De chico robaba autos, después quiso entrar en Tradición, Familia y Propiedad. No podía pisar un escenario sin varios de whiskies antes. Cuando se exilió en Italia, era telonero de Josephine Baker. Odia bailar, pero dedicó un año a preparar los temas de la escola do samba Mangueira. ¿Qué hay detrás del inalterable aspecto Dorian Gray de ese icono brasileño llamado Chico Buarque de Hollanda? A propósito de la biografía de Regina Zappa, recién editada por Gedisa, Radar se sumerge en la vida íntima del autor de Construcción y Mujeres de Atenas.
POR SERGIO KIERNAN
Allá en la punta
de Leblón, pegado al muro de piedra que cierra la ciudad carioca, vive
Chico Buarque de Hollanda. Es su enésimo departamento en Río,
el lugar donde nació, el que tuvo que reconquistar a los veinte años,
el que confiesa que hizo suyo recién en 1998. Chico vive solo: después
de treinta años de casado, se separó amigablemente y se compró
un último piso con visión de 360 grados, de la Lagoa al mar, de
la orla al Botánico. De jogging negro, sale a caminar cuando cae el sol,
confiado en el recato de sus conciudadanos, que lo reconocen siempre y nunca
le dicen nada. Porque saben que se moriría de vergüenza si lo empiezan
a saludar. A su modo, saben que este tipo contradictorio, que casi termina en
Tradición Familia y Propiedad, pero se tuvo que exiliar acusado de comunista;
que es cantante, pero no le gusta mostrarse en público; que fue monógamo
casi una vida, pero a lo largo de esos años escribió espléndidas
canciones contando levantes, quiere ser un famoso ignoto. Los cariocas le dan
el gusto a Chico, porque por algo esto es Río.
Ese sandwich de percepciones contrarias es una marca registrada del cantante
y compositor. Casi con sesenta años, Chico cambió tantas cosas
sin ir más lejos, dejó de pasar días y días
estupefacto por el alcohol, pero no cambió la madera. Sigue siendo
un sambista recatado, un brasilero callado, un esteta metido a músico
popular, un comprometido que detesta la política. Y sigue siendo un artista
que pasa de giras interminables a años de fuga, de discos primorosos
a parates para escribir novelas (Estorbo en 1991 y Benjamin en 1995).
EN ESTA CASA NO SE SAMBA
Chico, nacido
Francisco, es el menor de los tantos hijos que tuvo el gigantesco Sérgio
Buarque de Hollanda, intelectual esencial de su país, autor de Raíces
de Brasil, uno de los libros por los que hay que empezar para entender esa tierra
mulata. El chico de ojos celestes se crió a la sombra de los miles de
libros del padre, pegado al piano de la abuela, entre los polos de la bohemia
filial y la activa noción de decencia de su madre. A los dos años
de edad, empezaron las mudanzas. Primero de Río a la Rúa Haddock
Lobo, en plenos Jardins Paulistas, ya paquetes pero tan residenciales que en
el fondo de la casa familiar acampaban circos en un baldío y el pequeño
Francisco se encontró un buen día con lo real maravilloso, un
elefante que volteaba con la trompa la ropa tendida en el jardín. Después
vino un memorable par de años en el sótano de un palazzo romano,
húmedo y oscuro, que le dejaron el idioma y un gusto inacabable por la
pasta. Luego la vuelta a San Pablo, de la que sólo saldría rumbo
a Río, ya con 22 años, a punto de casarse, idolito pop de programa
musical, con el primer departamento de la lista.
La infancia de Chico no fue rara, pero si se busca la formación del poeta
y el músico, las cejas se alzan. En casa de los Buarque no había
televisión ni radio, y para saber qué se escuchaba en Brasil los
chicos se encerraban en la cocina, a escuchar la portátil de la mucama.
Había discos, sí, una mezcla hoy nada rara pero entonces peculiar
de clásicos y valsinhas, de ópera y fados y protosambas orquestadas.
Caymmi sí, Cartola a veces, pero nada de tambores: el Carnaval todavía
no era un tesoro nacional y el verbo sambar se usaba más
como sinónimo de armar quilombo que como etiqueta de género.
