Dom 11.04.2004
radar

Lolita

POR HEINZ VON LICHBERG

Alguien soltó el nombre de E.T.A. Hoffman en la conversación. Nouvelles musicales. Beate, la joven ama de casa, apoyó de nuevo sobre el plato la naranja que estaba a punto de pelar y dijo al joven poeta: “¿Le parece posible que estas cosas, que yo realmente leo muy de vez en cuando, me dejen noches enteras sin dormir? Mi sano juicio me dice que son todas fantasías, pero igual...”. “¡Es que no son fantasías, estimada condesa!” El diplomático sonrió bonachonamente: “¡Pero no querrá usted decir que Hoffman vivió esas cosas temibles!”. “Eso es exactamente lo que yo afirmo –le contestó el poeta–. ¡Las vivió! Por supuesto que no con las manos y los ojos. Pero como era un poeta, vivía eso que escribía. O mejor dicho: sólo escribía sobre aquello que había experimentado con el espíritu. De esto podría extraerse la diferencia entre el poeta y el escritor. En el espíritu del poeta, la fantasía experimenta la meditación como una realidad.”
Se hizo un profundo silencio en el pequeño comedor estilo imperial de la bella condesa Beate. “Tiene usted razón –dijo el sutil profesor, un hombre de aspecto muy juvenil–, yo querría contar algo que hace años llevo conmigo y de lo que aún hoy no sé si fue vivido o si es fantasía. Va a llevar algunos minutos.” “Se lo pedimos encarecidamente”, dijo la mujer de la casa. Y el estudioso contó:
«Hacia fines del siglo pasado estudié en una ciudad muy vieja y bastante grande del sur de Alemania. De esto debe hacer unos veinte años. Vivía, porque el lugar me gustaba, en una calle angosta de casas antiquísimas. Cerca de mi vivienda había una pequeña taberna que se halla entre las cosas más curiosas que yo haya visto. Iba allí a menudo en las tardes de otoño, cuando hacía una pausa de trabajo entre el día y el ocaso. Tenía una sola pieza, muy mal construida, baja, con techo hundido y oscurecido. Contra las ventanas que miraban a la calle había dos mesas relucientes con duras sillas de madera. Atrás, en una oscura esquina junto a la estufa, había una tercera mesita pequeña junto a dos curiosos sillones cubiertos con una tela de algodón colorido. Sobre uno de estos sillones colgaba un pañuelo de seda negra, de esos que llevan las mujeres españolas sobre la cabeza en días festivos. Fuera de mí, nunca había visto allí a otro comensal y aún hoy no puedo quitarme la idea de que en realidad ésa no era una taberna pública. En todo caso, la casa cerraba todos los días a las siete en punto y se cubrían con postigos las ventanas. Nunca pregunté en ese entonces acerca del asunto, porque muy pronto empecé a sentir un interés muy fuerte, incomprensible, por los dueños de esta rara fonda.
Se llamaban Aloys y Anton Walzer y eran, al parecer, personas muy mayores. Ambos eran increíblemente altos y flacos, no tenían ya pelo sobre la cabeza y llevaban unas barbas largas, desgreñadas, de un rojo grisáceo. Nunca los vi vestidos de otra forma que con sus pantalones amarillentos y sacos negros, largos y holgados. Seguramente eran gemelos, pues eran casi idénticos. Tardé bastante en poder distinguirlos por la voz un tanto más profunda de Anton.
Cada vez que entraba, sin preguntarme ni hablar, me ponían un vaso de vino español, dulce y maravilloso, sobre la mesa junto a la estufa, sonriendo amistosamente. Aloys se sentaba siempre sobre el sillón al lado mío, mientras que Anton solía recostarse con la espalda contra la ventana. Ambos fumaban un tabaco muy aromático de una de esas pipas que se encuentran reproducidas con frecuencia en los grabados flamencos. Siempre parecían estar esperando algo. Si dijera que los dos viejos me resultaban grotescos estaría mal, pues en la palabra grotesco hay algo de ridículo. La impresión que me daban los Walzer tenía en cambio algo indeciblemente cansino, temeroso, casi trágico. En la casa no parecía habitar ningún ser femenino. Yo al menos nunca noté nada semejante.
