> ENTREVISTA A GRACIELA ITURBIDE
› Por Angel Berlanga
“Ya casi no fotografío gentes, ya casi no trabajo con personas”, dice Graciela Iturbide, y eso tiene cierta correspondencia con el puñado de trabajos que eligió para exponer en Aquí nos vemos, unos extraños árboles retratados en Mozambique o en Mérida, parte de la serie “Naturata”, y aluviones de aves que casi tapan el cielo, de otra de sus series, “Pájaros”. “Me encanta Buenos Aires”, dice, y calcula cinco viajes anteriores, desde el primero que encaró, por 1973, junto a un grupo de escritores y artistas con los que recorrió América latina, hasta los que hizo para un par de exposiciones en el Recoleta (1989 y 2008). “También hice un viaje para fotografiar a Juan José Saer, me contrataron de Libération –recuerda–. Lo estuve leyendo antes de conocerlo, porque dije ‘qué vergüenza llegar y no saber nada’; era absurdo, porque pudieron haber contratado a un fotógrafo de aquí. Han de haber pensado los franceses que con dos horas de viaje en Latinoamérica se llega a cualquier sitio, ¿no? Pero bueno, vine, y tuve suerte, porque incluso de casualidad me tocó vivir en un hotelito frente a la casa de Borges, al que él iba a tomar café. Luego fui a Santa Fe y fotografié a Saer en una especie de campo, o hacienda, con todos sus amigos, poetas y escritores.”
Sus trabajos de los últimos años tienen que ver con lo que encuentra en sus viajes, con los hallazgos que la sorprenden, dice. Anda, también, en constante búsqueda de rituales. “Eso fotografié mucho en México, pero ahora es difícil ir a las comunidades, por el narcotráfico –explica–. Antes viajaba sola: incluso en el coche me iba hasta Juchitlán, que son como diez horas de viaje desde el Distrito Federal, y no había ningún peligro. Pero ahora, imposible; allí hay narcotráfico y es muy difícil, a pesar de que yo vivo en las casas de ellos, me cuidan.” Su serie de mujeres retratadas en Juchitlán, entre 1979 y 1988, es increíble: “Eso fue una maravilla, estar con esas mujeres de este tamaño de gordas, que beben y te cuentan cuentos eróticos –dice–. En esa época leía libros sobre Eisenstein, que en los años 30 hizo ahí algunas tomas de ¡Que Viva México!, en un momento en el que también va Cartier-Bresson, y van muchos poetas. Luego se queda vacío y después regreso yo.”
Viajes: a la India hizo cinco, del que salieron entre otras cosas dos libros, India México-vientos paralelos, en coautoría con Sebastiao Salgado y Raghu Rai, y No hay nadie: “Porque allí, que hay tanta gente, me puse a fotografiar lo simbólico”, dice, y cuenta que tiene muchísimo material, y que piensa volver.
Claro que le han preguntado muchísimo sobre el blanco y negro en sus fotos, y ahí salta la figura de Manuel Alvarez Bravo, su maestro: “Un poeta, que tenía su tiempo, un tiempo mexicano muy poético –dice–. Amaba profundamente la fotografía pero más la pintura, la música, el arte popular. Tuve mucha suerte de que fuera mi maestro”. Fue su asistente a comienzos de los 70, pero mantiene con él un cariño entrañable. Blanco y negro: con él empezó en blanco y negro, y se acostumbró a abstraer, dice. Sigue con cámara analógica, pero sospecha que él, de estar vivo, experimentaría con digital. “Pero he hecho un libro de santuarios a color, un encargo, y me di cuenta de que me gustaba el color –explica–. Y también cuando fotografié el baño de Frida hice un portafolio en blanco y negro y otro en color. De todos modos, mi cerebro y mi corazón están acostumbrados al blanco y negro.”
