Dom 08.02.2015
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> THE BASEMENT TAPES

CUANDO EL CANTO ECHABA A RODAR

Se podría decir que todo empezó con aquel acetato con veinte temas que Dylan cedió para que grabasen otros artistas en 1967. Pero en realidad todo empezó antes, en el sótano de Big Pink, la casa que alquilaron algunos de los integrantes de su banda para estar cerca suyo, mientras tenía que terminar un documental sobre su última gira. Aunque, en realidad, todo realmente empezó aún mucho antes, con el mítico accidente de motocicleta que detuvo el mundo del hombre al que su público acusó de Judas justo cuando parecía que todo conducía al desastre, y le permitió barajar y dar de nuevo. Se podría seguir hasta el infinito con estos comienzos virtuales cuando se habla de Bob Dylan, en general. Y de The Basement Tapes, en particular, el secreto peor guardado de la historia del rock, la grabación encontrada que comenzó con la industria moderna de los discos pirata, la respuesta desde las raíces de un Dylan que ya no era como un canto rodado, a ese flower power que parecía haber conquistado al resto del mundo del rock. Todo eso y mucho más fueron, y son, The Basement Tapes, el low fi original, las grabaciones que Dylan y sus Hawkes –luego The Band– realizaron entre 1967 y 1968 en sus hogares en Woodstock, sin pensar en editarlas, ni en que nadie las escuchase salvo ellos y sus amigos. Pero de a poco la bola de nieve empezó a crecer. Después de todo, Dylan había estado casi dos años sin editar un disco, una eternidad en aquellos tiempos pop en que las bandas podían llegar a sacar dos por año. Para colmo, cuando volvió a hacerlo, su música había olvidado aquel sonido mercurial de Blonde on Blonde y abrazado en cambio el ascetismo de John Wesley Harding. Mientras tanto, su público había ido escuchando resabios del viejo Dylan en canciones que comenzaron a aparecer durante su ostracismo, pero cantadas por otros. Canciones que habían sido grabadas en aquel sótano –que, en realidad, primero fue un cuarto rojo en la casa de Dylan, que tal vez para honrar una historia con tantas vueltas ya no era más rojo, pero había conservado el nombre– y comenzaban a encontrar un camino propio. Tanto quería la gente ahora a ese Dylan al que antes le habían gritado Judas, que aquellas grabaciones de muestra para versiones ajenas se terminarían convirtiendo en el primer disco pirata de la historia, mientras una aún incipiente revista Rolling Stone pedía a gritos que fuesen editadas oficialmente. Un deseo que tenía como grito de guerra una de las extraordinarias canciones enterradas, “I Shall Be Released”, que terminaría siendo un clásico de su repertorio incluso antes de tener su edición oficial. Además de ser un mito del que Dylan nunca quiso hablar, y mucho menos editar, aquellas Basement Tapes fueron primero canciones en boca de otros –incluso por The Band, que revelaron tres de las más emblemáticas en su debut, Music from Big Pink–, luego disco(s) pirata(s), y recién casi una década después álbum oficial, en una versión maquillada por Robbie Robertson, que aun así cautivó tanto a un joven Tom Waits que siempre supo celebrarla como uno de sus discos preferidos. Pero lo que los fanáticos siempre quisieron fue poder escuchar todas las Basement Tapes, y en su formato original, sin sobregrabaciones. Algo que casi milagrosamente recién a fines del año pasado finalmente sucedió, cuando el set fue incluido dentro de la monumental Bootleg Series del catálogo de Dylan. Y el resultado es maravilloso. No sólo es posible escuchar tema tras tema cómo aquel sonido mercurial deviene en lo que años después sería denominado alt-country sino que están todas las canciones, empezando por la original “I Shall Be Released”, criminalmente dejado afuera de la edición de 1975, con la excusa de que ya había encontrado su lugar en el Greatest Hits Vol. 2 de 1971. Aunque por acá se editó la versión en dos CDs, que es suficiente para satisfacer a cualquier recién llegado, la edición completa importada en seis CDs contiene 137 canciones, 30 más de las que cualquier coleccionista obsesivo –como Greil Marcus, por ejemplo, que escribió todo un admirable libro sobre ellas, Invisible Republic– había escuchado jamás durante los 47 años que separaron el registro sonoro original de su edición oficial. Un logro que sólo terminó de ser posible gracias a la obsesión de los piratas discográficos, que mantuvieron vivo durante casi medio siglo un big bang musical que, si fuese por el interés que demostró el propio Bob Dylan, hace tiempo que no hubiese sido ni big ni bang.

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