Visitar la taberna cargada de humo se me hizo pronto una necesidad, sobre todo cuando llegó el invierno con sus ocasos tempranos y sus largastardes. Fui entrando en confianza con los dueños, y de vez en cuando también ellos empezaban una pequeña charla conmigo. Pero ellos parecían haber perdido por completo el sentido del presente, hablaban siempre de tiempos remotos y sus voces tenían un extraño tono crujiente y reseco. Yo les contaba de mis viajes, y siempre que la conversación derivaba hacia los países meridionales, un brillo acechante e intimidado ganaba sus ojos, que a veces tenía también algo melancólicamente esperanzado. Parecían vivir ahí en algún tipo de recuerdo. Nunca pude dejar la taberna sin la vaga sensación de que algo terrible ocurría ahí tras mi partida, y sin embargo este pensamiento me hacía sonreír.
Una noche pasé bastante tarde por delante de la casa y tras las ventanas cerradas escuché un violín, una melodía bajita y extrañamente delicada que me atrapó a tal punto que me quedé un buen tiempo parado en la calle. Al otro día les pregunté a los viejos qué había sido eso, pero ellos sólo movieron la cabeza sonriendo. Transcurrieron algunas semanas, y de nuevo pasé a la noche por delante de las ventanas. Puede ser que esta vez fuera aún más tarde. Entonces escuché tras los postigos un griterío tan grosero, una cantidad tan inaudita de maldiciones y malas palabras, que quedé aterrado. No había dudas, las voces venían de la taberna que yo conocía, pero no eran los dos viejos quienes tenían ese violento intercambio verbal, pues nunca podrían haber producido tonos tan profundos, jóvenes y enfurecidos. Tenían que ser dos personas jóvenes y fuertes las que ahí se agarraban de los pelos. Los gritos eran cada vez más fuertes, se intensificaban hasta una excitación desmedida, y una y otra vez un puño estallaba sobre la mesa. De pronto resonó una plateada risa femenina, y enseguida se alzaron las dos voces exasperadas, bramando enloquecidamente. Yo estaba paralizado y ni por un momento se me ocurrió abrir la puerta para ver qué pasaba. Entonces la voz femenina lanzó un grito, sólo un gritito, pero tan asustado y con un miedo tan horroroso, que hasta el día de hoy no lo he olvidado. Después hubo silencio.
Al otro día, cuando entré en la habitación, Anton me puso un vaso de vino sobre la mesita, sonriendo como siempre. Nada había cambiado, por lo que empecé a pensar en un sueño y sentí pudor de preguntar a los viejos. Una tarde hacia fines del invierno tuve que explicar a los hermanos que no podría seguir viniendo porque al otro día tenía que viajar a España. La confidencia debe haber tenido un efecto especial sobre Anton y Aloys, pues sus rostros duros y pintorescamente feos empalidecieron de pronto y sus ojos buscaron el piso. Salieron de la habitación y los escuché cuchichear entre ellos afuera. Después de un rato Anton volvió a entrar y me preguntó con voz alterada si también iría a Alicante. Asentí y él corrió con pasos ridículos hacia donde estaba su hermano. Más tarde entraron de vuelta e hicieron como si nada hubiera pasado.
Entre los preparativos del viaje me olvidé de los viejos, pero a la noche tuve un sueño borroso, confuso, donde entraba en juego una casita pequeña, ladeada y pintada de color salmón en una de las calles portuarias con peor reputación de Alicante. Al otro día, al ir hacia la estación, caí en la cuenta de que Anton y Aloys tenían los postigos completamente cerrados en pleno día.
Durante el viaje, los estudios me hicieron olvidar rápidamente lo vivido en el sur de Alemania. Viajando se olvida tan fácil.
Estuve pocos días en París, visitando algunos amigos y hurgando en el Louvre. Una noche, cansado de mirar, me metí en un cabaret del barrio latino para escuchar a uno de esos curiosos bardos que mis conocidos me habían señalado como artistas. Encontré a un anciano ciego que con su voz seria y melancólica cantaba verdaderamente bien. Lo acompañaba su bella hija al violín de forma magistral. Más tarde tocó ella sola, y de pronto reconocí la fina melodía que me había sorprendido por la noche hacíasemanas desde la casa de los Walzer. Me informé: era una gavota de Giovanni Lully del tiempo de Luis XIV.
