NOTA DE TAPA
Palma de oro
Después de su última incursión en las megaproducciones con Misión a Marte, Brian De Palma recibió de Hollywood lo que Hollywood cada tanto ofrece a los grandes: la espalda. Refugiado en Francia, el hombre que quiso (y pudo) ser el heredero de Hitchcock vuelve al cine con Femme fatale, un thriller en el que cumple con sus protectores y regala uno de sus habituales cocktails excesivos: lesbianismo, Festival de Cannes, planos de Sandrine Bonnaire y química entre Ravel y el Gato Barbieri. José Pablo Feinmann se juega la cabeza y lo compara con el maestro del suspense.
POR JOSÉ PABLO FEINMANN
De Palma se hartó de Hollywood y se fue con los franceses. O Hollywood se hartó de De Palma y decidió no gastar un dólar más en sus fracasos. El desenlace de las dos posibilidades es París. Un cineasta norteamericano es alguien que puede decir con la misma certeza y calidez con que Bogart le dice a Bergman: “Siempre tendremos París”. Los franceses se desviven por recibir genios norteamericanos en desgracia. Por demostrarles a esos brutos de California que ellos, el país de las luces de la razón, entienden y cobijan lo que ellos, los mercenarios del cine-mercancía, desdeñan o, sin más, escupen. De modo que el escupido De Palma hizo las valijas y fue en busca de los bulevares por los que transitaba la Maga en esa helada, larga, pretenciosa, olvidable y olvidada novela de Cortázar. Quinientas o seiscientas (¿cuántas eran?) páginas superadas por cualquiera de sus cuentos. Pero aquí el tema es De Palma, que se parece un poco al personaje de la (hasta este instante) última película de Woody Allen: la del director de cine ciego. No sé si esa película es buena. Digo esto porque mi capacidad valorativa con el cine de Allen carece de todo rigor: todo lo que hace me gusta, y punto. Bien, en esa peli (que también, desde luego, me gustó, y en la que por si fuera poco trabajaba la exquisita Téa Leoni), Woody es un veterano del cine-mercancía que, luego de años, consigue que le entreguen un film a dirigir. Como es Woody Allen –o sea, como es un neurótico irredento–, el tipo somatiza su pánico y se vuelve ciego. Y así, ciego y patético (aunque ayudado por Téa, que no es poco), dirige el film que, coherentemente, es un mamarracho. El productor lo mira (mira en privado eso que los yanquis llaman daylies y nosotros “campeones”, y que son los fragmentos ya filmados, el día a día del film) y no lo puede creer: ha visto el peor material que haya visto en su larga y mercantilista vida de productor. El film es inaceptable y resulta un fracaso rotundo, sin retorno. Woody se hunde en un abismo depresivo del que ni Téa logrará rescatarlo... pero París, sí. Aparece su agente y le muestra unos diarios de la dulce Francia. Todos, más o menos, dicen: “El más genial film norteamericano de los últimos cincuenta años”. Woody salta de alegría, besa a Téa y exclama: “Aquí soy una basura y en París, un genio”. Saca la conclusión correcta: se va a París, donde hasta las películas que filman los ciegos (si son ciegos de Hollywood) se trastruecan en obras imperecederas. Sube con Téa a un taxi y parte rumbo al aeropuerto: “¿Trajiste el Dramamine?”, le pregunta.
Con Dramamine o no (y sin Téa Leoni), De Palma hizo lo mismo. Se fue a París y le dieron lo que quiso y filmó enseguida y el mundo entero se dispuso a recibir al De Palma francés, rescatado para la gloria y el arte por el país de Rousseau, Robespierre y Godard. De Palma hizo una peli que acabo de ver y que posiblemente sea un mamarracho, pero –en algún punto– es lo que uno espera de De Palma y no un pretencioso film de arte a la francesa. No, Brian hizo una de sus basuras más perfectas. Tan mercantil, tan porno y tan banal como una de sus inmortales obras californianas: Doble de cuerpo. Contó para semejante tarea con una actriz (francesa, conjeturo) que complejamente se llama Rebbeca Romijn-Stamos y que, no se preocupen, ya sabremos hasta el hartazgo su nombre porque la chica no pareciera detenerse ante nada. De hecho, hace todo lo que Brian le pide. Y no es poco. La tarea le exige a esta rubia deslizarse de Pamela Anderson a Meryl Streep, y volver. Tiene escenas de lesbianismo, tiene un strip-tease que culmina en sexo desbocado, se masturba con entusiasmo y llora y ríe y dice largos parlamentos con, también, entusiasmo. Un valor, vea. Brian la utiliza durante todo el film y ella se lo sostiene con la tenacidad de una actriz fogueada y dispuesta a lo que venga. Y lo que viene es mucho. Sobre todo, al principio.