Los éxitos de cada febrero se escuchaban a escondidas, entre las planchadas
de la babá.
Así y todo, y sin un día siquiera de educación formal,
de esa familia salió una camada de amantes de la música. Los hermanos
Buarque son coleccionistas de discos y viven yendo a conciertos. Chico es un
ídolo. Miúcha, la hermana mayor, una cantante poco conocida pero
nada olvidable. Papá, de alguna manera, se las arreglaba para reunir
casi cotidianamente a los amigos, para beber y conversar. En la barra había
calibres como Vinicius de Moraes, por entonces un pacato diplomático,
respetable poeta y bebedor inacabable, y el cantante Noche Ilustrada, farrista
incontroladoque nunca se perdía un cumpleaños de Miúcha
y le puso a Chico su primera mulata entre manos, con la que el muchacho se pasó
la noche bailando el trencito.
Pero por otro lado estaba la formidable Memélia, la señora María
Amelia Buarque de Hollanda, que vivía entre fascinada por el desorden
creativo de su marido y alarmada por su necesidad de poner orden en el
circo. A Memélia le cabían las fiestas, los artistas, la
dosis de bohemia y el enorme gregarismo del marido (por algo se había
casado con él), pero una cosa era pasarla bien y muy otra que los chicos
se dedicaran a eso. Los hermanitos ganaban sonrisas y caramelos cantando o armando
obritas teatrales para la familia. Pero Miúcha y Chico tuvieron que pelear
a brazo partido para que Memélia no los desheredara por transformarse
en artistas.
DEL ACHAQUE A TFP
La infancia
de Chico le dejó un amor desbordado por el fútbol. Todavía
juega tres veces por semana y tiene su propio equipo el Politheama
con sus propias camisetas azules y su propia cancha, una quinta
que compró en las afueras de Río y que consta exactamente de la
cancha, vestuario, una pequeña tribuna cubierta y un barcito dado en
concesión al cuidador. No hay casa de fin de semana porque no alcanzó
el terreno. El complejo se llama Vinicius de Moraes, aunque el poetinha odiaba
el deporte por una cuestión de principio.
De la adolescencia quedaron dos episodios tan desparejos que a su manera demarcan
los polos del personaje. Por un lado, a los quince, el arresto por robar autos:
Chico y un amigo barreteaban puertas por el barrio, hacían
arrancar los autos con una tenaza y corrían picadas. Una noche los alcanzó
un patrullero y terminaron en los diarios, con bandas negras tapándoles
los ojos por ser menores de edad. Meses después, el muchacho tuvo un
ataque místico que alarmó a los Buarque. De golpe se engominaba,
usaba camisa blanca y pantalón negro, iba a misa todos los días,
criticaba a los hermanos. Memélia se la vio venir e investigó.
En el colegio, Chico y su barra se habían acercado a un cura carismático
que armaba reuniones ultramontanas, pero diseñadas para adolescentes.
Memélia armó un escándalo, al cura lo invitaron a renunciar:
poco después aparecía como fundador de Tradición, Familia
y Propiedad, grupo del que pocos saben que originariamente era brasileño.
Chico fue exiliado a otro colegio, laico, y Memélia pidió por
escrito máximo rigor para con su hijo.
La receta funcionó, ayudada por una inesperada cadena de eventos. Ese
mismo año entró en la casa de los Buarque un combinado hi-fi,
inmenso mueble alemán con parlantes forrados en tela. A los discos de
música pop italiana y francesa Jacques Brel, Edith Piaf se
les empezaron a sumar los simples de Noel Rosa, Ataulfo Alves, Dorival Caymmi.
Casi atrás, llegó un disco que cambió la vida de Chico.
Era 1959 y Joao Gilberto editaba Chega de Saudades, inventaba a batida en su
guitarra y le daba pie a la bossa nova. Yo tenía quince años
y empecé a tocar en serio la guitarra después de escuchar eso,
cuenta Chico. Lo de en serio es relativo: se conformaba con los
tonos que le tiraba Miúcha, la estudiosa.
PARA BAILAR LA BANDA
Un par de años
después, para darle el gusto a Memélia y hacer lo correcto, Chico
entró en la Facultad de Arquitectura. Sabía que no iba a
ser arquitecto, pero tenía que estudiar algo, rememoró años
después. No me planteaba la posibilidad de vivir de la música.