Alguna vez escribió sobre Alvarez Bravo, dice. Antes de conocerlo quiso ser directora de cine. Y escritora. “Yo escribo mis sueños –cuenta–. Incluso tengo sueños premonitorios, de repente, sobre la fotografía. Yo un día soñé que había un campo donde estaba un señor con un azadón que decía: ‘En mi tierra sembraré pájaros’. Luego voy a una isla donde había puros pájaros, y tomé fotos, sin acordarme del sueño. Y cuando revelo veo al personaje que había soñado, rodeado de pájaros. Cositas así, de repente, que sueño. Y los escribo porque tienen mucho que ver con mi vida. Ahí está la continuación de lo que hemos vivido. O mis angustias. Siempre ando buscando mi casa, que no la encuentro. Siempre digo: ‘Ay, aquí a tres cuadras del terreno que compré, en el que mi hijo hizo mi casa, estaba el mar. ¿Por qué no me fui al mar?’ Y es imposible, porque yo vivo en Coyoacán”. Es un sueño recurrente, dice, que la tienta a volver con Mario, el analista que la ayudó años atrás a superar una depresión muy fuerte. “Es que yo tuve una pérdida, de una hija, cuando tenía seis años: ahora lo puedo contar, antes no podía –dice–. Yo creo que no me volví loca por la fotografía. Porque ahí empecé a sacar todos mis problemas. De hecho me pasó una cosa terrible, terrible. Después de que murió Claudia empecé a sacar fotos de angelitos, que es como se les llama en México a todos los niños muertos. Iba a los panteones de pueblo y ahí buscaba. Tengo muchas fotos de angelitos, que generalmente no muestro. En Dolores Hidalgo, un lugar muy cerquita de Guanajuato, veo a un señor que tiene a su angelito con toda su familia, y lo van a enterrar. Entonces le digo: ‘¿No le importaría, si usted me lo permite, que lo acompañe para fotografiarlo?’ En México generalmente guardan la foto del angelito. Había estudios, incluso, al que llevaban al niño en su cajita. Tengo fotos de esas que he comprado, porque estaba obsesionada con eso. Entonces acompaño a este campesino, con sus hijos, y cuando vamos hacia el cementerio de repente este señor se voltea, como aterrado: en el medio del camino, la muerte... había un hombre mitad calavera, la parte de arriba, con pantalón de mezclilla y tenis. O sea, la muerte. En medio del camino. Bueno, lo fotografié, porque pensé que era un sueño. Y dije no, no puede ser. Y acompañé al señor, por educación, no me iba a quedar ahí. Las fotos que están aquí, en la exposición, son los pájaros de la muerte: son los que vi después de ver al muerto. Son todos los pájaros que lo picotearon. Alguien lo tiró, lo sacó de la fosa, algo pasó. Ahí entendí que la muerte me decía ‘Graciela, basta. Basta. Basta de culpas que tienes, o basta de recuerdos, ya. Es un hecho. Punto’. Y no volví a fotografiar a la muerte”.
Dice Iturbide que México está, en los últimos años y a propósito del narcotráfico, en una situación horrible, y que cree que están ante el peor gobierno de la historia. Dice, también, que le encantó la muestra de la que forma parte, entre otras cosas, porque entre la diversidad de temas hay mucha presencia de lo que tiene que ver con los desaparecidos: le parece fantástico que subsista esa presencia. ¿Y cómo lleva ese asunto de ser una fotógrafa emblemática en el continente, esa suerte de consenso al respecto? Que nooo, dice al comienzo. Y luego, que la incomoda, y que piensa que son clichés. “Me dieron el Premio Hasselblad, entonces la gente cree que eres famosa por eso –dice–. Tengo buenos trabajos, ¿pero que me consideren eso? Qué raro.. Porque puede haber fotógrafos mucho mejores que yo, que son desconocidos. Es como que la vida es la rueda de la fortuna. Por equis casualidad te dan una beca, y esa beca te lleva a que te den un premio, y un premio en el extranjero me llevó a ser premio nacional en México. No es porque yo me lo merezca, o no: ‘Ah, pues ya se lo dieron allí, pues ahora se lo damos acá’. Es como una bola que va rodando, y donde luego te angustia. Yo voy a seguir trabajando, sea para bien o para mal. Lo que sí me gusta es que los jóvenes me busquen. Y que me digan ‘tu trabajo ha sido muy importante para nosotros’. Eso me encanta. Aunque no sea buen trabajo: si ha sido un incentivo para ellos, fantástico. Los premios van y vienen y son muchas veces casualidades. La fotografía es una terapia para mí. Si me sale bien, qué bueno; si no, también. No me importa. Porque aparte, no es que haga un esfuerzo: es que me gusta. Yo trabajo por placer.”
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