Creador de uno de los mejores programas de televisión de todos los tiempos como Los simuladores, director de las películas El fondo del mar y Tiempo de valientes, Damián Szifron vuelve con un film que, tres meses después de ser ovacionado en Cannes y a punto de estrenarse en Argentina, ya tiene futuro garantizado en una enorme cantidad de países. Pero además de tratarse de una explosiva suma de seis historias donde el temple, la paciencia, el posible racismo y el supuesto progresismo de una variopinta cantidad de personajes son puestos en duda, Relatos salvajes habla de un enorme avance en el ejercicio de la libertad narrativa de Szifron. Apoyado en las actuaciones de Ricardo Darín, Oscar Martínez, Darío Grandinetti, Rita Cortese y Erica Rivas, este film da rienda suelta a las fantasías catárticas de una vida moderna sobrecargada de autos, ruido y furia.
› Por Mariano Kairuz
Con su tercera película, Damián Szifron hizo algo que no hace nadie en el cine argentino. Ni en el nuevo cine argentino ni en el de mayor presupuesto. Esta afirmación va más allá de las diversas reacciones que pueda suscitar Relatos salvajes cuando llegue a las salas argentinas, el próximo 14 de agosto, unos tres meses después de ser recibida con larga ovación en la competencia oficial del Festival de Cannes. Y más allá de las polémicas que pueda llegar a (y que tiene con qué) encender. Szifron, el guionista-director que creó uno de los programas más exitosos de la televisión argentina contemporánea –Los simuladores–, que no deja de darse en repetición diez años después y con el que ayudó a devolvernos la confianza en una narración nacional de género, hizo con Relatos salvajes una película que –ni costumbrismo ni contemplación ni verismo semidocumental ni comedia gruesa ni cliché del policial– no se parece a nada de lo que se filma acá.
Dividido en seis episodios que nunca cruzan a sus personajes, Relatos salvajes encuentra un hilo conductor en la puesta en escena de sucesivas situaciones de violencia, de explosión emocional y física, a menudo surcadas por cierta crispación social, por diferencias y choques de clase, agresiones e incomodidades reconocibles de la vida cotidiana. Y que lo hace mayormente sin discursear, sin sermones; amparándose en los recursos más potentes de la ficción. Sus historias son fantasías de venganza plagadas de humor negro que nos permiten o más bien nos conminan a proyectarnos en ellas, identificarnos con unos u otros personajes (e incluso a cambiar de posición en lo que dura un mismo episodio); que interpelan, ponen en tensión, sacuden; que adquieren, una a una, y también por acumulación, un efecto catártico. Relatos salvajes nos cuenta un día de furia en las vidas de varios protagonistas, cruzando varios límites sin culpa y sin reprimirse. La experiencia, tras dos horas en la butaca, es agotadora y liberadora a la vez.
Y a lo que tampoco se parece del todo Relatos salvajes es a las dos películas (El fondo del mar y Tiempo de valientes) y las dos series (la inoxidable Los simuladores y la perfecta Hermanos & detectives) previas de Szifron. Sí hay una marca reconocible, un sentido del humor, un juego en la puesta en escena y una convicción sobre los modos narrativos clásicos; pero en lo que más se emparienta con todo aquello que Szifron hizo antes es en que muestra a un autor absolutamente genuino, fiel a sí mismo, que busca contar siempre historias capaces de hipnotizar a otros, como lo hacen aquellas que lo formaron y lo enamoraron del cine en su infancia y en su adolescencia. Su obra es la de alguien que se crió viendo Volver al futuro y Rocky y Duro de matar y las películas de John Carpenter y de Brian De Palma, Coppola, Spielberg; ésos son sus modelos, sus referentes, sus padres artísticos.
