Entre el olvido y la pena
por H. F.
Si la trama seudocientífica, el esporádico tono documental y las extravagantes teorías conductistas de Human nature hacían pensar en Mi Tío de America (1980), la película que Alain Resnais hizo sobre el trabajo del biólogo Henri Laborit, el nuevo film de Michel Gondry remite directamente a otro de los experimentos del genial director francés, Providence (1977). Como el film que protagonizaron John Guielgud y Dirk Bogarde, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos toma la estructura caleidoscópica de la memoria y la convierte en parte central de la trama. Aquí Jim Carrey interpreta a Joel Barrish, un hombre que –contado linealmente– descubre que su reciente ex novia Clementine (Kate Winslet) utilizó los servicios de una pequeña y extraña empresa llamada Lacuna para borrar todos los recuerdos de su relación. Despechado, en una crisis de angustia, Barrish decide hacer lo mismo. El proceso es digno de Philip K. Dick: consiste en trazar un mapa de la memoria registrando los impulsos que provoca en el cerebro el contacto con objetos importantes para la pareja –un regalo, una foto, una canción– y luego borrar selectivamente cualquier recuerdo del otro.
Para Joel, el olvido es, en principio, una venganza perfecta. Pero muy pronto, cuando los buenos momentos comienzan a aparecer (y desaparecer), cambia de idea, y entre la nada y la pena elige la pena. En medio de la destrucción de su memoria (las imágenes se vuelven borrosas, desaparecen objetos, los detalles se pierden hasta que llega el olvido), Joel se obstina en salvar algún recuerdo de la pareja. Así, se empeña en esconder a Clementine en algún lugar de su memoria donde no hurgarían los operarios de Lacuna: un momento humillante de su adolescencia, un día semiolvidado de su infancia.
Aunque los saltos temporales y la cruza de paisaje interior y “realidad” desconciertan en los primeros minutos, luego, como Providence o como El ladrón de orquídeas, la película se ordena con perfecta nitidez; basta seguir los cambios de color de pelo de Kate Winslet –un buen recurso de Kaufmann– para no perderse. Pero más allá del chisporroteo narrativo de que hace gala el guionista, lo importante –lo que realmente revela su talento y el de Gondry– es la intensidad que logra imprimir a la relación y a su desaparición. La destrucción de los recuerdos es una metáfora precisa del fin de amor: las casas que se caen a pedazos, los objetos que desaparecen son, también, la pareja misma. La película está llena de apuntes más que perspicaces sobre las postrimerías de una relación: esos momentos en los que se finge que todo es igual, pero se sabe que no es así, en que uno confirma –una vez más– que le pasa exactamente lo que se había prometido que no le iba a pasar, en que los dos ex empiezan a darse cuenta de que las caras aburridas de las que solían burlarse en los restaurantes son sus propias caras.
Sin embargo, pese a su insondable melancolía, la película se permite una invitación a la esperanza: se sabe que toda relación está condenada al fracaso, pero aun así vale la pena volver a empezar. Por su narrativa compleja y elocuente a la vez, la belleza de sus metáforas y la precisión con que radiografía el amor, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos es el mejor retrato de pareja contemporánea que Hollywood haya hecho. Es lo mejor que escribió Kaufmann y lo mejor que dirigió Gondry. ¿Hace falta algún otro elogio?
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