Algunos días más tarde viajé a Lisboa y en los primeros días de febrero llegué a Alicante vía Madrid. Siempre tuve una debilidad por el sur y en primera línea por España. Allá abajo se vive, por decirlo así, a la potencia, todas las vivencias se elevan al máximo, el sol hace de todo lo vivo algo caliente y desenfrenado. Las personas son como su vino, que es fuerte, fogoso y dulce, pero colérico y peligrosamente furioso cuando fermenta. Tengo además la sensación de que cada mediterráneo lleva en sí un poco de sangre quijotesca. En realidad, yo no tenía nada especial para hacer en Alicante, pero amo esas noches indeciblemente dulces en el puerto, cuando la luna se posa sobre el castillo de Santa Bárbara produciendo contrastes súbitos y fantasmales. En todo alemán hay un poco de sentimentalismo lírico.
En el momento en que entré a la ciudad, el recuerdo de los hermanos Walzer y de su extraña morada me asaltó con una fuerza ridícula. Por supuesto, puede que sea una fantasía o una reconstrucción posterior, pero me parece que dirigí casi involuntariamente mi mulo hacia el puerto, pasando por el palacio Algorfe. Allí, en una de las antiguas calles en donde viven los marineros, encontré el alojamiento que buscaba. El hostal de Severo Ancosta era un edificio pequeño, ladeado, con grandes balcones, encerrado entre otros similares. El dueño, un hombre amable y locuaz, me asignó una habitación con una maravillosa vista al mar. Nada podía impedirme disfrutar de una semana de belleza sin molestias.
Hasta que al segundo día vi a Lolita, la hija de Severo.
Era muy jovencita, según nuestros conceptos nórdicos, y tenía, junto a sus ojos sureños y sombreados, un pelo de singular color rojizo. Su cuerpo era delgado, infantil y elástico, y su voz, intensa y oscura. Pero no fue sólo su belleza lo que me fascinó: un extraño acertijo emanaba de ella, que solía interrogarme en las noches de luna. Cuando ordenaba mi habitación, podía detenerse en el medio de su tarea, apretar los rojos labios sonrientes en dos líneas angostas y fijar los ojos asustados en el sol afuera. Entonces tenía los gestos de una Ifigenia, de una gran figura trágica. En esos instantes yo sentía siempre la imperiosa necesidad de tomar a la niña entre mis brazos y protegerla de un peligro desconocido.
Vinieron días en los que los grandes ojos de Lolita me miraban tímidamente con una pregunta muda, y noches en las que la vi estallar repentinamente en espasmos de llanto. Durante ese tiempo, nunca pensé en partir. El sur me había atrapado. Y Lolita.
Dorados, calurosos días, y plateadas, melancólicas noches. Hasta que llegó la tarde de la más inolvidable realidad y de la ensoñación más fabulosa, en la que sentada en mi balcón, como tantas otras veces, Lolita me cantaba despacio canciones. Pero de pronto dejó deslizar la guitarra al suelo y se acercó a mí con paso vacilante. Y mientras que sus ojos buscaban la reluciente luz de la luna en el agua, me rodeó el cuello con sus temblorosos bracitos como un niño que ruega, apoyó su cabeza sobre mi pecho y empezó a sollozar sin motivo. En sus ojos había lágrimas, pero su dulce boca reía.
Había ocurrido el milagro.
“Eres tan fuerte”, susurró ella.
Pasaron días y noches –el misterio de la belleza la rodeaba con una serenidad eternamente constante, arrulladora. Los días se hicieron semanas y yo empecé a comprender que debía irme. No es que algún deber me llamara, pero el amor desmesurado y peligroso de Lolita me infundía temor. Cuando se lo confesé, me observó con una mirada indescriptible y asintió en silencio. Luego me tomó rápidamente la mano y me mordió con toda la fuerza de su pequeña boca. Estas cicatrices del amor no han podido ser borradasni después de veinticinco años. Antes de que pudiera decir algo, Lolita había desaparecido dentro de la casa. Volví a verla sólo una vez más...
