Dom 12.10.2003
radar

Máxima velocidad

En su primer espectáculo propio, Los Susodichos despliegan todo su arsenal: música, baile, la vida acosada por la rapidez, el sinsentido y la enciclopedia televisiva.

“En los ensayos aparecía mucho la palabra ‘total’. Y bueno: finalmente quedó”, dice Lucas Mirvois, uno de los veinteañeros que integra la compañía Los Susodichos, el elenco que nació cuando unos nenes con ganas de actuar ingresaron a la escuela de Hugo Midón y se toparon con una maestra también joven y talentosa: Nora Moseinco. Desde entonces pasaron una década y tres obras estrenadas. Ahora, ya sin la tutela ni la dirección de Moseinco, los chicos se largaron con su primera producción propia. Y les está yendo de parabienes. Para sorpresa y alegría de sus hacedores, Total seguirá en cartel hasta diciembre gracias al público juvenil que se renueva cada viernes y disfruta a carcajadas del espectáculo.
Total conjuga música, baile, luces de discoteca, situaciones cotidianas teñidas de un humor irreverente que coquetea con el sinsentido y referencias a las telenovelas y el costumbrismo televisivo. En esta creación colectiva que dirige Ezequiel Díaz (también actor), los chicos echaron mano y llevaron a un extremo el lenguaje que mejor manejan, nacido de la fuerza de las improvisaciones, con mucho despliegue corporal y una libertad para mezclar tonos de voces, jergas, estéticas y ritmos musicales. El gesto sin duda tiene mucho de osadía y logra efectos deslumbrantes. En el comienzo, por ejemplo, un chico de look rockero se sube a una moto, cuyo motor ruge a la par de la música; está inmóvil, pero su pelo se estira ayudado por las manos de las chicas que lo acicalan. Enseguida, las tres doncellas –ataviadas con bikinis y botas de cuero negro– se lanzan micrófono en mano a cantar y bailar, en una parodia desenfrenada y sensual que genera asombro (es tal la furia de las muchachas que parecen a punto de quebrarse por la intensidad de sus propios gritos y movimientos) y también cierto pudor.
El espectáculo pasa de una escena a otra con cambios de vestuario y escenografía a la vista de la platea. Todo es rápido y fragmentado: todo está allí para ser visto, fiel a la lógica de la cultura en la que el elenco se formó. De una enérgica apertura, zapping a dos agotadas balserasa la deriva en el océano, con tiempo de sobra para plantear las asperezas de la convivencia en la frágil embarcación y lanzar guiños a la realidad de la isla, en un tono cubano que se combina sin sobresaltos con modismos porteños. En esta escena sobresale Lucila Mangone, cuya capacidad para zafar de la imagen de femme fatale del comienzo y zambullirse en el absurdo llega a su paroxismo en uno de los últimos cuadros, el del entierro, donde las lágrimas que derraman esas tres mujeres poco tienen que ver con la pérdida de una amiga.
Es ahí donde aparecen las verdaderas emociones, y también las superficialidades con que se intenta ocultar un vacío desolador. El mismo vacío que corroe a Roberto, un muchachito enajenado que permanece inmóvil en la mesa del desayuno, junto a su procaz hermana (Azul Lombardía) y su cuñado (Federico Vaintraub); mientras ellos rememoran hazañas nocturnas, él, con tono monocorde, despliega un monólogo que juega con el lenguaje, guiado por el principio de la asociación libre. “Tengo mis expectativas en cero”, dice Roberto, irremediablemente entregado a una realidad que le niega toda posibilidad de desarrollo, mientras las palabras se aceleran, el discurso enloquece y las luces se concentran en su rostro hasta desaparecer. La falta de comunicación, sus fisuras y contradicciones asoman a pleno en la cama que comparte la pareja recreada por Ezequiel Díaz y Cecilia Monteagudo. Cigarrillo en mano, la dupla nada en el equívoco y naufraga en las intenciones truncas, anticipo de algo que está por estallar y que emerge en el final, cuando las actrices se entrelazan en una sesión de lucha libre en auténtico barro, con furia propia de rugbiers. Y, como por arte de magia, la escena se transforma y el sexteto reencarna en un coro de negros, un grupo de gospel vestido con trajes improvisados que canta a las órdenes de un pastor ligeramente demente.

Total. Los viernes a las 23 en El Portón de Sánchez,
Sánchez de Bustamante 1034.

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