Domingo, 26 de septiembre de 2004 | Hoy
Por Marcelo Birmajer
Algunos años
después de leer El fin de la aventura, acuñé una frase
que no le es del todo ajena: Un milagro es una casualidad vista por un
creyente.
Yo soy de los que viven sus casualidades como milagros, y el día en que
me compré El fin de la aventura, precisamente, viví uno. Estaba
por cumplir 20 años, y debía decidir entre comprarme un tomo de
la narrativa completa de Greene que traía dos de sus mejores novelas:
la citada y El americano impasible y caminar, o guardar el dinero y tomarme
el colectivo para llegar a tiempo. Opté por el libro y, dudando de si
había sido la opción correcta, regresé a mi departamento
de la calle Pringles caminando. A la altura de Guardia Vieja, en un sitio sin
luces, un ladrón me pidió todo lo que tuviera. Le mostré
el libro y lo desechó. Subí por las escaleras felicitándome
por mi suerte y con la esperanza de que aún no fuera demasiado tarde,
pero la persona a la que aguardaba nunca llegó. Aquello fue el fin de
una aventura, pero el comienzo de mi aventura como lector de Greene. Toda la
trama de esta novela maravillosa se cifra en una frase de William Somerset Maugham
en Una hora antes del amanecer: El hecho de pensar en Dick a todas horas,
de rezar por que no le sucediese nada, la llevó a imaginar que si prometía
a Dios alejarse de él, Dios le protegería. De las muchas
veces que Greene escribió sobre Maugham, nunca lo leí reconociéndole
esta idea. Como sea, creo que Maugham se hubiera alegrado del estupendo resultado
que produjo su párrafo.
El fin de la aventura es mucho más que el final de una aventura amorosa:
a mi entender, es el descubrimiento de que aventura amorosa es un oxímoron,
pues cuando aparece el amor, se termina la aventura. En la Inglaterra bombardeada
por los nazis, la bomba que cae junto a estos dos personajes deja sus cuerpos
intactos, pero modifica sus almas para siempre. Algo similar a lo que me ocurrió
cuando terminé de leerla por primera vez.
La comedia humana
Por Carlos Gamerro
Graham Greene tenía la costumbre de alternar la escritura de sus obras más ambiciosas con la de piezas más ligeras, y en primer lugar debo confesar mi preferencia por estas últimas: Viajes con mi tía o Nuestro hombre en La Habana me procuraron mucho más deleite que, digamos, El factor humano o la insoportable El revés de la trama. Hay, si se quiere, un Greene moralista y otro inmoralista, uno trabajador y otro juguetón, uno católico y uno pagano; y no es casual que el primero se abriera trabajosamente paso en las obras serias y el segundo aflorara de un brinco en las livianas. Es verdad que El factor humano es una novela maravillosa, y ninguna que conozca ha desglamorizado como ella el mundo del espionaje: después de leerla es más difícil creer en James Bond que en Papá Noel. Pero deja un sabor tan amargo que el agradecimiento que uno le dirige al autor al terminarla sugiere el del paciente a su dentista al final de la extracción. De la lectura de Viajes con mi tía, en cambio, uno emerge con la sensación de que todo es posible en la vida, que ninguna tristeza, ninguna rutina, ni siquiera el paso del tiempo, puede acabar con nosotros. Incluso entre las obras serias prefiero las breves y menos esforzadas: El americano impasible, El doctor Fischer de Ginebra... Quizás por contener la oscilación entre ambos polos en el interior de un cuento breve, mi elegida sea el cuento A Shocking Accident (Un terrible accidente). Jerome, el protagonista, es convocado por el director de su escuela, que debe darle una terrible noticia: su padre ha muerto en Nápoles, en un accidente. Cuando Jerome pregunta por la causa de la muerte, el director responde le cayó un chancho encima con un convulsivo esfuerzo por no soltar la carcajada. A partir de ahí, la vida del huérfano se convierte en un calvario. Jerome se vuelve un joven taciturno que vive ensayando maneras de contar el hecho para reducir al mínimo el elemento cómico. Todo parece depender de que encuentre la fórmula adecuada, hasta el día en que descubre que también es importante encontrar el oyente adecuado. El relato parte de la comprobación de que un mismo hecho (y por lo tanto la vida) puede ser serio o risueño, solemne o grotesco, trágico o cómico, dependiendo de cómo se lo viva, y más importante, de cómo se lo cuente: nos ofrece una reflexión existencial y un arte narrativo en el breve espacio de cinco páginas.