“Antes que cineasta fui espectador, y buen espectador”, decía Szifron unas semanas atrás, apenas unos días antes de cumplir 39 años y convertirse en padre de su segunda hija. “Confío mucho en la mirada que tenía cuando era chico, cuando no sabía a qué me iba a dedicar. Nunca cometería el error de pensar que un chico de 10, 12 o 14 años no tiene lucidez. Por el contrario, todavía la conserva y probablemente esté a punto de perderla. A esa edad uno no juzga lo que le gusta. Y las películas que me cautivaban en aquel entonces hoy me siguen pareciendo buenas por otras razones –filosóficas, estéticas, políticas–, pero en ese momento componían un torrente de información y belleza que me llegaba al alma. Hoy, aunque sigo abierto, dispuesto a ver cosas que me sorprendan, reconozco que hay una personalidad ya configurada que se formó durante aquellos años en que iba tanto al cine con mi viejo. Y a los gustos que me fueron definiendo no los traiciono. Pero no por nostalgia o melancolía, sino por la simple razón de que yo soy, en gran parte, esos gustos.”
Relatos salvajes lleva inscripta su irrenunciable vocación narrativa en su título y en su multiplicidad, pero, aclara Szifron, “hay gente que, de forma genuina, descree o se aleja de la narración y me parece válido. No me siento tan atraído a eso como espectador porque el cine es un arte temporal. Frente a un cuadro, yo decido cuándo dejo de mirarlo y paso al siguiente. Frente a una película estoy encerrado en una sala oscura, debo permanecer callado, y si no me involucro emocionalmente con lo que pasa en la pantalla, me empiezo a exasperar. La narración tiene el poder de relativizar el tiempo. Una película extensa bien contada se siente breve, y viceversa. Por otro lado, coincido con quienes creen que en el cine importa más lo sublime que lo bello. Vértigo es sublime. Sus imágenes son inolvidables porque además de bellas, son misteriosas. Se reúnen el placer estético y el interés por el argumento. Uno quiere saber quién era Carlota Valdés, quiere entender qué está pasando, le intriga cómo va a terminar. En Blow Up, de Antonioni, en cambio, yo pierdo el interés. Los mimos jugando al tenis son lindos, pero prefiero verlos en un museo que en el cine. Los siento más cercanos a una instalación. Igual, a cada uno le gusta lo que le gusta. No me parece bien imponer ‘lo que hay que hacer’. Definitivamente no comulgo con la idea de que para ser un cineasta moderno o disruptivo hay que ir en contra de la narración, pero también me parece torpe sacarse de encima el mal llamado ‘cine de arte y ensayo’ o ser un fundamentalista del relato clásico. Enter the Void, de Gaspar Noé, es una película importante. También Vals con Bashir. En el cine, y diría que en el arte, lo que importa es la libertad. Pero la libertad según los parámetros del artista, no del crítico”.
Cuando su nueva película empiece a sumar espectadores de a cientos de miles, se dirá que es un triunfo del mainstream. “Cuando dicen que mis películas son mainstream, lo recibo como un elogio. Me encanta la palabra, incluso: ¡Mainstream! La corriente principal, la que conecta con mucha gente. A mí me gusta la gente, me interesa comunicarme con las personas. No es algo de lo que quiera escapar. Millones de espectadores ven muchos programas de televisión o películas de carácter masivo, pero inmediatamente las olvidan. En el caso de Los simuladores, y en menor medida de Hermanos & detectives y Tiempo de valientes, no hay día en que alguien no se acerque a felicitarme o a preguntarme si lo vamos a volver a hacer. Pertenecen a la cultura popular. Sería un necio si me molestara en lugar de enorgullecerme. Transformers es mainstream y Terminator es mainstream. Cuando quieren sacarse de encima ese tipo de cine, te hablan de Transformers. Sí, por supuesto, ¿quién quiere esas películas? Pero hablemos de Terminator. O de Los intocables, de De Palma. De Contacto en Francia, Tiburón, Vértigo, Los imperdonables, películas hechas por directores que trabajan en libertad, dentro de una industria que les permite llevar a la pantalla su visión y establecer una conexión muy fuerte con el imaginario colectivo de un determinado momento. Esas películas quedan para siempre en la memoria de mucha gente, y a mi criterio, mejoran nuestra existencia. Pienso que a la industria hay que sanearla y utilizarla, no destruirla o ridiculizarla. Hacer cine se parece más a levantar un edificio que a pintar un cuadro. Como arquitecto, podés ser un gran artista, pero las obras no se construyen solas.”
