› Por Rodolfo Rabanal
El deporte suele producir dos tipos distintos de héroes populares. Unos son casi infalibles, casi perfectos, y otros, igualmente infalibles y casi perfectos son dueños, además, de personalidades fuertes, histriónicas y complejas, de intensa participación pública. Entre nosotros los modelos que se me ofrecen son Maradona y Messi. Ambos fueron y son virtuosos con la pelota entre los pies, sólo que Messi se vuelve invisible fuera de la cancha mientras que Maradona no hace más que producir efectos de visibilidad notable en la cancha, hace años, y ahora fuera de ella, esté donde esté y haga lo que haga. Siempre es notable y, por supuesto, hasta escandaloso.
En el marco de este esquema, casi no dudo en ubicar a Mohamed Ali entre los deportistas del segundo tipo. Le llegaron a decir payaso, lo trataron de loco, de imprudente, de traidor a la patria, de blasfemo. Mohamed Ali fue quizás el mejor boxeador de la historia y una de las personalidades más conflictivas, sobre todo en los años sesenta cuando rehusó alistarse en el ejército para no ir a la guerra de Vietnam. Guerra que, entre otras cosas, consideraba injusta e innecesaria.
Como sabemos, la osadía le costó tres años lejos del ring y si volvió fue porque Joe Frazier, su adversario eterno, le rogó a Nixon que le levantaran la interdicción. Así fue que el triple campeón mundial volvió a pelear. Su carrera empezó en 1960, cuando a los dieciocho años obtuvo en Roma la olímpica medalla de oro.
Por una razón estrictamente generacional, muchos de nosotros fuimos testigos de su aparición estelar y de su declinación lenta, dolorosa y poco menos que inmostrable. Visto hoy, con una mirada retrospectiva, Mohamed Ali –a quien llamábamos Cassius Clay– fue, en muchos sentidos, un protagonista icónico de los perturbados –y perturbadores– años sesenta. Sus críticas declaraciones políticas, su conversión a la fe de la nación musulmana, su apego al radicalismo irredento de Malcolm X, su decisión de no tomar en cuenta el “gradualismo integracionista” que le proponían los blancos coincide con su rechazo a la lucha llevada a cabo por Martin Luther King. Pero, en cambio, acepta y aclama a los Beatles, del mismo modo que celebra a Bob Dylan o al talento literario de Norman Mailer.
Hace unos días volví a ver algunas de sus grandes peleas, ahora reunidas en Youtube. Vi principalmente la de su consagración cuando, el 25 de febrero de 1964 en el Miami Beach Conventional Center, derrota a Sonny Liston, hasta ese día el campeón mundial de los pesados y el gran preferido de las mayorías.
En ese momento, Mohamed (si bien todavía era Cassius Clay) tenía veintidós años y estaba en plena forma. Su destreza, es evidente, consistía en saber pegar sin dejar de lado el espectáculo: era un peso pesado que “bailaba” alrededor de su contendiente como si fuera un liviano, y ese bailoteo incesante iba acompañado de burlas y puñetazos directos a la cara, sus famosos y temibles jabs propinados con la derecha para complementar la serie de golpes con algún oportuno gancho de izquierda.
Se dice que Sonny Liston fue derrotado porque su entorno no tomaba en serio a Cassius. Su gente le aseguraba que se enfrentaría a un “loquito”, entonces se distrajo y no se preparó como debía. Es decir, confió demasiado en su poder y desoyó la realidad. En cambio, Mohamed Ali corría todas las mañanas tres kilómetros sin parar y se miraba al espejo repitiéndose a sí mismo que él era el mejor del mundo. Vagamente, lo inspiraba una confianza tan mística como la fe ciega que sostenía a Liston, sólo que Mohamed todavía no había podido reunir alrededor suyo una adhesión tan numerosa como la de Liston.
Ali peleaba con la guardia baja y las manos sueltas, haciendo fintas todo el tiempo y moviendo la cabeza de un lado a otro sin inclinarse casi nunca. Tenía el juego de cintura que, entre nosotros, distinguió a Nicolino Loche, con la apostura de Monzón, la precisión legendaria de Joe Louis y la trompada de plomo que habrá sido la marca central de Firpo. Viéndolo, se vuelve a sentir que no podía derrotarlo nadie.
Sus fotos con los Beatles –creo que hay más de una– son graciosas y burlonas y se percibe a las claras –o, en todo caso, es lícito suponer– que son el resultado de una suerte de acuerdo tácito entre quienes estaban cambiando los hábitos del mundo y construyendo, de paso, una leyenda perdurable, aunque no lo supieran.
Siete años más tarde, el 8 de marzo de 1971, cuando consigue retomar su carrera y enfrentar a Joe Frazier, un peleador más pequeño que él pero duro como una roca y, por otro lado, dueño de un estilo agazapado y tenaz, nada elegante, pero efectivo como un toro que va mirando el suelo, sentimos que, si bien vendrán otros triunfos, ya ha comenzado el declive.
Ahora sus declaraciones públicas serán más fanfarronas que nunca, también sus amoríos serán sucesivos y vertiginosos e inclusive su coherencia política mostrará rasgaduras. ¿Cómo se entiende que terminara abrazado a Reagan mientras el presidente le apoya un puño en la mejilla y él pone cara de sorprendido?
Es posible que a esas alturas “la fuerza del resentimiento” (“¡No llevaré el nombre del amo blanco de mi abuelo!”) lo haya abandonado. También el mundo que lo había visto brillar había cambiado: John Lennon estaba muerto, también Jimi Hendrix estaba muerto y de Woodstock, si vamos al caso, sólo quedaba una placa conmemorativa.
Es cierto que Mohamed Ali sobrevivió a esas contingencias, pero también es cierto que ya no era quien había sido, sino más bien la leyenda de una destreza irrepetible y sin duda inolvidable.
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