CINE Desde hace siglos, la pequeña localidad de Campo del Cielo, en el Chaco, casi en el límite con Santiago del Estero, ha recibido lluvias de meteoritos. Con cada piedra caída se fue acrecentando el misterio y la fascinación por este paraje lleno de rocas, que atrae y atrajo a investigadores, ladrones, arqueólogos, geólogos, contrabandistas, aventureros, narradores, cantidad de personajes obsesionados que les dedicaron la vida a estas rocas espaciales. De ellos, sobre todo de sus historias, se trata El color que cayó del cielo, la nueva película de Sergio Wolf –el director Yo no sé qué me han hecho tus ojos y de varias temporadas del Bafici–, un documental fascinante que va de lo racional a lo insano, y que, de una manera oblicua, termina hablando de la Argentina.
› Por Mariano Kairuz
El nuevo documental de Sergio Wolf lleva por título El color que cayó del cielo, como el relato de H.P. Lovecraft, pero le cabe otro del escritor de Providence: En las montañas de la locura. Porque sí, ésta es la historia de Campo del Cielo, el pequeño pueblo chaqueño ubicado en el límite con Santiago del Estero, y de las lluvias de enormes meteoritos que ha recibido históricamente en su territorio, pero, a medida que avanza el relato, se va abriendo a muchas otras historias, todas ellas relacionadas con la fascinación casi hipnótica que han ejercido estos objetos llegados del espacio sobre lugareños y extranjeros, exploradores, arqueólogos, traficantes y narradores. Personajes que se han visto arrastrados por esta fascinación a las cimas de la irracionalidad, compelidos por alguna fuerza demasiado poderosa a consagrar sus vidas enteras a cazar piedras.
Wolf estructura su película en algo así como tres grandes secuencias. Una histórica, que arranca hace 4 mil años con la caída de un meteorito de más de 800 toneladas “en forma de lluvia de fuego”, proveniente de Marte o Júpiter, contada en los hoy prácticamente olvidados relatos originarios de los aborígenes locales, los mocovíes (o mojoit), que fueron los primeros en comprender el carácter divino, mítico de estos enviados celestes. Entre los registros ajenos que nos acerca El color que cayó del cielo, podemos ver imágenes de un mediometraje hecho por el mocoví Juan Carlos Martínez, titulado La nación oculta en el meteorito, que da cuenta de esta visión de los locales, de cómo las rocas abrieron en la tierra esas huellas que se convirtieron para los mocovíes en lugares sagrados, desde los cuales es posible invocar mediante la danza, los poderes que manan de arriba. Wolf también nos cuenta la historia pionera del “oscuro teniente de fragata” asturiano Don Miguel Rubín de Celis, que en 1776 consiguió que el virrey lo autorizara a fundar un pueblo en el Chaco alrededor de la búsqueda del mítico Mesón de Fierro (una piedra gigante en forma de mesa que prometía “leguas y leguas de hierro” para explotar); un verdadero adelantado de la saga de dementes atraídos por las rocas siderales. Luego, casi dos siglos más tarde, vendrán la aventura moderna protagonizada por un célebre geólogo americano obsesionado con descubrir lo que los cráteres dejados por los meteoritos en el campo chaqueño pueden decirnos sobre el Universo; treinta, cuarenta años después, la aventura contemporánea de un mercader y traficante de piedras detrás de cuya búsqueda de (fama y) fortuna anida también una obsesión incontenible, de una naturaleza no del todo distinta a la de sus predecesores.
Para el propio Wolf –documentalista, codirector junto a Lorena Muñoz de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, sobre el misterio de la legendaria estrella del tango Ada Falcón; docente, crítico de cine, autor de los libros Cine argentino: la otra historia y Cine/Literatura: ritos de pasaje, ex director del Bafici–, el estreno de esta película en dos salas porteñas a partir del jueves 17 de este mes, representará un punto de llegada para un viaje en el que lleva embarcado casi siete años, desde que presentó originalmente el proyecto al Incaa. Tras conocer la historia de Campo del Cielo, investigó y escribió un guión, recuerda, especialmente ambicioso. “Ese primer guión incluía un montón de cosas que disparaba esta primera historia, todas las historias que no están contadas alrededor de Campo del Cielo, sus meteoritos, la NASA, las ferias de ventas, un robo insólito... Hasta incluía a un grupo de cineastas discutiendo cómo se filma un meteorito cayendo... La idea era que tuviera algo de ensayo y a la vez de película de aventuras, sobre esta gente que se obsesiona con todo esto, pero no hacer un film antropológico: yo no salí tanto en busca de los meteoritos que cayeron en Campo del Cielo, como de las mil historias que pueden contarse a partir de estos fragmentos de piedra.”