Porque, cinematográficamente hablando, este film de Brian abre con una larga secuencia (que, curiosamente, no es plano-secuencia) en la que se narra un robo bajo la percusión del Bolero de Ravel con una melodía que recuerda (o más que eso) a la de Ultimo tango en París. Más francés, imposible. (Aunque el musical score lo firma un señor de nombre Ryuichi Sakamoto, que muy Termidor no da.) Brian cumple con sus protectores y les regala un impecable cocktail de lesbianismo, Festival de Cannes, planos de Sandrine Bonnaire y química entre Ravel y el Gato Barbieri. Rebbeca –en las escalinatas del Festival– seduce a una top model sólo cubierta por un laberíntico armazón de diamantes que apenas oculta algo de sus pechos, abraza sus hombros y culmina destellando en su ombligo. Rebbeca se la lleva a un lujosísimo toilette y ahí las dos se confunden en un match lésbico bellísimo. Ante todo porque ellas, Rebbeca y la top model, lo son. Pero Rebbeca es mala, muy mala. Nos lo dirá en algún pasaje de la película, aunque ya aquí empezamos a advertirlo. La top model se entrega al mordisqueo lésbico con un fervor auténtico y nuestra heroína, canalla, empieza a desnudarla. Ahora bien, desnudar a esta chica consiste en quitarle su “laberíntico armazón de diamantes”, algo que Rebbeca hace muy dulce y torrencialmente. Deja las joyas de la lujuria y el desborde sobre el piso del baño, delicadamente. Y sigue entreteniendo a la top model con un montón de cosas que a la chica parecen gustarle mucho. Tanto, como para no darse cuenta de que –desde el toilette contiguo– un negro (tan malo como Rebbeca y que, adivinaron, es su socio) estira sus manos enormes y se apodera de los brillantes para reemplazarlos por imitaciones perfectas, pero de puro, barato, infame vidrio. Rebbeca entretiene un rato más a la top model, muerde sus pezones enhiestos y sus orejas, la lengüetea con una sensualidad lenta y húmeda, le dice: “Vestite”, y se va. Se va con el negro. La top model se calza los vidrios y –como no podía ser de otro modo– uno se cae y se hace añicos y la pobre niña sale del toilette a los gritos, desesperada: “Me robaron los brillantes”.
El resto de la película no vale mucho. Sobre todo porque trabaja Antonio Banderas, que mide unos treinta centímetros menos que Rebbeca y tiene que saltar hasta para dirigirle, meramente, la palabra. Pero uno ve ese comienzo y admite que sí, que De Palma, aun en París, con técnicos franceses, hablando en otro idioma, expulsado del imperio californiano, sigue siendo De Palma. Afirmación que nos conduce a una pregunta insalvable, fundante. Si De Palma, en París, sigue siendo De Palma, eso significa que sigue siendo algo que ya fue, hay una continuidad sustancial aquí. El hombre sigue siendo porque fue. He aquí, entonces, la pregunta: ¿Quién fue Brian De Palma?