Coproducida en conjunto por la local Kramer & Sigman, Telefe y El Deseo (de los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar, que declararon que durante mucho tiempo estuvieron buscando un proyecto así para producir), entre otros, Relatos salvajes se vendió a casi todo el mundo. Al estreno acá le siguen, una semana después, Chile, Perú y Uruguay; Venezuela en septiembre, Brasil, Colombia y España en octubre y México en diciembre. Y luego, ya tiene asegurado su estreno en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Alemania, el Reino Unido, Francia; casi toda Europa, y también Israel, Hong Kong, India, Malasia, Taiwán, Corea, Rusia. Las reglas de juego se abren a partir de acá para Szifron, que quizá tenga la oportunidad de hacer, como siempre pero de ahora en más con los recursos de Hollywood a su disposición, películas como esas que tanto lo obsesionaron desde chico.
Antes de ser cineasta, fue espectador. Szifron ha contado innumerables veces la historia de su formación cinéfila, pero esta vez ese origen se convirtió en dedicatoria. “A mi papá”, se lee al principio de Relatos salvajes. Y es que fue su padre, Bernardo –un comerciante de materiales eléctricos con una particular habilidad para relacionarse con la gente–, quien implantó en él el amor por el cine. Hijo de polacos que llegaron al país después de la guerra, Bernardo llevó a Damián al cine desde que éste tenía tres años, a ver todo tipo de películas, varias veces por semana, inculcándole una actitud esencial frente al cine: el desprejuicio. “Si tengo que señalar una cosa esencial que me enseñó mi padre –dice Szifron– es la relación instintiva con el material que está en pantalla, la falta total de esnobismo en la mirada sobre el cine: que lo que importa es lo que está ahí, película a película. Mi papá tenía una capacidad increíble para descubrir cosas nuevas todo el tiempo. Las películas le gustaban por múltiples razones; unas por clásicas, otras por modernas, otras por disruptivas o porque hacían muy bien alguna cosa muy específica. Todas razones válidas para mí como espectador, y luego como cineasta, porque no es que para hacer algo parto de buscar la novedad. Cuando se me ocurre Tiempo de valientes, que es lo que se conoce como buddy-movie, aparece y la filmo, y no lo hago intentando modificar el lenguaje, ni cambiar el cine de un país ni llegar a Cannes ni nada; sólo la quiero hacer bien. Y de pronto, si por las mismas razones quisiera hacer algo menos narrativo, más sensorial, trataré de darle lugar a eso. A lo que aspiro es a la libertad, y esa libertad la aprendí viendo cine con mi viejo.” Bernardo Szifron no estuvo acá para ver la película que su hijo le dedicó, porque falleció el año pasado, pero su espíritu, puede intuirse, está en Relatos salvajes desde su origen. Después de su padre, Damián tuvo otros mentores, acaso el más importante fue Esteban Student, un profesor al que conoció cuando hacía el secundario en la ORT y que se convirtió en una de las figuras más influyentes de su vida: al día de hoy, dice, Student es, junto con su mujer, la actriz María Marull, la primera persona a la que les da a conocer sus guiones, quien supervisa todos sus procesos creativos; la opinión que valora incluso en la discrepancia. Hubo después otros estudios, más teóricos, pero, asegura, a la hora de ponerse a hacer, él trabaja para el espectador. “Pienso en mí como espectador, en mi viejo como espectador. Escribo y filmo para un tipo inteligente al que no conozco pero considero un par y a quien imagino que, como a mí antes de ser director, le encanta ver una buena película, sentirse intrigado, capturado, y entregarse a una historia sin pensar en qué corriente se inscribe lo que está viendo. Esa es la relación que busco establecer con la audiencia.”