Por la tarde, sobre el banco ubicado frente a la puerta de la casa, tuve una conversación seria con Severo acerca de su hija. “Venga, señor –dijo él–, le quiero mostrar algo y contarle todo.” Me llevó a una habitación de arriba, separada de la mía tan sólo por una puerta. Me detuve estupefacto. En el cuarto de techos bajos no había más que una pequeña mesa y tres sillones. Pero estos sillones eran los mismos, o casi los mismos, que los de la taberna de los hermanos Walzer. Y al instante supe que era la casa de Severo Ancosta la que vi en sueños desde Alemania la noche previa a la partida.
En la pared colgaba un dibujo de Lolita, tan perfecto que me acerqué para examinarlo. “Usted piensa que es Lolita –sonrió Severo–, pero es Lola, la abuela de la tatarabuela de Lolita, que fue estrangulada por sus amantes hace cien años durante una pelea entre ellos.” Nos sentamos y Severo me habló con su forma amistosa. Habló de Lola, que en su tiempo fue la mujer más linda de la ciudad, tan linda que los hombres que la amaban debían morir. Poco después del nacimiento de su hija fue asesinada por dos de sus amantes, a los que ella torturó hasta la locura. Desde aquella época reinaba una maldición sobre la familia. Las mujeres tenían siempre una hija sola, y siempre caían en la locura pocas semanas después de dar a luz. ¡Pero todas eran bellas, bellas como Lolita!
“Mi mujer murió así –susurró seriamente– y mi hija morirá así.” Apenas si encontré palabras para consolarlo, pues el miedo por mi pequeña Lolita se apoderó con fuerza de mí.
Al entrar a la noche a mi cuarto, encontré sobre la almohada de la cama una pequeña flor roja, una flor para mí desconocida. El saludo de despedida de Lolita, pensé, y la tomé en mi mano. Entonces vi que en realidad era blanca, y roja solamente por la sangre de Lolita.
Así amaba ella.
Esa noche no pude dormir. Miles de sueños me persiguieron. Y de repente, habrá sido en el medio de la noche, ocurrió el horror.
Vi que la puerta de la pieza contigua se abría de golpe y que tres personas estaban sentadas en los sillones al lado de la mesa, ubicada en el centro de la habitación. A la derecha y a la izquierda dos muchachos jóvenes, fuertes, rubios, y en el medio de los dos, Lolita. Pero no era Lolita, era Lola. ¿O era Lolita?
Delante de ellos había vasos con vino tinto. La muchacha reía fuerte y alegremente, pero alrededor de su boca había un gesto duro y sarcástico. Entonces los dos jóvenes levantaron sus violines y se pusieron a tocar. Y –sentí cómo la sangre golpeaba más rápido en mi pulso– los violines tocaron los tonos conocidos: la vieja gavota del tiempo del rey sol.
Cuando terminaron, la mujer tiró alegremente el vaso al suelo e hizo sonar de nuevo su risa arrullante y plateada. Entonces gritó uno de los jóvenes, el que estaba sentado con la cara hacia mí, dejando su violín sobre la mesa: “¡Ahora dinos a cuál de los dos eliges!”.
Ella rió: “Al más lindo. Pero ustedes son, los dos, tan lindos. Tienen una belleza fría y extranjera que nosotros acá no conocemos”.
El otro gritó más alto aún: “¡Lo quieres a él o me quieres a mí! ¡Dilo, mujer, o por Dios que...!”.
“Ustedes me aman –preguntó acechante–. ¡Todos ustedes me aman! Pero si su amor es verdaderamente tan grande, entonces deberán luchar ahora por mí con toda la fuerza de su voluntad, y yo convoco a la Virgen para que me muestre mediante un milagro cuál de los dos lleva en sí el amor más fuerte. ¿Aceptan?”
“Sí”, dijeron los jóvenes y se miraron hostilmente a los ojos.
“¡Yo amo a aquel de los dos que sea el más fuerte!” Entonces las chaquetas de los hombres estallaron, tanto se hincharon sus músculos. Pero vieron que eran igual de fuertes.
“¡Yo amo a aquel que sea el más alto!” Sus ojos relampaguearon.
