una de sus series (todos los capítulos de la nueva temporada están disponibles a partir de la fecha de estreno, de manera que es el espectador quien administra cómo los va mirando), y alcanzando buenos niveles de calidad. Orange is the New Black está inspirada en las memorias de Pipper Kerman (también coguionista de la serie), quien pasó una temporada en la cárcel al ser acusada de integrar una red de narcotráfico y hoy aboga por mejoras en las condiciones de las mujeres que se encuentran en prisión. La responsable de la adaptación de la peripecia de Kerman a la pantalla, Jenji Kohan (también creadora de Weeds, la serie con Mary-Louise Parker como una ama de casa con problemas financieros que sale a flote cultivando y vendiendo marihuana en un barrio acomodado de California), hábilmente centró el relato en los dilemas de una nueva Pipper (Taylor Schilling), que unos días antes de casarse con Larry (Jason Biggs) se entera que deberá pasar 13 meses en prisión por sus pecados de juventud.
Rubia, de unos treinta y pocos, con carita de buena y algo parecida a la cantante adolescente Taylor Swift –lo que origina varios chistes–, Pipper representa un claro exponente de lo que los americanos llaman WASP: blanca, anglosajona y protestante. Los residuos de cierta frivolidad ingenua, los arrebatos infantiles por impotencia o frustración, las buenas intenciones alimentadas por prejuicios y elusión de responsabilidades definen a una mujer enfrentada con su propio pasado, aquel en el que estuvo locamente enamorada de Alex (Laura Preppon), con la que pasaba droga de EE.UU. a Europa, y vivía de fiesta en fiesta. Ese mismo pasado que vuelve cuando se reencuentra con su viejo amor en la cárcel, cuando retoman peleas y amores suspendidos durante 10 años, cuando la condena se mezcla con un deseo arrebatado de permanencia en ese limbo atemporal donde todo se magnifica y cobra dimensiones épicas.
“Prométeme que no vas a ver Mad Men sin mí”, le imploraba a su novio al entrar a la cárcel, mientras dejaba su celular, se calzaba el uniforme naranja de las “recién llegadas” y caminaba entre las rejas de ese nuevo mundo con reglas desconocidas, códigos tácitos y jerarquías inquebrantables, para intentar sobrevivir y no desesperar en el intento. Junto al retrato de esa integración forzada, angustiante por momentos, absurda y disparatada en otros, la serie nos fue revelando, a través de una serie de flash-backs, el pasado de Pipper y de todas las mujeres que conviven con ella: sus historias tristes y desoladoras se conjugan con la dinámica del enfrentamiento en un presente laxo e interminable; las algarabías se mezclan con la permanente resistencia en un terreno de lucha, de pujas internas, de lealtades y vínculos tan vitales como impensados.
Sin pretender ser demasiado original o rehuir a clichés habituales sobre abusos, maltratos, tensiones sexuales e histeria colectiva, Orange is the New Black utiliza inteligentemente ese mundo cerrado sobre la prisión de Litchfield para aguzar la mirada con atención y desparpajo sobre quienes viven allí. Presas y carceleros: ¿por qué terminaron en ese lugar?, ¿por infortunio, por castigo o por necesidad?, ¿qué será de sus vidas cuando salgan? Mezquindades y competencias internas definen el itinerario de las autoridades políticas y penitenciarias que imparten el orden y la disciplina: golpizas, aprietes y revanchas son parte de la vida cotidiana de uno y otro lado. Las internas sufren e imponen sus condiciones, los grupos buscan exponer sus demandas y reproducen lógicas sociales externas que allí se sobredimensionan, los privilegios se compran, se negocian, se pierden o se mantienen. Una transexual exige sus hormonas, un grupo de fanáticas religiosas exige el respeto a su culto; logros conseguidos y defendidos en la sociedad se filtran en ese microcosmos donde el humor permite erosionar todo supuesto incuestionable y hacer visible que ese coming of age forzado de Pipper, ya no por la vida adulta sino por la vida “verdadera”, va a estar lleno de masivos estragos.
Si la primera temporada presentó a Pipper en ese arco de pasado y presente, entre el recuerdo de una pasión temprana mezclada con la adrenalina de una vida vertiginosa, y un proyecto estable de matrimonio heterosexual y negocio de jabones aromáticos en los suburbios de Brooklyn, en esta nueva entrega encontramos a Pipper en serios apuros: convencida de haber matado a una de las internas con la que se trenzó violentamente en los corredores de la prisión, es trasladada para asistir a un juicio. Todo exuda un misterio intangible digno de la literatura decimonónica: el relato se hace jugoso a medida que se despliegan sus aristas más intrincadas y los personajes del fondo cobran un nuevo protagonismo. Las prisioneras menos visibles ahora revelarán sus historias, como ya adelantaron Kohan y algunas de las actrices en varias entrevistas. El panorama se amplía, se despliega: la libertad se torna lentamente un sueño lejano, casi intangible; la soledad se convierte en el último refugio frente a la paranoia. La sátira se hace más ácida y desencantada a medida que la conciencia del adentro se hace más omnipresente que la evocación del afuera. Como le dice Pipper a Larry cuando le cuenta que estuvo horas haciendo cola para comprar una “bagnut” (mitad bagel, mitad donut): “Me olvidé lo que significa tener tanta libertad como para desperdiciarla”.
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