Besos de madre
Con una puesta mínima y tres actuaciones inusitadas, Cristian Drut indaga una estructura ancestral –la familia– para explicar un mal contemporáneo: el dolor de cabeza.
Desde su debut, hace más de diez años, Cristian Drut se ha perfilado como un teatrista inquieto. Llevó a escena textos de Arlt, Cortázar y Quiroga; obras de dramaturgos de su generación (La historia de llorar por él de Ignacio Apolo, Femenino de Javier Daulte y Señora, esposa, niña y joven desde lejos de Marcelo Bertuccio); también paseó su trabajo en festivales de Austria y Alemania, asistió a Jorge Lavelli en la puesta de ARLOC en París y este año pasó del circuito de salas independientes al Teatro San Martín con una elogiada puesta de Top Dogs, sátira del neocorporativismo del suizo Urs Widmer. Ahora, con La jaqueca, Drut propone una creación a la vez intimista e impactante, con una puesta en escena mínima y un trabajo actoral inusitado, que alcanza momentos muy intensos y también graciosos.
En el pequeño espacio de El Excéntrico de la 18, Ana Garibaldi y Miguel Forza de Paul encarnan a dos hermanos al cuidado de una madre enferma, postrada pero más que vivaz en materia de reclamos, críticas y algunos comentarios tiernos. Toda la acción se desarrolla en la cama; los hermanos sólo se detienen a preparar algún té, alcanzar un medicamento o acomodarse para descansar junto a su madre. Y lo interesante es que el trío no parece actuar sino, simplemente, ser, esfumando el artificio en la nariz de los espectadores, que se meten durante cincuenta minutos en las intimidades de ese ámbito familiar. “El proyecto surgió de la idea de trabajar con las relaciones que plantean dolores de cabeza. Así llegamos a focalizar en vínculos bien esenciales, y a un espectáculo capaz de evocar en el espectador cosas mucho más importantes que el teatro mismo”, cuenta Drut, de 30 años. “Una de las cuestiones centrales fue el hiperrealismo: lograr que los actores no hagan fuerza para actuar, porque nada está hecho para afuera. Si el público se ríe es porque alguna vez habrá escuchado algo parecido.”
La jaqueca es una gratísima sorpresa. El tono impostado y sobreactuado que prevalece en muchos actores locales brilla aquí por su ausencia, desplazado por un juego sutil de silencios, llantos y comentarios susurrados. La única del elenco que por momentos carga las tintas es la madre, pero su condición la exime de toda culpa. Apenas enfrenta a su prole, ¿qué madre –aunque no sea una idishe mame– no tiende a convertirse en una trama de halagos y reproches? La caracterización de Cecilia Peluffo no escapa a la regla: la madre que compone pasa de recordar las bondades de sus hijos pequeños a escarnecer de manera lapidaria su vida actual, que, como no podía ser de otro modo, tiene poco de agradable. En este marco, todos los personajes, por distintos motivos, padecen una jaqueca constante, que si por momentos se atenúa es sólo para regresar con más fuerza. Y el público –por proximidad física e identificación– se interna en este mundo de tonos marrones, ritmos lentos y alegrías esporádicas.
La ironía filtrada en los dardos verbales, las sentencias maternas (como la que justifica la prolongada soltería de la hija: “Ella debería habernacido en otro país”) y el cariño que pese a todo subyace en el triángulo hacen de esta noche en vela una invitación deliciosa a pesar de sus sinsabores. En la sala sobrevuelan aires chejovianos: los personajes exhiben sus zonas más grises con un grado de verosimilitud tan alto que las vuelven plenamente verdaderas y reconocibles. “Me agota ver en cierto circuito independiente un teatro que habla de sí mismo y deja de lado al espectador –dice Drut–: la situación de identificación queda afuera, como expulsada, y creo que eso tiene que ver con algo que excede al teatro mismo: el vaciamiento general de sentido hizo que ‘hablar de algo’ pase a ser mala palabra.”
La Jaqueca. Los sábados a las 23 en El Excéntrico
de la 18, Lerma 420.