› Por Caetano Veloso
Gil es un gran inventor sin patente. Su inmensa vanidad ejercida con demasiada modestia y su desprecio inocente por la propia grandeza son sus dos fases de esa luna medio negra y medio escondida que es la música de su persona. Luna que, mientras tanto, brilla hasta que me hace doler en los ojos. ¿Cómo hablar de un meta-hermano, de un compañero de amor y guerra que no merece ser llamado “amigo” porque la palabra “amigo” no lo merece?
Supongo que Gil inventó el samba-jazz-fusión y la tonada (toada) moderna –cosas que no le interesan–. El también creó el neo-rock’n’roll brasileño y la nueva cultura musical afro bahiana –que le interesan mucho, pero cuya paternidad no reivindica y cuya responsabilidad no aparece en lo que se permitió hacer después–. No mira hacia atrás. Es por eso que casi cedo a la tentación de no mencionar la palabra “tropicalismo” en este texto. De hecho, sería más correcto y más vivo discutir con Gil el sentido de su proyecto de tomar el toro por las astas en relación con la música como producto de mercado –proyecto que culminó en el LP Realce (que tanto me desagradó y que si no hubiera existido yo no habría hecho mi Velô)–.
¿Qué significa el actual trabajo de Gil a la luz de sus preocupaciones más recientes, que datan de lejos, de antes de que se dedicara a la política? Sería mejor hacer preguntas así que caer en esa conversación del “tropicalismo” como acontecimiento de máxima importancia en la cultura brasileña. Conversación ridícula que solo sirve –en su distorsión de perspectiva– para entretener a los superficiales y refrendar la mediocridad.
Pero miro hacia atrás. El Tropicalismo fue el nombre que ganó el resultado de nuestra ambición, en el ‘67, de cambiar la actitud con relación a la estética, a la política y al mercado de la música popular en Brasil. Queríamos liberarnos de esa mezquindad y de esos prejuicios. Vuelvo aquí a mirar a ese período porque tal vez pueda traer de allí una mejor comprensión de los intereses actuales de Gil, transmúsico, dividido entre el mercado y la política. En 1966 Gil expresó su inquietud y su impaciencia en relación con el modo de encarar el trabajo. Habló de los Beatles y del hambre en el Nordeste (había pasado unos meses en Recife), de la violencia de la dictadura militar y de la cultura de masas: ya no podíamos mantenernos más en el mundo protegido de la “izquierda” pos bossa nova. Nos habló primero a los íntimos –Capinam, yo, Gal, Torquato, Guilherme Araújo, Rogério Duarte–. Y luego a los colegas en general. Eso ocurrió en reuniones (hubo más de una) citadas por el propio Gil. El creía firmemente que todos entenderían y que sus ideas harían nacer un movimiento que fuese de todos.
Gil no fue entendido por los que le prestaron alguna atención. Esa atención era tan escasa que ni sé cuántos de los involucrados todavía se acuerdan de tales reuniones. Pero existieron y son un punto importante de mi comprensión de aquella época. Y también de mi comprensión del Gil hoy. Ser músico fue siempre para él una banalidad (cuando el dueño de un bar le preguntó a Billie Holiday si sabía cantar, ella, que estaba buscando empleo como bailarina porque se estaba muriendo de hambre, respondió: “Claro, quién no sabe cantar”. Era inherente a ella: no daba trabajo, no era trabajo, no podía dar dinero): él quería discutir lo que rodeaba a la música; quería planear una estrategia política, con todos nuestros colegas, de interferencia en el mercado que provocase una desprovincialización y modernización de Brasil. Su oído privilegiado, su talento fitzgeraldiano de improvisador, sus dotes de guitarrista, todo eso –a sus ojos– podía ser despreciado. (Y, sin embargo, si alguien quisiese reconstruir la historia de la guitarra brasileña y se saltase el nombre de Gilberto Gil, sería como saltarse los nombres de Dorival Caymmi, João Gilberto y Jorge Ben, y así esa persona no se habría enterado de lo que ocurrió con ese instrumento en Brasil.) Así, es en el sentido de aquellas reuniones del ’66 donde debemos buscar tanto el Tropicalismo del ’67 como el intento de Gil de ser candidato a intendente de Salvador (abortado por la provinciana mezquindad local).
Gil me dijo un día que, en vez de refinar su percepción armónica, quería terminar tocando un tambor. Bien, si soy algo en la música, se lo debo absolutamente a él. Sé que él no tendría mucho de qué enorgullecerse si reconociese su condición de maestro. Pero no: finge para sí mismo que es mi discípulo y se enorgullece hasta de lo que yo no sé hacer.
Gilberto Gil es un hombre que puso a los Filhos de Gandhi de nuevo en la calle con una canción. El da de más y no cobra. Si querés aprovecharte de esta situación y seguir adelante, todo bien. Pero te aviso: si pensás que podés prescindir de la visión que él instauró, perdés el tren bala de la Historia actual.
Presentación del Songbook Gilberto Gil, Editora Lumiar, Río de Janeiro, 1992.
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