Domingo, 20 de julio de 2014 | Hoy
Nació en mayo de 1939, pero la editorial DC Comics decidió que este miércoles 23 de julio sea celebrado mundialmente “el día de Batman”. Desde el comienzo fue una criatura ciento por ciento pulp creada por la sociedad de Bob Kane y Bill Finger, casi como una relectura de Superman, su hermano y espejo. Pero –murciélago al fin y al cabo– se convirtió en un ser mucho más oscuro y nocturnal, cuya obsesión era lograr la venganza por la muerte de sus padres a manos de los peores villanos. El destino de Batman y, a partir de 1940, también el de Robin, fue el de la pasteurización de posguerra a la que lo sometería la corporación que se lo apoderó casi desde su origen, la Warner. En los ’80, y a instancias del dibujante y guionista Frank Miller, Batman recuperó su potencia más agresiva y sádica que marcaría su existencia hasta hoy, en películas, comics y otros soportes. Radar repasa sus 75 años de existencia y la actualidad del hombre que supo hacer del murciélago un animal temible y justiciero.
Por Marcelo Figueras
¿Quién le teme a un murciélago? Porque los vampiros juegan en las grandes ligas de la imaginación, pero los murciélagos son chiquitos, medio ciegos y dan más asco que miedo. (Sinónimo, siempre, de poca cosa: la pipistrela del tango –del italiano pipistrello, murciélago– es una mujer que se finge ingenua para hacer su agosto.) Convertir a una rata con alas en un símbolo temible entraña una operación cultural compleja. La academia la llama reapropiación. Es lo que hizo la minoría de color en Estados Unidos con la palabra nigger, o aquí nuestros descamisados y “negros”: tomar una descalificación y, mediante un proceso largo con algo de alquímico, transformarla en una bandera.
En el caso de Batman, esta operación se inició hace 75 años: en 1939, poco después de que los estadounidenses, alarmados por la inminencia de una guerra, consagrasen a Superman como símbolo de su poderío. Que Batman surgiese a la sombra de ese fenómeno no es un hecho inocente. Superman había sido creado por dos jóvenes historietistas, Siegel y Shuster, y Batman lo fue por otros dos: Bob Kane y Bill Finger. Pero la sociedad entre Kane y Finger fue disuelta por una traición digna de un relato de Arlt. Porque Kane aceptó a Finger como un igual e incorporó sus contribuciones. Pero cuando llegó la hora de establecer la autoría, el Caín de Kane se quedó con todo, sugiriendo que no tenía por qué ser guardián de su hermano.
Kane había sido el de la idea original. Aquel que escogió la figura del murciélago y bocetó un héroe con traje rojo, antifaz negro y alas robadas a la máquina voladora diseñada por Da Vinci. Finger fue quien cambió alas y antifaz por la capa y la máscara con orejas en punta, y eliminó el rojo del homenaje a la Pimpinela Escarlata para privilegiar negros y grises.
La noción de Batman como un caballero oscuro se la debemos, pues, a Finger, que además escribió el número 33 de Detective Comics que cuenta el asesinato de los padres de Bruce Wayne. El pobre de Finger acabó siendo una Cenicienta trágica, porque su calabaza mágica –esto es, el reconocimiento legal de su coautoría–- no había llegado aún en 1974, cuando murió.
Ya desde el comienzo, y a pesar de que ambos pertenecían a la misma compañía editora –DC Comics–, Batman fue una relectura tortuosa de la clase de héroe que Superman encarnaba.
A la hora de dotar al Hombre de Acero de un nombre terrestre, Siegel y Shuster apuntaron al glamour del cine. Le pusieron Clark por Gable y Kent por otro actor, hoy olvidado pero entonces popular: Kent Taylor. En cambio Finger apostó a la trascendencia de la historia: Batman se llamó Bruce por el independentista escocés Robert Bruce, y Wayne por el revolucionario ‘Mad Anthony’ Wayne.
Superman tenía poderes que le habían caído –literalmente– del cielo y una personalidad tirando a chata. El único riesgo que corría era leve: el descubrimiento de su doble identidad. Por eso inventaron la kryptonita en 1943, para dotarlo de un talón de Aquiles que diese a sus andanzas mayor emoción.
