La llamada llegó a la madrugada. Era Maricela, la mujer de papá. “Tu padre ha muerto”, me dijo. Me impresionó no haber tenido una premonición, alguna especie de conocimiento de que iba a suceder esa noche. Usé el auto que había alquilado para manejar hasta la casa de Rhode Island. Cuando entré en la habitación estaba de costado, con la cara mirando la mesa de luz, y bajo su brazo extendido había un diccionario. Me senté en la cama, en el espacio curvado que dejaba su cuerpo. Su mano estaba blanda, pero se enfriaba. Le acaricié la espalda. Maricela se quedó parada a nuestro lado.
“¿Qué pasó?, le pregunté.
“Fue después que te fuiste. Se puso muy inquieto. Le pregunté si quería llamar al médico y me dijo que no. Le dije que iba a llamar a la ambulancia y me pidió que no lo hiciera. Me dijo que estaba muy cansado, después se acostó y me preguntó: ‘¿Tenemos los rifles exprés?’. Y le respondí: ‘Sí, John, tenemos un montón de armas’. Después me preguntó: “¿Tenemos municiones?”. Y le contesté: “Sí, John, tenemos cantidad de munición’. Y entonces me dijo: ‘¡Vamos a hacerlos sufrir!’.” Esas fueron sus últimas palabras. Era el 28 de agosto de 1987. Esa noche me senté en mi pequeña cabaña alquilada en el puerto y Harry Dean Stanton vino desde su casa, que quedaba en la misma cuadra, con shorts de jockey y botas de cowboy, y me cantó canciones de amor mexicanas con la voz quebrada por el llanto.
Papá fue enterrado en el cementerio Hollywood Forever, junto a su madre y su abuela. Jack me llevó al funeral. Fue en la capilla del cementerio. No sé quién decidió que papá debía ser embalsamado, pero le dieron una mano de pintura muy florida. Parecía benigno, aunque un poco rosado y como de cera. Su viejo amigo Billy Pearson se puso de pie en la iglesia y dijo: “John, no voy a hablar mucho tiempo porque sé que te querés ir a la mierda para sacarte ese maquillaje de la cara”. Más tarde, en la tumba, el director del funeral me dio una caja de plomo. Y le dije: “¡Es pesada!”. Y me contestó: “Su padre era un gran hombre”. A veces uno quiere llorar de pena, pero también de risa. A veces es todo lo que se puede hacer.
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