De Palma quiso ser Hitchcock. Todos queremos ser algo o alguien en la vida. O ser algo como fue alguien. Acaso esto reste originalidad, pero abre caminos tempranos. De Palma, ya de niñito, quiso ser Hitch. Y lo fue formidablemente en un film hermoso y revelador; revelador de De Palma. Uno salía de ver Magnífica obsesión (Obsession, 1976) y se preguntaba: “¿Quién dirigió esto?”. Él, Brian De Palma. Bien, seamos incómodos, irritantes, decididamente irreverentes: entreguemos nuestra cabeza a la guillotina de los cinéfilos de medio mundo. Magnífica obsesión es duramente acusada de ser un plagio no reconocido de Vértigo, ese thriller “adulto” de Hitch. Mentira. No es un plagio. Es una relectura excepcionalmente talentosa del clásico hitchcockiano. Y cuando algo resulta tan sofisticado, creativo e inteligente, es indigno endilgarle ese injurioso calificativo: plagio. Aquí va: a mí la versión De Palma me gusta más que el original de Hitch. Tiene una cinematografía gloriosa, una cámara que hizo escuela (por no decir “historia”), una gran partitura de Bernard Hermann (no superior, es cierto, a la de Vértigo, ya que jamás Hermann superó eso, ni en Magnífica obsesión ni en ninguna otra parte), Geneviève Bujold es mejor actriz que Kim Novak y Clift Robertson que James Stewart. John Lithgow, quién no lo sabe, es un actor inmenso, y los diálogos del film tienen grandes momentos. Hay uno, por ejemplo, que suelo utilizar (cuando, raramente, doyalguna clase de guión cinematográfico) como ejemplo de “efecto verbal”. Lithgow le dice a Robertson: “Tal vez no debiera preguntarte esto, pero, ¿estás enamorado de esa mujer?”. Robertson responde: “Es cierto. No debieras preguntarme eso”. No pienso jugarme la vida en poner Magnífica obsesión sobre Vértigo. Pero, ¡qué bien hizo De Palma esa película! Lo descubrí ahí, ahí anoté su nombre y ahí me juré ver todo lo que hiciera. Hizo mucho. Malo, bueno, genial, basura, oro puro, y siempre con una cámara deslumbrante que podía quitarte la respiración en cualquier momento, aun en el más inesperado, sobre todo aquí. Recuerdo haber visto Carrie con un director de cine que, en ese entonces, era mi amigo. (Tal vez todavía lo sea, pero hace tanto que no lo veo que tendría que verificarlo.) El tipo sabía mucho de técnica de cine. Yo –por esa época– no analizaba tanto la técnica cinematográfica, sobre todo porque no podía. Porque no sabía. Porque aún no había hecho una película con Aristarain. De pronto, al culminar la escena en que De Palma sigue la cuerda siniestra y sinuosa que lleva al balde de sangre que pende sobre Carrie, mi amigo salta en su butaca, me mira, veo brillar sus ojos en la oscuridad y exclama: “¿Viste lo que hizo la cámara?”. Es notable cómo hablamos de “la cámara” cuando analizamos películas. Es el estilo. El dibujo de la prosa fílmica. Uno puede decir: “La prosa de Faulkner”. Uno puede decir: “La cámara de Hitchcock”. “La de Max Ophüls.” “La de Visconti.” Y desde luego: “La de De Palma”. Ya empezamos a saber quién es.
También en 1976 Brian dirige el film que habrá de consagrarlo. Ya pasaron los años. Ya muchos de los que leen esto sólo han visto Carrie en video o por algún canal de cable o de aire en medio de abusivos cortes comerciales. Una de las ventajas de haber cumplido algunos años es que eso le permitió a uno ver ciertas grandes películas en su sala de estreno, en la exacta temporalidad en que se apoderaron de las plateas. Yo, de niñito, en Necochea, vi Psicosis. Me llevaría horas describir el clima de la sala, los gritos del público, las risitas nerviosas o los alaridos (no exagero: alaridos) de pánico cuando Norman Bates, ataviado como su monstruosa madre, irrumpe en ese sótano para acuchillar a Vera Miles y ella manotea la lámpara que cuelga del techo y la lámpara va de un lado a otro junto con la luz y con las sombras y el estólido de John Gavin entra para detener a Perkins-Bates. Era la apoteosis de la histeria colectiva. Con Carrie, algo semejante. Si De Palma quiso asumirse como el heredero del Master, aquí acaricia su sueño más que nunca.
