El 9 de marzo de 1977, Roman Polanski llamó y me preguntó si quería ir al cine. Me sentí halagada. Siempre lo había encontrado extremadamente carismático, de una inteligencia afilada. Nos encontramos en el delicatessen Nate’n Al’s, en Beverly Drive, pedimos sopa de pollo y después me metí en su coche y fuimos a ver la película de Lina Wertmüller Pasqualino Settebellezze. Después, cuando Roman me dejó en el parking del restaurante, me pregunté mientras miraba desaparecer las luces de su coche por Beverly Drive si sería cierto que todo lo que pasaba en la vida de Roman se transformaba en una tragedia.
A la tarde del día siguiente fui a la casa de Jack (Nicholson) a armar unas cajas. Entré por la cocina y vi, en una banqueta, algunas cámaras y una chaqueta de denim que vagamente reconocí como la que Roman había usado para ir al cine la noche anterior. Entré al comedor y doblé la esquina hacia el living. El ventanal me daba una vista del parque y la pileta. El living estaba vacío. La casa estaba silenciosa. Grité: “¿Hay alguien en casa?”, hice una llamada telefónica breve a un amigo y después volví a entrar en la casa. El jacuzzi estaba afuera de la suite de la habitación del piso de abajo y un poco más adelante en el pasillo estaba la sala de la televisión. Esa puerta se abrió un poco.
Una voz que reconocí como la de Roman contestó “¡ya salimos!”. Volví al living. Poco después, Roman apareció con una chica; me la presentó y me dijo que habían estado sacando fotos. Big Boy, nuestro perro, estaba sentado sobre la alfombra y se levantó para saludar a la chica, moviendo la cola. Ella me preguntó si era macho o hembra. Usaba plataformas y parecía muy alta. Roman agarró su chaqueta y sus cámaras y se fueron juntos. No pensé más sobre ellos.
La noche siguiente estaba otra vez en la casa de Jack en Mulholland. Mi atención se desvió a lo que parecían luces de linternas bajo la ventana, en el jardín. Jack había instalado una reja muy grande hacía pocos meses, repleta de cámaras y con alambre de púas, así que era raro que hubiese gente en la propiedad. Me acerqué a la ventana grande al tope de las escaleras y pude ver claramente a un grupo de hombres parados bajo la luz del porche. Roman estaba entre ellos. Tocó la puerta y el timbre. Preocupado, bajé y abrí la puerta. “¿Qué pasa?”, pregunté.
“No es nada”, me dijo Roman. “Solamente una confusión sobre anoche, estos caballeros quieren echar una mirada, si es posible.” Me sorprendí y no pensé en preguntar si tenían una orden de allanamiento.
Mantuve la puerta abierta y entraron tres o cuatro hombres. Eran detectives de civil. Uno de ellos, un policía de pelo color arena, era más agresivo que los demás. Otro, joven, era más comprensivo. Recorrieron con sus linternas las habitaciones de la planta baja y después el de pelo color arena iluminó unos papeles enrollados en un cenicero. “Será mejor que me muestre las drogas”, me dijo. “Si no, vamos a destrozar la casa.” Los llevé al piso de arriba y les mostré un poco de marihuana que guardábamos en un cajón. En ese momento empezaron a revisar mi cartera, donde encontraron un gramo de cocaína. Eso les pareció evidencia suficiente. Roman y yo fuimos conducidos cada uno a un patrullero diferente. Estábamos arrestados.
Roman y yo nos cruzamos cuando nos llevaban para hacer el ingreso en la comisaría. Me dijo: “Lo siento mucho, Anjelica”. Me llevaron a ser fotografiada y el policía me ayudó a sacarme el saco de piel de lince antes de tomarme las huellas digitales. Me habían permitido llamar a uno de los managers de Jack, Bob Colbert, para que pagara mi fianza. Me dijeron que lo apurara porque si no me iban a enviar a la cárcel del condado. Eran las dos de la mañana. Misericordiosamente, Bob Colbert apareció con el efectivo. Le resultó casi imposible procurarse miles de dólares en el medio de la noche, pero gracias a Dios lo logró.
Después de eso hubo artículos periodísticos, fotos, repercusiones. Roman fue acusado de abusar sexualmente de una niña de 13 años en la casa de Jack. Fue una época horrible. El 9 de agosto, un diario publicó que mi testimonio sería muy importante porque había visto a Roman y a la chica en la habitación, un factor crucial para el caso. Esto dolió más que todo; no fui testigo de nada inadecuado y nunca había visto a Roman y a la chica en la habitación. Un fiscal había dicho que yo declararía como intercambio por mis cargos de posesión de drogas, algo improcedente porque el allanamiento había sido ilegal. Finalmente, mi testimonio nunca fue requerido.
FRAGMENTOS DE A STORY LATELY TOLD (2013) Y WATCH ME (2014), LOS DOS VOLÚMENES DE MEMORIAS DE ANJELICA HUSTON, INÉDITOS EN CASTELLANO.
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