Como la Estatua de la Libertad
Por Osvaldo Bayer
Al Americano impasible
me lo trajo a Berlín Osvaldo Soriano. Sí, exacto, era el cuarto
número del Club Bruguera, que se había iniciado nada menos que
con A sangre fría de Truman Capote, el libro de todos nosotros, el autor
santificado por quienes queríamos salir de lo sagrado. Me dijo Soriano:
si leés mucho a Graham te vas a volver novelista y vigilante. Y es así.
Un maestro en marcar las diferencias entre un norteamericano y un inglés.
Para el norteamericano Pyle, le basta decir: una cara inconfundiblemente
joven y todavía sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo. Con sus
piernas desmañadas y su corte de pelo militar y su amplia mirada de colegial,
parecía incapaz de hacer daño a nadie. Un terrorista oficial
democrático con dólares oficiales. Gana por supuesto el inglés,
como tiene que ser. Pero bien, dando los rodeos necesarios y sin perdonarle
nada ni al inglés ni al norteamericano. Cuando iba a leer el primer libro
de este absolutamente modernizado y perspicaz periodista de los sentimientos
humanísticos y no humanísticos creí que iba a entrar en
el paisaje total de un Allá lejos y hace tiempo. No, nada
de eso. Un detective que no se le escapa ni las huellas del gato del vecino.
Pero, de pronto, en el juego siempre confuso de huella y culpabilidades, frases
arltianas, que le hacen a uno mirar la tapa a ver si se ha equivocado de libro:
La muerte es el único valor absoluto en el mundo. Basta perder
la vida para no perder nunca más nada. La muerte es mucho más
cierta que Dios y con la muerte ya no existirá la posibilidad diaria
de que el amor muriera. Matar un hombre me parecía concederle con seguridad
un beneficio inconmensurable. Qué les parece, así, como
sacado de la manga. Y la guerra de Vietnam, en tiempo de los franceses. Descripta
en toda su irracionalidad, dolor, crueldad. Sin gastar muchas palabras Graham
nos pinta ese horror. En el bombardeo una bomba se lleva medio niño.
La madre toma en brazos lo que queda del niño y lo tapa con su sombrero.
Ya no queda nada por decir. Mientras los generales brindan con champán.
El método de la desaparición de personas. Los ríos no tienen
peces, sino cadáveres podridos de gente con ojos con formas de semilla.
Bombas, bombas y el terrorismo oficial de la CIA desde la legación norteamericana.
Se lee en una tarde, lo leímos en una tarde. Un mago, Graham. Un valiente
que dice la verdad. El protagonista inglés está ante un periodista
norteamericano. Graham lo describe así a éste: Era como
una estatua simbólica de todo lo que yo más odiaba en Estados
Unidos: tan mal hecho como la estatua de la Libertad y tan carente de sentido.
Seguí el consejo de Soriano para gozar el libro, me lo leí tres
veces seguidas. Graham Greene, no cien años, vas a durar doscientos.
Donde los hombres eran valientes
Por Claudio Uriarte
De la producción de este involuntario redactor de novelas para adolescentes ninguna ha sobrevivido tanto mi propia adolescencia como El ministerio del miedo, una obra que Graham Greene minimizaba colocándola en el lote de sus entertainments (en oposición a sus supuestas novelas serias, hinchadas de solemnidad y trascendentalismo, como El poder y la gloria o Un caso acabado), pero que, se me ocurre, tiene la virtud de representar todos los temas y faunas típicos de lo que se ha dado en llamar la Greenlandia en su exacta y preciosa medida: la nostalgia de la infancia y la inocencia perdidas, el sentimiento de culpa, la traición, el amor, la melancolía, el patetismo y el melodrama, todo puesto en juego en una alucinante y vertiginosa trama de espionaje situada contra el trasfondo igualmente alucinante y vertiginoso de la blitz aérea alemana contra Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Leyendo (y releyendo) El ministerio del miedo, una obra que comparte la profundidad de transmisión del clima de época con otras dos grandes novelas británicas más o menos contemporáneas suyas como En la plaza oscura de Sir Hugh Walpole y Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, me ha asaltado más de una vez la impresión, no por arbitraria menos inequívoca, de que éste es el modo en que una novela debe ser escrita, con un relato de forma clásica alimentado por la renovada ansiedad de saber qué ocurrirá después, y donde los personajes están delineados con fuerza, pero sin que deriven (como en otras novelas de Greene) en arquetipos, o en títeres de alegoría: el melancólico protagonista Arthur Rowe, el rutinario detective privado Jack Rennit, los jóvenes e inquietantes hermanos austríacos Hilfe, la maravillosa señora Bellairs y sus heterogéneos contertulios de veladas espiritistas y esa especie de héroe secreto que resuelve trágicamente el problema, el enigmático Sr. Prentice. Nuevamente, y como en las mejores novelas de Greene (pienso en El tercer hombre, en Nuestro hombre en La Habana, en Viajes con mi tía), la depresión característica de Greenlandia se ve acompañada por disparos y chispazos de humor absurdo, notables en la caracterización de los personajes, como en el caso de aquel emigrado que habla inglés tan correctamente que el protagonista se da cuenta de inmediato de que es extranjero, y que pronuncia expresiones típicas inglesas como si las dijera en bastardilla, o como si se escucharan las comillas cayendo con precisión sobre las palabras. Pero, por sobre todo, El ministerio del miedo, que abreva tanto en la nostalgia de la Inglaterra anterior a la guerra, produce ahora algo así como nostalgia de la Inglaterra de la guerra, un mundo de aventuras donde los hombres eran más valientes, las decisiones más románticas y definitivas, las alternativas más trágicas. El ministerio del miedo es una tibia y acogedora costumbre a la que vuelvo para sentirme en ese mundo.