Era 1978 en la Argentina. Un año de terror. Ese año vi Carrie. O sea, hubo cierta demora en estrenarla. Acaso tuviera resistencias entre la censura de los milicos que –como todos sabemos– no querían saber nada con los crímenes ni la sangre, en el cine. Eso era cosa de ellos, en la realidad. El film transcurre entre infinitos sobresaltos, pero de lo que yo tengo que hablar es de la escena final, del gran golpe que De Palma descarga sobre su platea erizada. Todavía no estábamos tan acostumbrados a las “vueltas de tuerca” de los thrillers o de los horror films. Faltaba para Jason, faltaba para Freddy Krueger: los villanos, cuando morían, morían. No existía ese zarpazo inesperado, esa terquedad de los malvados en seguir aferrados a la vida e incomodando la vida de los héroes que ya merecían algún reposo luego de tantas espantosas peripecias. Quiero decir: cuando uno la ve a Amy Irving caminar con un ramito de flores hacia la tumba de su amiguita Carrie espera algo, pero no sabe qué y, sobre todo, no sabe cuánto. La música es lánguida, dulzona. Hay un cartel que dice: “Aquí Carrie se quema en el infierno” y señala la tumba de la niña telekinética. Amy sigue como deslizándose, se inclina sobre la tierrita y estira sus manos para dejar ahí su ramito de flores. Bien: cuando la mano ensangrentada de Carrie surge de entre la tierra, desde el infierno, y agarra la muñeca de Amy, el cine estallaba en un aullido inenarrable. En Radiolandia (¡en esos tiempos todavía salía Radiolandia!) se publican fotos de las plateas de los cines en que se exhibe Carrie. Chicos y chicas, hombres y mujeres, hombres y hombres, chicas y chicas, gatos y perros, todos saltan sobre sus butacas y se abrazan aterrorizados buscando protección en los brazos de quien fuera que ocupara la butaca de al lado. Era un fenómeno colectivo. Un cagazo metafísico. El más puro, elemental de los terrores. Cierto es que los espectadores –en ese preciso momento del país– tenían el terror en algún soterrado lugar del alma, pese a que vivían intentando negarlo. En este caso, Carrie sirvió para que todos explicitaran el miedo que llevaban dentro, para que lo gritaran como gritarían, apenas unos días o semanas después, los goles del Mundial. Como sea, en otros países –no sometidos a dictaduras sangrientas que diseminaban terror como metodología de dominio– sucedía algo semejante. Nadie ha olvidado la mano sangrienta de Carrie White. Todos salían sintiendo o sospechando que esa mano, en algún momento, los alcanzaría. Y para qué negarlo. Seamos francos. No ocultemos las cosas insoslayables de la vida. El Dasein es el ser al que le importa su ser y es también el ser cuya autenticidad consiste en asumir que su condición esencial es la de “ser para la muerte”. ¿Qué quiso decir Heidegger con esto en Ser y Tiempo? ¿Qué quiso decir el maestro de Alemania en 1927? Que la mano de Carrie, surgiendo del infierno, del abismo de la tumba, alguna vez nos agarrará a todos y nos arrastrará hacia ahí, hacia el abismo del final.
El film de Brian era arrasador. Inteligente. Tenía una narrativa impecable. La cámara dibujaba una y mil cosas. Y tenía dos actrices irresistibles, gigantescas. Sissy Spacek, claro. Una mujercita frágil, de ojos grises y saltones, de nariz afilada, pequeña. Y Piper Laurie (Margaret White, la mamita de la nena demoníaca, tan demoníaca como ella, pero envuelta en vahos de una religiosidad tenaz, inapelable), que no era ya nadie: sólo un recuerdo leve y algo tonto del cine de aventuras de los cincuenta. Solía hacer películas de princesas y príncipes orientales (cuando Oriente, para Hollywood, era el universo de las arabian nights), acompañando a un tierno Tony Curtis. Una parejita de bobos, en suma. Reencontrar a Piper tantos años después –reencontrarla como una actriz descomunal que le disputa la película a Spacek– fue una sorpresa mayúscula y jubilosa. Porque yo la quería mucho, y de pibe –cuando la veía hacer de princesita oriental enamorada bobamente del tarado de Tony Curtis, que luego mejoraría en manos de grandes directores– me enamoraba, bobamente también (todo se jugaba en el espacio de la más esencial y pura bobería), de ella. De modo que cuando la vi en Carrie, loca, poseída por un Dios más parecido a Satanás que a cualquier otro ente, me estremeció ver el crecimiento de una actriz. Todo un espectáculo.