Casi ocho años pasaron desde que Szifron estrenó la última producción con su firma y en ese tiempo tuvo a muchos preguntándose qué habría sido del chico maravilla de la ficción argentina. Szifron siempre dijo, con una sinceridad natural que hace imposible pensar que se está mandando la parte, que no conoce el maldito síndrome de la página en blanco, que todo el tiempo se le están ocurriendo ideas, que se le aparece una película posible cada dos días. Si Los simuladores llegó a su fin tras dos temporadas, cuando aún era un gran negocio y le pedían más, fue justamente porque se le habían dejado de ocurrir ideas espontáneamente para el equipo liderado por Peretti, y porque si no paraba, nunca iba a tener tiempo para poder filmar alguna de todas esas otras cosas que iban tomando forma en su cabeza. Tras Hermanos & detectives decidió que era hora de ponerse a escribir algunos de sus proyectos más queridos. Uno de ellos, que ya adquirió carácter de mito, es una ambiciosa trilogía de ciencia ficción existencialista titulada El extranjero. También ha contado muchas veces sus métodos para inspirarse a la hora de escribir: el anotador en la bañera o los viajes a playas y montañas alejadas y en soledad, tratando de conectarse con el universo. El proceso de desarrollo de los guiones –hay además un western que quiere filmar en inglés pero en Salta, Little Bee, y una comedia romántica, La pareja perfecta– se volvió muy demandante en tiempo de elaboración y en recursos, y mientras seguía puliéndolos, fue escribiendo algunas de todas esas otras cosas que se le ocurrían, como para soltar un poco la mano, hacer algo sin demasiadas restricciones, sin deadline, sin saber a dónde iba a ir a parar, ni si alguna vez las iba a filmar. De pronto, se encontró con que tenía unas quince historias. En algunas de ellas encontró una conexión, una cuerda común. Seis de aquellas son las que integran su nueva película.
“¿Sabés qué sos? Sos un negro resentido, ¡forro!”, le vomita el personaje de Leonardo Sbaraglia al que interpreta Walter Donado en “El más fuerte”, tercero de los relatos salvajes. Ambos se encuentran en la ruta que une Salta capital con Cafayate. No hay nadie más a la vista. Sbaraglia maneja, bastante canchero, su Audi, y pide pista; el otro va en un Peugeot destartalado. El primero se pasa de prepotente con su auto mejor y más veloz; el otro lo jode medio porque sí, porque puede, se le cruza. Más adelante habrán de encontrarse de nuevo, y por un momento todo indica que nos conducimos a una definición “clasista” del conflicto (¿el garca que se pasa de vivo o el peón que efectivamente se vuelve un resentido?) pero no: ambos se comportan como verdaderos cretinos, ambos se sacan, la escalada se vuelve imparable y fatal. La idea de un sentimiento generalizado de ira apenas contenida se respira en cada una de las distintas historias, que están protagonizadas, entre otros, por Darío Grandinetti, Rita Cortese y Julieta Zylberberg, y Erica Rivas (como la novia blanca, radiante y cornuda de la fiesta de bodas para acabar con todas las fiestas de bodas). Pero “El más fuerte” contiene de algún modo la clave para leer los extremos de toda la película: tanto los niveles de barbarie que pueden alcanzar sus protagonistas, como el tono de desparpajo en el que se sostiene el conjunto, las desproporciones caricaturescas que adquiere en su retrato de la violencia, su deliberada textura de dibujo animado (una mecha encendida, un desesperado y ridículo intento por apagarla, ¡bum!: El Coyote y el Correcaminos).
Que si se ha convertido en un misántropo, le preguntaron a Szifron, si perdió toda esperanza en el ser humano. “No, la verdad es que me considero un humanista –dijo en la conferencia de prensa de Cannes–. Creo que la humanidad va a mejorar, pero que está muy lejos de alcanzar su potencial. Que algún día las civilizaciones del futuro nos mirarán a nosotros como nosotros miramos a los hombres de las cavernas.” Y agregó, para el que quiera saber: “Yo me identifico más con el que maneja el Peugeot destartalado”.