La fidelidad del espía
Por Juan Sasturain
La narrativa de
Greene exploró con frecuencia una ambigua zona, ese borde vertiginoso
de las cosas en que se producen las conductas equívocas, ambivalentes,
regidas por lealtades dobles o encontradas. En la misma línea de razonamiento
de Forster, que renegaba del patriotismo porque ante la disyuntiva eventual
de tener que optar entre la fidelidad a un amigo o a la patria no vacilaría
en elegir la amistad, Graham Greene hizo obstinada profesión del privilegio
de la deslealtad ante todo referente institucional o ideológico externo
al individuo. Eso lo llevó literal y literariamente lejos: Si amo,
si odio, permítanme amar u odiar como individuo... No mataré por
el capitalismo, el comunismo, la socialdemocracia o el Estado providencial,
dice uno de sus personajes. No escribiré, tampoco podemos
suponer que dice el narrador.
Así, se reiteran zonas de su obra en que la cuestión de la lealtad
se instala casi aparatosamente. Uno de sus primeros cuentos, The Spy,
escrito en 1930, y traducido por Wilcock en la colección A través
del puente, es sintómatico por el título (inaugura lateralmente
la frecuentación del género de espionaje) y por el tratamiento.
En sólo tres páginas, un chico que cree odiar a un padre frío
y distante asiste, subrepticio en la noche, cuando baja al negocio familiar
a robar cigarrillos, a una doble revelación: que su padre es un espía,
un traidor que la policía arresta ante sus ojos, y que tiene otros sentimientos
hacia ese hombre con el que se identifica: ...por primera vez pensó
que su padre se parecía mucho más a él (que a su madre),
y hacía cosas en la oscuridad (como él) que lo asustaban. Le hubiera
gustado correr detrás de su padre y decirle que lo quería...
En The Spy, el que escribe (Greene) espía a un espía
(el chico), que espía a un espía (su padre). El escritor diría
y escribiría Greene desde entonces y para siempre sólo espía
(trabaja) para la literatura y, como tal, sólo debe lealtad a su historia
y a su personaje, del mismo modo que éste es leal (coherente) con sus
sentimientos. Hay todo un credo ético y literario allí: el escritor
es necesariamente un saludable inescrupuloso, alguien que debe saber pasar del
otro lado, cambiar de campo en un instante, hablar por las víctimas.
Y las víctimas no son siempre las mismas. Eso lo obliga a transgredir
su fe o sus opiniones políticas, es decir a carecer de escrúpulos.
Y es indispensable.
En El tercer hombre, los vínculos entre literatura y espionaje, espía
y escritor, están llevados al extremo de la sutileza. En el relato original
previo al guión que firmaron juntos y filmó Carol Reed para gloria
de Orson Welles, el personaje del escritor de westerns populares y baratísimos,
Rollo Martins el que componía Joseph Cotten era confundido,
por su seudónimo, con un hipotético gran escritor inglés
heredero de Henry James... En ejemplar superposición de lealtades, Martins
se mueve entre la amistad juvenil con Harry Lime y la evidencia de su condición
criminal y, al mismo tiempo, se aferra a su barata verdad narrativa
frente a la institución formal de la literatura.
Es Greene entero: un espía, un infiltrado siempre bajo sospecha, incluso
dentro del campo literario. Acaso por eso tampoco a él le dieron el Nobel.
El otro amigo americano
Por Rodrigo Fresán
Hubo un tiempo
de colores más hermosos: G. Greene ocupaba el sitio que hoy tiene D.
Brown en las cimas de las listas de best-sellers y entonces el cínico
novelista inglés a diferencia del conspirativo fantoche norteamericano
definía a muchos de sus libros, con la inequívoca humildad de
quien se sabe maestro, como simples divertimentos. Entre ellos entre estos
divertimentos, como llamaba el autor a sus libros que consideraba más
ligeros y menos importantes destaca El tercer hombre. Una novelita breve
que, en realidad, es una novelisation a posteriori de un guión de cine
por encargo, fechado en 1948, para la que hoy es considerada por los especialistas
como la mejor película en toda la historia del cine británico.