Este año se cumplieron veinte de la filmación de Scarface. Pacino, Pfeiffer y Mary Elizabeth Mastrantonio se reunieron, festejaron y se sacaron algunas fotos. ¿Qué festejaban? En principio, supongo, que están vigentes. Pacino sigue siendo un monstruo sagrado. Michelle (con ya cuarenta y cinco) sigue hermosísima y tan formidable actriz como siempre. (Si no vio White Oleander –aquí le pusieron un título tonto: Déjame vivir–, la culpa es suya. La escena final, lacerante, entre Michelle y la promisoria y talentosa Alison Lohman, es mo-nu-men-tal. Pero la peli no la distribuía Miramax y el Oscar se lo llevó Catherine Zeta-Jones. A Michelle la nominó el sindicato de actores. Ganó Catherine. Pero ahí estaban Miramax y Michael Douglas. Atención: a mí me gusta Zeta-Jones, pero el trabajo de Pfeiffer en White Oleander es descomunal. Sea como fuere, sospecho que a la misteriosa y apartada Michelle nada de eso le incomodó demasiado.) Y Mary Elizabeth, sin haber hecho la carrera de Pfeiffer, no se puede quejar. Siempre trabajó y siempre lo hizo bien. Pero festejaban otra cosa. El crecimiento de un film a lo largo de los años. Es hora de decirlo: Scarface es un film acaso intolerable, descomedido, dura 170 minutos, muere más gente que en todas las pelis de De Palma juntas, la interpretación de Pacino lo deja atónito a uno, no se puede creer, ¿qué está haciendo?, ¿se volvió loco?, ¿cómo puede sobreactuar así?, ¿cómo dibujar un villano tan frontal, grosero, hiperrealista? Eso no es una actuación, es un exceso. Todo el film es un exceso. Su estética es el exceso. Y uno –a lo largo de los años– luego de verla varias veces, ya que siempre en algún lado la están dando, dice: “De Palma estaba loco, Pacino estaba loco, todo era repugnantemente excesivo, pero también era excesiva la maestría cinematográfica del deliberado engendro”. Inspirada en el gran film de Hawks de 1932, con guión del gran Ben Hecht (¡qué talento tenía este tipo!) y gloriosa sobreactuación de Paul Muni, Tony Camonte se transforma en Tony Montana, uno de los antihéroes más detestables de la historia del cine. Steven Bauer (un pobre muchacho que luego no hizo nada que valiera algo) estaba formidable y Mary Elizabeth (en el papel que hiciera la bellísima y desaprovechada Ann Dvorak en la versión de 1932) se robaba prolijamente todas las escenas en que aparecía. En cuanto a Pfeiffer, flaquísima, muy jovencita, drogadicta, alcohólica, capaz, sin embargo, de enfrentar a Tony Camonte, arrojarle un vaso de whisky en la jeta y gritarle todo tipo de barbaridades que llegaban a concluir en un rabioso y terminal “Te dejo”, fue el primero de sus grandes papeles y De Palma la rescató del fracaso de Grease II.
No creo que pueda ni deba ocultarlo. Escribir es siempre descubrirse. A esta altura de estas líneas advierto que De Palma me gusta más que cuando empecé a teclear. No es Hitchcock. No llegó a las alturas de su maestro. En parte porque se consagró excesivamente a imitarlo. Pero no hay que engañarse. Nadie daba mucho por Hitch en los cuarenta y en los cincuenta. No lo olviden: nunca ganó un Oscar. No era un director “serio”. Hacía “películas de suspenso”. Era “el mago del suspenso”. Pero no mucho. Aquí interviene –una vez más– el “factor francés”. Interviene Cahiers e interviene Truffaut, que torna presentable al maestro en el mundo exquisito del cine de arte. Cuando se estrenó Psicosis fue recibida como una perfecta basura. Como un film casi televiso. Barato. Sensacionalista. Pornográfico incluso. Se veía “mucho” del cuerpo desnudo de Janet Leigh (o de quien fuera que fuese) en esa bañera sangrienta. Todo apestaba a clase B y luego pasan los años, vienen los diversos revisionismos y estamos ante una obra cuasi sagrada, con infinitos devotos que le consagran su estremecida admiración. Conjeturo que muchos de los films de De Palma tendrán o están teniendo un destino similar. Doble de cuerpo (1984, un año después de Scarface) es una delicia, una porquería exquisita, con un crimen inolvidable (matan a la chica con un taladro y vemos el taladro atravesar el techo chorreando sangre) y con la gran cámara de De Palma y la mejor actuación que Melanie Griffith dio en su vida, hipersexy, con su voz absurda y única, con sus piernas largas, ataviada a lo porno actress, con un culo preciso, ni excesivo ni escaso, que asoma entre cueros negros y unos pechos alegres y un desparpajo entrañable que repetiría en un film posterior (que la consagró) con Jeff Daniels y Ray Liotta, y luego casi nada más. Ahora se ha reventado los labios con un colágeno grotesco y se enamoró de Banderas, que, parece, la quiere, y posiblemente la ayude porque, para desdicha, sobre todo de ella, Melanie escasamente resiste entregarse a los tormentos del alcohol.