Batman había recibido del cielo tan sólo dos cosas: la fortuna Wayne y la tragedia. El resto del combo lo trabajó con denuedo, tanto en lo físico como en lo intelectual. Personalidad le sobraba: si para algo le servía el disfraz era para canalizar su compulsión a la violencia. Porque aquel Batman de los orígenes era una criatura pulp ciento por ciento, que no se frenaba a la hora de disparar. El mix perfecto entre Sherlock Holmes, El Zorro y Wyatt Earp: inteligente, misterioso y letal. Las palabras que Finger puso en su boca, cuando Wayne jura ante la tumba de sus padres, eran precisas. Prometía vengar (avenge) sus muertes, como Hamlet se había comprometido ante el fantasma, pero sin sufrir las dudas del Príncipe de Dinamarca. Su manifiesto es inequívoco: “Dedicar el resto de mi vida a hacerles la guerra (warring) a todos los criminales”.
Es aquí donde las reglas del mercado toman las riendas. Porque Batman no le pertenecía ya a Kane sino a DC Comics, que eventualmente fue comprada por la Warner Bros., que a su vez pertenece al conglomerado Time Warner. Lo cual significa que su destino era –y sigue siendo– manejado por una corporación. Eso explica los volantazos con que se conduce al personaje, que ya no responde al designio de sus creadores: empezando con su infantilización, mediante la introducción de Robin (1940); siguiendo con la pasteurización de su violencia, dictada por el editor Whitney Ellsworth; continuando con una línea cada vez más light, que apuntaba a sintonizar con el optimismo de posguerra.
Pero, a pesar de los intentos de esterilizarlo, Batman seguía siendo un personaje incómodo. En 1954, el psiquiatra Fredric Wertham creó un escándalo con su libro Seduction of the Innocent. Allí decía que Batman era un comic que perjudicaba a los niños por su subtexto homosexual. (¡También veía tendencias lésbicas en la Mujer Maravilla!) Pero Wertham no encontraba perversión alguna en el all American boy que Superman representaba. Y cuando el escándalo derivó en la creación de la Comic Code Authority, una oficina autocensora –porque la armaron las editoriales, para evitar que los censurasen otros–, Batman pasó a ser uno de los títulos más observados. Las apariciones de Batwoman en 1956 y Batgirl en 1961 supusieron, así, un intento de masculinizar a Batman y Robin, sospechados de ser un Dúo Dinámico dentro de la alcoba que compartían.
El Batman descremado lleva a una decadencia de la historieta. Cuando, a mediados de los ‘60, surge la idea de hacer una serie, DC Comics –es decir, la Warner– no pone pegas, porque el personaje está prácticamente muerto. Y el éxito sorprende a todos, empezando por ellos. Consagra la serie una generación –la mía– que, en la ingenuidad de sus pocos años, no percibe que se lo están tomando en joda. Para nosotros era el mismo de las historietas que editaba la mexicana Novaro y llegaban regularmente al kiosco. Pero en realidad era un Batman releído por el Richard Lester de Help! (¿Recuerdan cuando bailaba a go go?) Ahora que la serie se editará en Blu-Ray, se produjeron una serie de muñecos de gran calidad. Entre ellos hay uno del Batman de Adam West vestido como... surfer, con enorme malla amarilla encima del disfraz.
Aquella ola duró lo que todas y Batman volvió a ser tan sólo una historieta de gran calidad –eran los años de Dennis O’Neill y Neal Adams– y destino incierto, a causa de las ventas declinantes. Hasta que la angustia movió a la corporación a ser audaz. Y al promediar los ‘80, le encargaron al dibujante y guionista Frank Miller (que había resucitado a Daredevil, un héroe de segunda línea de la Marvel, pero brillaba más cuando trabajaba en novelas gráficas como Ronin) el desafío de elevar a Batman a la altura de los tiempos.
El resultado fue The Dark Knight Returns, que salió el mundo el mismo año que Watchmen de Alan Moore: 1986. Ambos comics supusieron un salto cualitativo fenomenal para el arte de la historieta. En tándem con Batman: Year One (que Miller guionó después, para dibujos de David Mazzucchelli), The Dark Knight Returns retomó el concepto inicial del Hombre Murciélago, dándole la forma que hoy nos es familiar: aquella del héroe torturado, que busca venganza y justicia... sin disimular demasiado sus tendencias sadomasoquistas.