Chico había tocado en algún festival de la secundaria y tocaría
en alguno de la universidad, pero enfrentó al público por primera
vez en un concierto masivo en 1964, poco después del golpe militar, junto
a ilustres desconocidos como el empleado administrativo Gilberto Gil. Por entonces
apareció la moda de los festivales musicales en TV que derivarían
en engendros como Viña del Mar o San Remo. Chico presentó un tema
en uno de ellos, de TV Excelsior, con Geraldo Vandré en voz. Perdió
contra Elis Regina cantando Arrastrao,de Vinicius y Edu Lobo,
pero quedó finalista y el tema fue a parar a un disco. Por primera vez
en su vida, el joven Buarque cobraba unos cruzeiros por su música. Por
amigos, Chico pasaba temporadas cada vez más largas en Río, parando
en lo de la abuela y componiendo canciones para el teatro. Para 1966 se fue
de gira por Francia acompañando una obra teatral con banda de sonido
propia, Morte e Vida Severina. De vuelta, pasó a trabajar bajo contrato
en la TV Record, cantando casi todos los días en los programas musicales
con pibes como Caetano Veloso, Gilberto Gil, Wilson Simonal, y no tan pibes
como Vinicius.
Chico crecía. El Quarteto Em Cy y Nara Leao grababan sus temas y acababa
de conocer a un coro estudiantil rebautizado MPB4 de apuro, que lo acompañaría
durante años y años. Pero, pese a la tele, a Chico sólo
lo conocían familiares y amigos. Entonces llegó A Banda.
En 1966, el temita estaba listo para ser presentado por Nara Leao en uno de
tantos festivales. Pero a último momento, el productor decidió
que fuera Chico el que cantara, pese a su voz bajita. A Banda fue
una explosión, el tema pop del año, una locura. Chico fue elogiado
por la crítica, adorado por las cámaras, empezó a firmar
autógrafos y a esconderse de sus fans menos moderadas. El astro tenía
22 años, vivía en un antro y para dar entrevistas
fingía habitar el Copacabana Palace: la productora le alquilaba una suite
para los reportajes.
LA CENSURA NO EXISTE,
MI AMOR
Fue entonces
cuando Chico empezó a recorrer Brasil repitiendo una y otra vez su tema-emblema
(nadie quería escucharle los otros) y fue entonces cuando empezó
a beber. Los músicos de la banda recuerdan su parálisis a la hora
de subir al escenario: sin whisky, sin vodka, sin litros de cerveza, no se animaba
(hoy anda mejor de esa timidez, pero sigue sintiendo que estar de gira es parar
de trabajar, no escribir y con el único público con el que
se siente a sus anchas es con el argentino: en su recital de 1999 batió
su record histórico e hizo siete bises en Buenos Aires). La fama, sin
embargo, lo acercó a tipos como Tom Jobim, con el que empezó a
componer y ganar festivales. Con lo que vendieron sus primeros discos se compró
el primer departamento en Leblón, conoció a una joven actriz,
Marieta, con la que se casó casi enseguida. Y empezaron los problemas
con la censura.
Todavía es el día en que Chico se pregunta si sus letras tenían
algo que ni él notaba o todo era esa paranoia típica de un régimen
militar en fase feroz. Una respuesta probable es que Brasil tuvo una música
pop que trascendía el yeyeyé, y que eso registraba en la pantalla
del radar militar. Con los años, Chico ha defendido Cuba, atacado autoritarismos
diversos y levantado casos de derechos humanos, como el de Zuzu Angel (madre
de un desaparecido brutalmente asesinado, que murió en un accidente arreglado
por la inteligencia militar y mereció su canción Angélica).
Él dice que no fue mucho, que nunca militó y apenas concurría
distraídamente a alguna reunión política. Para los militares
fue suficiente para hacerle la vida imposible. El 13 de diciembre de 1968, el
gobierno militar del general Costa y Silva publicó el Acto Institucional
5, instaurando la censura previa y penas durísimas para los culpables
de subversión en los medios y la cultura. El 20, un comando civil
fue a buscar a Chico a su casa. Eran momentos en que cada día desaparecía
alguien y cada día alguien era detenido. El cantante estaba aterrorizado.