Los intocables está bien. Rescató a Sean Connery. Homenajeó a Eisenstein con inspiración, con un amor minucioso y sabio. Esa escena (la del tiroteo en la escalera) está espléndidamente filmada. Y De Niro como Capone es un festival. La escena se la robó De Palma a Nicholas Ray, quien la creó para Party Girl (con Cyd Charisse y Robert Taylor; ella, sólo ella, inolvidable en dos danzas brillantes) y la dejó en manos de Lee J. Coob, a quien, para decirlo con sinceridad, De Niro plagia u homenajea, nunca se sabe bien el límite de estas dos categorías. Demente exige que uno se entregue a los efectos y no a la historia. Lithgow, genial. La hoguera de las vanidades (1990) no era tan mala, sólo que el snobismo que pone eternamente a la literatura muy pero muy encima del cine se indignó por el supuesto agravio a la novela de Tom Wolfe.
Y luego un par de catástrofes. ¿Qué le pasó a De Palma en los noventa? Carlito’s Way es de 1994 y trabajaba ¡Jorge Porcel! (Penelope Ann-Miller estaba maravillosa.) Ojos de serpiente es de 1998 y todos se babeaban por un plano secuencia de apertura que, según Brian, duraba casi diez minutos, en los cuales, para infinita desdicha del espectador, la inquieta y siempre brillante cámara depalmiana seguía a un vociferante, sobreactuado, anticarismático Nicholas Cage. Pero (para escribir esta nota) vi otra vez esa secuencia y es una gran mentira. Tiene por lo menos siete cortes. No somos tontos, Brian. Cuando un cineasta empieza a mentir tan alevosamente, algo anda muy mal. Luego, no recuerdo cuándo, vi una peli intergaláctica. ¡De Palma en Marte! No lo podía creer. Trabajaba Gary Sinise, que es buen actor, pero lucía un peinadito idéntico al de Kevin Costner en El guardaespaldas (1992). Para qué decir más.
Creo que París le va a venir bien a De Palma. Levantó la autoestima de Jerry Lewis. La de Hitch. La de los guionistas de Cantando bajo la lluvia. La de Richard Widmark. La de Robert Ryan. (En Francia, amorosos cultores de sus justos cultos les armaban retrospectivas reparatorias.) La de Woody Allen. Y la de muchos otros. Femme fatale –el engendro que acaba de hacer– no es lo que podríamos llamar un debut feliz. “Pero todo inicio es incompleto”, decía Hegel, aunque no a propósito de De Palma. Acaso la buena compañía de Rebbeca Romijn-Stamos logre inspirarlo, despertarle ideas o matárselas para siempre. De esa chica todo puede esperarse. Pero la cosa no va a durar. De Palma hará uno o dos films más por los alrededores de la Torre Eiffel y, de pronto, un día, inesperadamente, Hollywood volverá a llamarlo, volverá a descubrirlo y hará de ese descubrimiento un muy buen negocio, ya que para eso escupe Hollywood a ciertos directores. Para traerlos de nuevo y venderlos mejor, o, al menos, venderlos otra vez. Si aquí, en medio de este regreso condicionado por las taquillas, el humor bueno o malo de los productores, el dinero que le pongan, los actores que le den, De Palma consigue hacer todavía una o dos buenas películas (no está del todo viejo: nació en 1940), es algo impredecible. Entretanto, nosotros trataremos, sensatamente, de hablar de otras cosas.