La pregunta obvia sería: ¿cómo explicar la vitalidad de un personaje tan manoseado, al punto de encarnar valores (en apariencia) contrapuestos? Es verdad que cada tiempo pone en escena su Hamlet. Pero las palabras de Shakespeare constituyen un track que los adaptadores pueden sacudir, sin descarrilar nunca del todo. En cambio, el Batman de Adam West (el extraño caso de la parodia con sello oficial: como si la Marvel produjese una de Iron Man con Adam Sandler como Tony Stark) y el Batman de Christopher Nolan son criaturas antitéticas. (El de Tim Burton constituye un punto intermedio entre ambos extremos. La única de aquellas pelis que hoy se deja ver es Batman Returns, por la Gatúbela de Michelle Pfeiffer y el pathos dickensiano del Pingüino De Vito.)
Con Batman ocurre lo mismo que con los Beatles. Hay música beatle para cada etapa de la vida y hay un Batman acorde a cada edad. La esencia de la fascinación es simple: a todos y todas nos gustaría echarnos encima un disfraz cool, que inquiete y seduzca a la vez. Y buena parte de nosotros aceptaría la oportunidad de vapulear a cierta gente, con el bonus de no ser descubiertos.
No existe casi nadie que no aprecie a los Beatles, no existe casi nadie que no quiera ser Batman por un rato. El tema es: ¿cuál Batman? El traje negro, la capa y las orejas funcionan como un test de Rorschach: lo que proyectamos sobre el personaje nos define.
Yo sé qué Batman prefiero desde que soy adulto. Todavía recuerdo los escalofríos que sentí al leer The Dark Knight Returns. (Que llevé a la tapa de la revista que dirigía por entonces, una publicación de La Urraca llamada Caín. Elegí la imagen en que Batman tumba a Superman de una piña.) Miller volvía a la esencia del personaje: el tipo deformado por una experiencia traumática, al punto de necesitar disfrazarse por las noches para salir a golpear gente. Ese Batman es lo suficientemente listo para asumirse como un desequilibrado. (O, como lo pondría el Sherlock moderno de la BBC: Un sociópata –¿psicópata?– muy funcional) A los 55 años, se ha retirado porque se sabe un anacronismo. Pero, al mirar en derredor, sólo puede ver que todo está peor que cuando empezó; por eso rezuma amargura. (Nadie lo habría interpretado mejor, a esa edad, que el Clint East-wood que ya había jubilado a Harry el Sucio.) Miller también dinamita la convención establecida por el editor Ellsworth en 1940: este Batman goza haciendo daño y no lo esconde.
Parte de la potencia de The Dark Knight Returns pasa por el hecho de que abre la puerta al mundo real. Hasta entonces, Gotham City había sido una versión en cartón piedra de New York –a la manera en que Tim Burton la representa–, poblada de personajes caricaturescos. Allí el sistema funcionaba, pero de tanto en tanto, como en cualquier organismo, sus tejidos enloquecían y producían cánceres (esto es, villanos) o exabruptos en materia de anticuerpos. (Batman como surge, brote de glóbulos negros: una reacción defensiva.)
En The Dark Night Returns queda claro que el sistema hace agua. El mundo está manejado por las corporaciones, que también controlan los medios. (Uno de sus recursos narrativos es la sucesión de cuadritos como pantallas de TV, encargados de propalar la visión “oficial” de los hechos.) Los políticos son tan rehenes del poder económico como de las encuestas de popularidad; la policía, la Justicia y hasta las fuerzas armadas son corruptas; y el ciudadano común no tiene a nadie que defienda sus derechos.
The Dark Knight Returns y Watchmen propinaron un uno-dos furibundo a mi generación, diciendo lo mismo en simultáneo: estamos jodidos y no nos puede salvar ni Superman... porque es parte del problema. En este sentido, la demolición de las Torres Gemelas significó una confirmación. Todos los caminos que pretendan explicar las ficciones de corte apocalíptico que hoy son el mainstream de Hollywood (las relecturas del cine catástrofe con tsunamis y otras crisis climáticas; las narrativas distópicas estilo Los juegos del hambre y Snowpiercer; la resurrección de zombies y simios que saltan al tope de la pirámide alimenticia; las pelis de superhéroes donde villanos extraterrestres lo rompen casi todo), conducirán a The Dark Knight Returns por la vía del 11 de septiembre. Fue Miller, junto al Alan Moore de Watchmen y V for Vendetta, quien estableció que temblar era una reacción saludable. Desde entonces, las ficciones taquilleras trabajan sobre la sensación de indefensión que experimentamos a diario, enfrentados a un mundo que perdió racionalidad porque está bajo el arbitrio de quienes, antes que ser menos ricos que ayer, prefieren que todo se destruya.
