PLASTICA. En el encuentro entre los modos de representación clásica, el artificio digital sobre la fotografía y el imaginario de la feminidad, Flavia Da Rin ofrece un estilo tan singular como fabuloso, plasmado en el paisaje y el dramatismo barroco de sus personajes. Arta Ediciones publica un libro titulado con su nombre que recoge lo más significativo de su obra entre 2001 y 2013, desde sus múltiples autorretratos fotográficos ante espejos hasta el progresivo predominio de los accesorios en sus escenas, un universo de ojos grandísimos que ilustran y asisten a rutinas, miserias y virtudes de la condición humana.
› Por Sofía Dourron
En la Pueyrredón Flavia Da Rin estudiaba pintura, le encantaban su historia, sus texturas, sus personajes, pero pintar, eso era otra cosa. Por eso, cuando un día jugaba con una cámara de fotos vieja y la pintura empezó a aparecer de otra manera totalmente diferente, todo cambió en su vida. Primero hubo algunas incursiones en la proto-selfie estilo fotolog, sesiones de fotos veladas delante de un espejo, que después se fueron convirtiendo en escenificaciones grupales de pinturas renacentistas actuadas por sus amigos. De a poco Flavia fue descubriendo que no necesitaba óleos y pinceles, sino una cámara digital y un par de programas, ahora prehistóricos, para manipular sus imágenes. Desde ese momento sus obras se ubicaron en algún lugar entre la pintura hiperrealista y la fotografía de pinturas, un poco indecisas, pero siempre cómodas en su propia piel.
El libro, recientemente publicado por Arta Ediciones, recorre su trabajo desde el 2001, cuando comenzaba a fotografiarse frente al espejo y a multiplicarse en el baño de su casa, hasta 2013, obras en las que paradójicamente Flavia ha comenzado a desaparecer, dejando en escena sólo sus accesorios. El formato del libro, estilo edición de primavera de Vogue, armoniza con las obras de la artista cual traje Chanel con collar de perlas, una combinación que nunca falla. El uso indiscriminado que hace Da Rin de los medios y códigos de la masividad –la digitalización de los cuerpos, los colores saturados, la manipulación de las escenografías– la colocan en un lugar indeterminado: así como sus obras cuelgan de la pared de una galería bien podrían escabullirse entre las páginas de cualquiera de estas glamorosas revistas. Sus paisajes artificiosos, el dramatismo barroco de sus personajes, y sobre todo su fabuloso estilo, se hubieran ganado los elogios de más de una editora de Vogue, de las de antes, las que se estremecían revolucionando el mundo de la moda.
Las referencias fashionistas pueden llevar al lector por el camino inconducente de los estereotipos femeninos asociados a consumos frívolos y cuerpos inverosímiles a los que suelen tender este tipo de publicaciones. Pero el lector se sentirá defraudado si elige recorrer este camino. Si bien Flavia se zambulle de cabeza en el imaginario de la feminidad, convierte sus códigos y sus artilugios en herramientas de su propio lenguaje. Flavia, como señala la crítica y curadora Gaby Cepeda, “no se acerca a los lenguajes de la representación femenina desde un lado estrictamente crítico”, no busca reordenar la historia del arte bajo un canon femenino, sino que se alinea en lo que Jennifer Chan describe como “artistas implicadas en el discurso de la representación femenina en la cultura popular”. La feminidad como construcción de subjetividades fluye en todos y cada uno de los personajes de la artista, ya sean mujeres, hombres, jóvenes, ancianos o Jim Jarmusch.
Mucho se ha hablado de los autorretratos de Flavia Da Rin, que posa, dirige, produce y retoca todas y cada una de sus obras. Sí, sus enormes ojos “como piletones”, así los llamó María Gainza, son inconfundibles, aunque aparezcan camuflados en el rostro de una ninfa sorprendida, de un niño fantasma o de una hipster calva. Pero estos autorretratos están lejos de los del artista que se retrata en su taller, o que se cuela en el reflejo de un espejo o en la penumbra de una escalera a oscuras. En todas y cada una de las obras de Flavia aparece Flavia, pero no es Flavia la artista, sino Flavia travestida más allá de los límites del reconocimiento. Es un personaje que vive su propia historia en un escenario pensado sólo para él, un personaje con un mundo y una subjetividad propios. No se trata entonces del retrato de una artista desafiando su propia finitud, ni un intento autorreferencial de exhibir las vicisitudes de su vida, sino los retratos de sus múltiples personalidades, los retratos de todas las Flavias posibles.
En la serie El misterio del niño muerto Flavia es: niño muerto, familiares desconsolados, familiares desinteresados, orquesta femenina y pseudoángeles del paraíso. La historia, casi un cuento de hadas vestido de luto, evoca al personaje de El Tambor de Hojalata, la novela de posguerra del escritor alemán Günter Grass llevada al cine muchos años después. Oskar, el protagonista, es un niño que decidió detener su crecimiento a los tres años, que expresa su disconformidad con el mundo a través de su tambor de hojalata y su capacidad de destruir cristales con su agudeza de soprano aterrada. Tanto la novela como la serie de fotografías (de un histrionismo descollante) están marcadas por tintes macabros e infantiles que descosen cualquier modelo de caravana funeraria estándar. Entre la fiesta y el duelo, los personajes muestran la hilacha miserablemente, mientras unos pocos lagrimean, el resto hace gala de su pobreza emocional y su avaricia, como es de esperar en cualquier familia tipo.
Si hasta aquí las obras de Flavia Da Rin evocaban escenas fantásticas, lúgubres y risueñas en igual medida, en la serie Rapada de 2009 el relato se traslada a escenarios ciertamente más realistas. Una joven blonda de larga cabellera decide deshacerse de su pelo en un único acto de rebeldía, o más probablemente en un contagio de sensibilidad hipster. Las escenas registran los pasos de la señorita calva en medio de una gran ciudad, los colores saturados son cubiertos por un filtro nebuloso, y las poses escorzadas son reemplazadas por apatía desgarbada. Una faceta más cercana a sus primeros autorretratos ante el espejo, o a las Flavias que convivían en una misma habitación, una estética que ya no vende perfumes sino diseñadores de moda japoneses y un estilo de vida urbano y multiprocesado, en el cual las emociones se sustituyen por accesorios.
Cuando los modos de representación clásicos se encuentran con la artificialidad digital, el resultado es una especie de manga prerrafaelista, de ojos desorbitantes y pieles de porcelana. En un proceso secreto y performático que invierte la esencia del autorretrato, Flavia Da Rin convoca a estos seres imaginarios a que habiten en ella y la transformen. En sus últimos trabajos, sin embargo, el cuerpo de Flavia desaparece de la escena dejando atrás una vorágine de pelucas voladoras, máscaras faraónicas y accesorios de lentejuelas que recuerdan a las pinturas hiperrealistas de Audrey Flack, parte vanitas, parte altar de adoración hollywoodense. En estos últimos trabajos Da Rin revela finalmente el artificio, exhibe el detrás de escena y lo convierte en una naturaleza muerta saturada y brillante, almidonada y lustrada hasta hacer desaparecer los materiales. Lo que se revela es también la construcción de una feminidad inocua a base de efectos especiales, una de las tantas fabricaciones posibles que se despliega en los estereotipos de consumo glotón y acrítico a los que tan acostumbrados estamos. En doce años de trabajo Flavia Da Rin ha explorado cada estereotipo y todos los colores de pelo habidos y por haber, no para someterlos a juicio oral y público, sino para arrancarlos de su condición de repetición y hacerlos únicos e irrepetibles.
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