Y mirad, los hombres crecieron y crecieron, sus cuellos se hicieron largos y flacos, y las mangas de sus chaquetas llegaban sólo hasta el codo. Sus rostros se afearon y desfiguraron al punto que creí escuchar cómo estallaban sus huesos. Pero ni por un pelo se hizo uno más alto que el otro. Entonces golpearon con sus puños deformes sobre la mesa, de modo que los violines cayeron al suelo, y comenzaron a maldecir y blasfemar.
“¡Yo amo al más viejo de los dos!”, chilló ella.
Los cabellos cayeron de sus cráneos, profundas arrugas surcaron sus rostros, débiles y tiritantes se hicieron sus manos, y cuando, trabajosamente y echando espuma por la boca, se pusieron en pie con la mayor irritación, sus rodillas temblaron. Sus miradas venenosas se volvieron opacas, y los fortísimos gritos que lanzaban por la furia y la decepción se hicieron roncos. “¡Por Dios, mujer –rugió uno–, dilo! ¡Dilo o irás al infierno con tu belleza tres veces maldecida!”.
Entonces ella cayó con el torso sobre la mesa y gritó con ojos lacrimógenos: “¡Amaré a aquel, amaré a aquel que tenga la barba más larga y repugnante!”.
Pelos largos y rojos brotaron de los rostros desfigurados de los hombres, que lanzaban gritos bestiales y enloquecidos por la rabia y la desesperación. Se enfrentaron con los puños alzados. Entonces la mujer quiso huir. Pero en un instante ambos cayeron sobre ella y la estrangularon con sus dedos huesudos y largos.
Yo no estaba en condiciones de moverme, hielo me subía por la columna, tuve que cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, vi que los dos hombres del cuarto contiguo, que en ese momento levantaban las miradas de su labor vengativa, eran Anton y Aloys Walzer. Luego debo haberme desmayado.
Me desperté recién cuando el sol brillaba en mi habitación, y vi la puerta hacia el cuarto contiguo cerrada. Rápidamente la abrí y encontré todo tal como se hallaba la noche anterior. Sólo creí poder recordar que sobre los muebles había habido una delgada capa de polvo que ya no estaba. También me pareció que en el aire flotaba un leve vaho a vino.
Una hora más tarde salí a la calle y vi que Severo se me acercaba trastornado y pálido. Había lágrimas en sus ojos:
“Lolita murió hoy a la noche”, dijo despacio.
No puedo describir qué pasó conmigo al escuchar estas palabras y si pudiera, sería un sacrilegio hablar de ello.
Mi amada pequeña Lolita yacía en su angosta camita con ojos bien abiertos. Sus dientes se habían clavado como por un espasmo en su labio inferior y el aromático pelo rubio estaba revuelto.
No sé de qué murió. En mi ilimitada turbación, olvidé preguntarlo. Del pequeño corte que corría por su moreno brazo izquierdo seguro que no. Con él sólo enrojeció la flor blanca. Para mí.
Cerré los ojos y, arrodillándome, escondí mi cabeza en su mano fría. No sé por cuánto tiempo.
Hasta que entró Severo y me recordó que mi vapor a Marsella zarpaba en una hora. Entonces me fui.
Cuando el barco ya se hallaba mar adentro, reconocí nuevamente el contorno de Santa Bárbara. Entonces se me ocurrió que ese castillo anguloso ahora veía cómo posaban sobre la tierra un cuerpo amado y pequeño. No pude evitar que mis ojos y mi corazón, con una fuerza anhelante que hasta el momento no me conocía, rezaran a las altas torres: “¡Salúdenla por mí, salúdenla en el último instante... y siempre... y siempre!”.
Pero el alma de Lolita me la llevé conmigo. Recién después de años volví a la vieja ciudad del sur de Alemania. En la pequeña taberna de los Walzer vivía ahora una mujer horrible que comerciaba semillas. Le pregunté por los hermanos y me enteré de que, en la noche siguiente a la que murió Lolita, los encontraron sonriendo amistosamente en los sillones al lado de la estufa, muertos.»
El estudioso, cuyas miradas, mientras hablaba, habían deambulado perdidas por el plato, alzó la vista. Después de un rato, la condesa Beate abrió los ojos. “Usted es un poeta”, dijo ella y le dio la mano con un movimiento tan rápido que hizo vibrar las pulseras alrededor de su angosta muñeca.

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