Si el personaje sobrevivió a tantos tironeos de su capa fue porque quedó siempre en el lado erróneo de toda divisoria. Lo que define a Batman, más allá del traje cool, es la incorrección. Cuando no peca por violento, lo hace por su sexualidad equívoca. O porque es un pésimo capitalista, a quien sólo le interesa el dinero para comprarse gadgets o trajes de goma negra ajustados al cuerpo. (Bruce Wayne como el nerd original: sin amigos, fetichista y adicto a la tecnología.) O porque su sanidad mental está siempre en cuestión. (Inevitablemente, desde que, en inglés, a un loco se le dice que está bats.) O por su temperamento anárquico, que reniega de la autoridad. (Por eso las historias que lo unen a la Liga de la Justicia son siempre flojas.) O porque no responde a la razón ni al orden sino a turbios impulsos del inconsciente, que sugieren que Batman es la persona real y Bruce Wayne el disfraz.
Miller escribió y dibujó desde una comprensión profunda del potencial del personaje para alcanzar altura mítica. Su Batman molesta, perturba e incordia a todos, desde el paciente Alfred hasta el Presidente de Estados Unidos. (A quien Miller no nombra, pero le pone la cara de Reagan.) Y elige enfrentarse a los dos villanos más grandes de su carrera. El primero y más obvio es el Joker, que encarna la locura de la que apenas lo separan un par de insomnios. (La mejor película de Batman es Fight Club. Porque pone en primer plano su ethos homoerótico y sadomasoquista y enfrenta a un Batman timorato –encarnado por Edward Norton– con un Joker descarado –el Tyler Durden de Brad Pitt–, hasta que ambos comprenden que son el mismo y hacen realidad su sueño más oscuro: acabar con la civilización del dinero que los convirtió en lo que son.)
El segundo y más importante villano es Superman. A quien Miller ve como el guardián del orden establecido, que jamás cuestiona. Al final de The Dark Knight Returns, Superman y Batman se enfrentan y Batman es dado por muerto. Pero, a diferencia de la peli final de Nolan, Bruce Wayne no se va a Europa a vivir la buena vida con Selina Kyle. Lo que hace es retornar a lo hondo de una cueva –como aquellas en las que sólo viven murciélagos–, con la intención de entrenar a una banda de muchachos y muchachas, para que crezcan tan molestos como él.
La visión es neofascista, en tanto apuesta a la iluminación de un hombre y a su uso de la fuerza. Pero es difícil negar el poder de su radiografía. Nosotros, que en los últimos años redescubrimos que la política puede ser una herramienta positiva, sabemos que hay otra forma de hacer las cosas. Pero en Estados Unidos, donde Obama revela a diario su impotencia, hay tiroteos demenciales cada dos por tres y medio país cree que Dios creó el universo hace seis mil años, la visión de Miller es hoy más perturbadora que en 1986.
A los 75, Batman es más relevante que nunca. Por delante hay una nueva película que no huele bien (a juzgar por el fiasco que fue Man of Steel, nadie espera mucho de esta Batman v Superman que Zach Snyder está rodando), una serie que promete llamada Gotham, más videojuegos de la línea Arkham, un nuevo título animado (Beware the Batman), un comic relanzado y mucho más.
Pero aunque todo fracasase, no moriría. Porque hace tiempo que el murciélago salió de la cueva. Y hoy se entiende que la rata con alas no es temible por su ferocidad, sino por su cualidad de impredecible. En este sentido, Batman es un personaje deudor del Satán de Milton y el Loki de la mitología nórdica, porque no encarna el orden sino su ruptura: allí donde aparece, el caos se acelera y cobra más fuerza. Las corporaciones lo toleran porque es popular... pero no confían en él.
Aunque lo prohibiésemos de día, regresaría durante nuestro sueño. Porque siempre será el héroe preferido por aquellos que alguna vez se sintieron chiquitos, asquerosos y medio ciegos. Si algo representa Batman es el poder atávico de la imaginación para ponerlo todo patas para arriba.
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