“Pienso que esta sociedad es cada vez más incómoda para todos los que la integramos –se explaya ahora–. Incluso para gente que quizás tiene un buen pasar económico. La gran mayoría está dominada por deseos inculcados, artificiales, pierde una cantidad de tiempo descomunal trasladándose desde sus casas a sus trabajos, se compran en cuotas un auto de 600 caballos de fuerza que en las publicidades se desplazan a gran velocidad por paisajes embriagadores para después ir cada día de su vida a dos por hora por la Panamericana. Lo que me interesaba era mostrar esa insensatez, que el cine puede comunicar bien; esa tensión, ese malestar. Pero Relatos salvajes es mucho más que eso. Ahora se la está asociando con la crisis y ese tipo de cosas, pero a mi criterio lo que la película hace es trasladar esas imágenes al mundo de la fantasía, de la imaginación. Es más Cuentos asombrosos o La dimensión desconocida que una radiografía del ciudadano común. Y de hecho, para mí, escribirla fue un divertimento; surgió en los ratos libres, nunca la pensé como una obra pesada. Por el contrario, la liviandad y la frescura son sus principales fortalezas.”
Pero la película está destinada inevitablemente a provocar discusiones y cuestionamientos. Entre tanta historia gozosamente artificial, al menos dos pueden despertar controversias porque sus premisas se apegan sugestivamente a la realidad, particularmente la de Bombita (con Ricardo Darín), y la de Oscar Martínez como un padre de familia de posición acomodada, habitante de una lujosa casa sanisidrense, que debe lidiar con la alternativa de coimear y comprometer a otros para que su hijo adolescente no vaya a la cárcel tras haber atropellado a una embarazada con su auto. “Que genere cierta incomodidad, o alguna discusión, me parece bueno; significa que te hace pensar, que te invita a tomar posición. O mejor, que te resulta esquiva a la hora de tomar posición. Como en el episodio que protagoniza Oscar Martínez, donde cuesta encontrar un personaje que te represente moralmente en la pantalla. Pero no es que me propuse hacer una película polémica. Como me considero una persona noble, esencialmente afectuosa, no temo lo que pueda surgir. No le dedico ni un segundo a preguntarme cómo va a ser leído tal o cual diálogo. Yo configuro a los personajes y luego los dejo expresarse. Escucho lo que dicen y lo transcribo. El personaje que interpreta Leo Sbaraglia le grita desde su Audi ‘negro resentido’ al que maneja el Peugeot destartalado. Yo jamás diría algo así, porque no me sale del alma, pero a ese tipo sí. El personaje de Darín es distinto. Creo que nos identifica de una forma más directa, por la frustración que genera el no tener contra quién rebelarse, porque el que te está haciendo daño, el que te está robando –tu dinero, tu tiempo– no es visible, está escudado detrás de un sistema.”
A partir de la experiencia de Cannes, a Szifron se le abrieron las puertas de Hollywood. Ya le llegaron todo tipo de ofertas: para hacer la remake norteamericana de Relatos, como para que se vaya a filmar allá. En lo personal, es un momento, dice, de locura. “Hoy se me reconfiguró el panorama, al punto de que no puedo todavía ponerle fecha o prioridad a nada. Se abrieron una descomunal cantidad de oportunidades gracias a la compra de la película, que se va a ver en todo el mundo. Ahora estoy viendo qué curso les doy a las cosas, estoy capturado por el estreno de Relatos salvajes”, dice Szifron. Al menos, dice, con el tipo de proyectos que le vienen ofreciendo, ya no siente que trabajar en Hollywood tenga necesariamente que atentar contra su tan preciada libertad narrativa. Siente, incluso, a partir de muchos de los guiones que le mandan, que quienes se le acercaron parecen haber entendido la identidad de su obra. “Lo que quiero ahora es tener un poco de lucidez, todavía no es momento de decidir. Cuando empezaron a enviarme guiones decía: no, yo escribo mis propias cosas. Pero leí un par y la verdad es que hay algunos muy buenos, y algunos vienen asociados a grandes actores con los que me encantaría trabajar. Pero lo que de verdad me tienta, y que ahora aparece como una posibilidad, es, más que dirigir para afuera, escribir y producir; mi imaginación dice ojo con esto. De pronto imagino en mi destino que algunas de las cosas que escribo pueden filmarlas otros, porque, después de todo, disfruto mucho de inventar cosas, y se me ocurren muchas ideas y ya sé que no me va a alcanzar la vida para hacerlas.”
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