El proyecto se vio postergado por las cinco ediciones del Bafici que Wolf tuvo a su cargo, pero también por ciertas dificultades propias de lo que se proponía contar. Que eso no se puede, que faltan muchos de los elementos y de los personajes esenciales de la historia, le dijeron aquellos a quienes les contaba de su guión. Pero Wolf encontró en esas ausencias una clave para la película. “Hay algo interesante respecto del documental actual –dice–. Yo no me propongo salir a buscar temas o personajes célebres, sobre los que hay mucho contado. No podría hacer un documental sobre Walsh o Piazzolla. Y me pasó que cada vez que le contaba a alguien del proyecto, me decían que esto no se podía filmar. ¿Y cómo contar lo que no se puede contar? El documental de excavación –la ausencia de elementos, como el Mesón de Fierro, el gran meteorito perdido–- te obliga a encontrar un sistema de representación. Yo creo que hay que salir y buscar la manera de representar. La historia de los meteoritos abarca un período muy largo, de siglos, y hay cosas de las que casi no hay registro. Pero a medida que avanzás en la investigación, van apareciendo cosas, testimonios, películas y estos personajes. Una vez, en una charla que dio Eduardo Coutinho en el Bafici, una chica le preguntó por qué no hacía un documental sobre la deuda externa, y él respondió algo con lo que me identifico plenamente: dijo que no hacía documentales ‘sobre’ cosas o temas, sino ‘con’ personajes, lugares, historias... Lo que hago no es una película sobre meteoritos en la Argentina sino sobre personajes obsesivos, que son estos que, de un modo u otro, se volvieron locos buscando piedras. Y esos personajes son quienes me darán una dimensión de la Argentina. Un poco a la manera de lo que hicimos con Lorena en Yo no sé qué me han hecho tus ojos.” De manera un poco más o menos directa, más o menos oblicua van ingresando a la película esos elementos que, dice, le servían para contar el país: “Hablar de la depredación, de la depredación del territorio y su riqueza, de la depredación cultural, de los indios, del mercado”.
El hombre de ciencia, el Indiana Jones de esta historia es William Cassidy, profesor emérito del departamento de Geología y Ciencia Planetaria de la Universidad de Pittsburgh, conocido por sus trabajos sobre la Antártida como gran “repositorio” de meteoritos, y uno de los pocos expertos mundiales que había en el tema cuando llegó en los ’60 a Campo del Cielo financiado por la agencia espacial norteamericana en plena era de la carrera a la Luna. Wolf viajó hasta Pittsburgh para entrevistarlo y hacerlo recordar su paso por el Chaco y exhumar los rollos de 16mm que registró durante sus investigaciones, pero que nunca antes, hasta que se los pidió este documentalista, había visto. Pero si Cassidy, con su modo de hablar tranquilo, desde los archivos personales o universitarios, encarna el punto de vista racional del relato, no tardará en aparecer otro aventurero que es casi su opuesto, también norteamericano aunque bastante más joven; un hombre que visitó varias veces Campo del Cielo con un plan: hacerse de las rocas más grandes del territorio para hacer grandes negocios con ellas. Entra en escena Robert Haag –un verdadero showman, un vendedor, alternativamente fascinante e irritante, que se autodenomina The Meteorite Man, “el Hombre Meteorito”–, y que, mientras cuenta cómo intentó robarse el segundo meteorito más grande del mundo, se roba la película.
“¿Ves esta roca lunar? Cayó en Australia. ¿Pero es australiana? No, sólo cayó allí, viene del espacio. Eso es lo hermoso del asunto”, le dice a Wolf Robert Haag, el Hombre Meteorito, gran traficante de rocas espaciales que él mismo corta y pule con las carísimas y sofisticadas máquinas que ha instalado en su amplia casa (“mi baticueva”) en Tucson. Estas máquinas, como el sector en el que atesora y exhibe las piedras millonarias que ha decidido no vender sino guardarse para sí mismo, son su orgullo, el trabajo y el ahorro de su vida, y con todo su carisma le abre las puertas a este documentalista que viene desde la Argentina, un país que tiene para él un significado especial: acá vivió una de sus aventuras más estrafalarias.