Fue interrogado todo el día y finalmente lo liberaron, con órdenes
de no abandonar la ciudad sin permiso de su interlocutor, un coronel
con el increíble nombre de Atila (no era un seudónimo, el tipo
realmente se llamaba así). Fue la primera invitación
de muchas que llegaron. Llovieron las prohibiciones de temas, los secuestros
de discos, los cierres de teatros. Caetano se tuvo que exiliar en Londres; Geraldo
Vandré, en Chile; Gilberto Gil, también en Londres; Edu Lobo,
en Los Angeles. A Chico lo invitaron a un festival en Italia en 1969. Fue por
cuatro días y se quedó catorce meses.
EL ESLABON PERDIDO
Época
dura, con Marieta embarazada de siete meses, sin dinero ni amigos. En Roma,
los honorarios del festival duraron dos meses y después hubo que vivir
haciendo de telonero de Josephine Baker muy mayor pero todavía
famosa y tocando en boites donde nadie había escuchado un tema
brasilero en la vida. Tico Bárke, como lo malpronunciaban
por allá, vivía en rigor de A Banda, que Mina había
grabado en italiano y transformado en un éxito. De vuelta en Brasil,
siguieron años de delicado equilibrio con un gobierno que gradualmente
se transformaba en dictablanda e iba perdiendo el control. Comienza
el período en que Chico se construye como formidable compositor y graba
Construcción, Chico Canta, Semáforo Cerrado, Chico Buarque, Vida
y Almanaque, para mencionar sus discos de la dictadura. Chico juega a las escondidas
con la censura del régimen, que lee manifiestos en la letra de Mujeres
de Atenas, y con los que quieren comprometerlo a contrapelo, costumbre que todavía
lo saca de quicio. Es absurda esa manía de exigirle un compromiso
político sobre su arte, dirá, defendiendo a Caetano en 1977,
plena época lisérgica del bahiano. Podría haberlo dicho
sobre sí mismo también.
Lo que construyó Chico desde entonces es una obra individualísima
y sin etiqueta. El crítico Tárik de Souza dijo que Buarque es
el eslabón perdido entre la música brasileña
tradicional (la de Pixinginha, Cartola, Noel Rosa, Nelson Cavaquinho) y la moderna
MPB. A Chico le parece un elogio: como escribió junto a Jobim en Piano
na Mangueira, su música no es de levantar polvareda, pero entra
allí donde la mulata cuelga la pollera después del Carnaval.
Una definición que le permite moverse a gusto por los arreglos modernos,
internacionales, que tocan muchas veces la vena cubana, y su voz de crooner
tradicional: Chico Buarque, años atrás, hubiera sido un favorito
de Noel Rosa, el Cole Porter carioca.
Lo notable es su vertical popularidad. Chico es reconocido y apreciado en el
morro y en el llano, y desfiló más de una vez en homenajes de
su escola de samba, Mangueira. En 1998, demostró que podía entusiasmarse:
Mangueira decidió dedicarle su desfile de Carnaval y Chico pasó
un año trabajando, desfiló en la carroza con la Guardia Vieja
los músicos y cantantes demasiado mayores para bailar el recorrido
y produjo su único disco de samba en sentido estricto, Chico Buarque
de Mangueira. Poco conocido en Argentina, ese disco es lo que hizo que Chico
se sintiera carioca otra vez. En arreglos propios, ortodoxos, rítmicos,
están los clásicos mangueirenses de Cartola y Nelson Cavaquinho,
dos mixes de sambas a la manera tradicional pero de compositores jóvenes,
el Piano na Mangueira y el estreno de un sentido homenaje a la escola,
Piso de Esmeraldas, en el que Chico exagera la gloria de Mangueira
(mi sangre cae de las venas/y tiñe una alfombra para que ella baile
es apenas la hipérbole más lanzada). Pero ni por eso levanta la
voz. Para llegar a los agudos, el controlado Chico Buarque de Hollanda llamó
a Nelson Sargento, mulato debochado que baila con la voz.
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