Haag se vanagloria de trabajar sin subsidios ni ningún otro tipo de apoyos gubernamentales, de haber sido el primer explorador privado en encontrar un fragmento llegado de la Luna: de saber cuándo se puede pagar un millón de dólares por una roca (porque va a poder vendérsela por cinco veces esa suma a los clientes correctos: tal vez en partes, tal vez a un estrafalario coleccionista japonés); de poseer una suerte de detector natural para estas piezas del espacio exterior; de ser un “agente libre”. “Hay piedras que en algunos lugares no valen nada, pero las llevás a otro lado y valen una fortuna”, dice Haag. “Esto es la pallasita de Esquel. Está hecho de piedras preciosas que vienen de más del doble de la distancia con el sol”, explica, y de pronto se vislumbra en sus ojos ese destello de enamoramiento y locura que es la cuerda que une las partes de esta historia. El mismo confecciona los catálogos de sus piedras, para que en ellos pueda verse “la mágica conexión que hay entre los cielos y la tierra con las estrellas”. Pero cuando ya se está dejando dominar por este influjo del espacio exterior, inmediatamente cambia de registro y, como si no pudiera evitar hacer el chiste, dice: “¡Y aceptamos VISA y Mastercard!”.
A Cassidy, nos enteramos, los habitantes de Campo del Cielo, lo llamaban el Gran Indio Blanco y lo adoptaron un poco como uno de ellos , mientras que muchos recuerdan a Haag básicamente porque una vez, en 1990, intentó robarse un meteorito de decenas de toneladas de Campo del Cielo. “El Campo del Cielo es de Argentina?”, desafía Haag recordando aquella aventura. “No, pertenece al cinturón de asteroides.”
El relato del intento frustrado de Haag y un equipo contratado por él para llevarse la enorme piedra –el segundo meteorito más grande del mundo– del Chaco es el punto más alto de la película, su montaña de locura, una historia que ameritaría por sí sola una película. Haag y su equipo fueron detenidos en la frontera provincial por agentes que ni siquiera tenían mucha conciencia de qué era ese mastodóntico cacho de piedra que estaban contrabandeando, y las instancias relatadas por varios de los involucrados tienen algo de comedia de enredos.
“Me estaba poseyendo, era lo que siempre quise y no podía sacármelo de la cabeza”, dice Haag. “Hasta que se declaró patrimonio nacional, no estaba encuadrado que fuera delito sustraer algo que cayó del cielo”, dice un agente, y esto forma parte de la leyenda de Haag: su aventura, su saga argentina, produjo un mito, pero también legislaciones de protección patrimonial. Para quienes pudieron ver El color que cayó del cielo en su proyección en festivales, la gran revelación ha resultado ser, casi sin excepción, este personaje ambivalente al que Wolf se cuida de no encuadrar como un villano. “Una de mis consignas era la de tener cuidado en cómo ponerle la cámara encima al otro, en la asimetría que da el detentar el control de la imagen, la diferencia de poder, tal vez de clase, educación.” Esto se hace especialmente presente cuando filma a los habitantes de Campo del Cielo, pero también, dice, era fundamental evitar la impugnación automática de Haag. “No me interesa filmar a un personaje, dejarlo hablar, no discutir nada, y después hacer un linchamiento post-facto, agregando una voz en off que lo destruye. Creo que en el documental ésa es una de las peores formas de la traición, porque pone en escena el poder asimétrico del cineasta respecto de su personaje.” Haag, lo vemos, es un mercader, pero también un loco más de la cadena de personajes que ha caído bajo el influjo de estas rocas espaciales. De otra manera no se explica por qué ha decidido conservar piedras valiosísimas como parte de su tesoro personal, o por qué sigue afrontando el enorme esfuerzo de sus aventuras, cuando claramente ya ha resuelto su situación económica, probablemente de por vida.
Sobre el final, la voz en off de Wolf recapitula la larga secuencia de locura a través de los siglos que empezamos a dejar atrás, mientras la cámara mágica de Fernando Lockett –uno de los directores de fotografía más virtuosos del nuevo cine argentino– recorre, avanzando con un juego en el foco, la superficie llena de marcas, de huellas, de historia, de un meteorito; y en su relato, el cineasta se suma a sí mismo a los expedicionarios, los indios, “los cuatreros, los científicos”, acaso como un obsesivo, un loco más en la aparentemente indetenible cadena de poseídos.
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