De ahí que la sola mención de su título provoque, automáticamente,
un alud de imágenes en el lector/espectador. Greene a diferencia
de muchos de sus colegas creía en el cine y ahí están
sus críticas cinematográficas recopiladas bajo el título
de Mornings in the Dark: The Graham Greene Reader y otra brillante novela/guión
El décimo hombre descubierta en las bóvedas de un
studio y publicada poco antes de su muerte.
Así, leer El tercer hombre es verla y aquí vienen y, por una vez,
está bien que así sea, y aquí están las calles oscuras
de Viena; los uniformes de tantas nacionalidades; ese niño monstruoso
de nombre Hansl que grita y grita algo que no se entiende; un gato en las sombras
y un rostro revelado; la rueda de la fortuna en el parque Prater; las cloacas;
esa mirada de la fiera herida me dicen que censurada por la censura franquista,
que prefirió que la cosa quedara como simple ejecución y no como
último regalo de un amigo a otro pidiéndole a su cazador
que laremate; y el largo plano final en el cementerio donde una mujer camina
y camina y camina y sigue de largo.
Pero lo cierto es que Greene siempre prefirió la película a la
novela por considerarla así lo puntualiza en su libro autobiográfico
Vías de escape como la historia en su estado final,
por haber sido pensada desde el vamos para ser vista y no leída
y por haberla considerado siempre como el material en crudo para una película.
Así, en la primera versión de Greene, Rollo y Holly salen del
cementerio juntos y en silencio. Esa larga caminata, dijo, provocaría
que los espectadores se levantaran antes del final de la película imaginando
un inevitable beso final. Reed le convenció de la necesidad de esa lenta
pero determinada mujer viniendo hacia nosotros desde el fondo de la pantalla
para seguir de largo sin dedicarle una mirada al traidor y al héroe mientras
suena la cítara triste y al mismo tiempo saltarina de Karas.
¿Y más allá de su marco histórico/policial
de qué trata El tercer hombre? Trata de la amistad y de los peligros
de adulterarla como si fuera penicilina.
Y, acaba de ocurrírseme, un nuevo apunte cinematográfico: ahora
que lo pienso, Harry Lime no es otra cosa que el Rick Blaine de Casablanca esa
otra película milagrosa pero con una diferencia: Lime ha vendido
su alma y su corazón y su sentido de lo que está bien y lo que
está mal.
Rollo Holy Martins para bien o para mal, por suerte
todavía somos muchos de nosotros.
El amor en los tiempos de guerra
Por Luis Gusman
Hay un escritor
un poco olvidado entre nosotros que no goza del prestigio de Joyce, Kafka o
Faulkner, me refiero a Graham Greene. Es Cortázar quien siempre se ha
caracterizado por hacer circular sus autores preferidos, y es él uno
de los pocos escritores que se han ocupado de manera crítica del autor
de El revés de la trama.
Este olvido puede deberse a distintas razones. La primera es que
Greene tiene una obra prolífera. La segunda podría ser su incursión
en géneros menores como el espionaje o el policial. Recordemos que muchas
de sus novelas se han llevado al cine y tal vez ese traspaso haya provocado
un cierto desmerecimiento de sus libros al no ser considerados como obras literarias.
La tercera, es que se trata de una obra donde predomina la problemática
ética por sobre las innovaciones de los procedimientos narrativos.
El fenómeno Greene es paradójico. Sus grandes novelas han hecho
olvidar a los lectores sus malas novelas; y al revés, sus malas novelas
han hecho que se borraran las dos o tres obras maestras que escribió.
Su autobiografía Una especie de vida da cuenta de cómo cambió
su vida a partir de su conversión religiosa abandonó el
protestantismo para volverse católico y bien podría ser
una guía de lectura para revelarnos su universo ético.
Sus diálogos son el lugar donde se revela la tensión que plantea
su universo. Mucho se ha hablado de la economía narrativa de los diálogos
deHemingway, pero me parece que en Greene, como en ningún otro escritor,
el dramatismo del relato avanza por el poder del diálogo. Con lo cual,
logra en un mínimo despliegue narrativo, el mayor suspenso; a partir
de un delicado equilibrio entre el diálogo, la descripción y la
información que la narración nos va suministrando.
¿Por qué elijo El americano impasible? Porque me parece una de
las mejores historias de amor de la literatura del siglo XX. Donde la trama
y el suspenso no son ajenos al drama que viven los personajes sumergidos como
están en la tragicomedia humana.
La anécdota que cuenta es simple. Fowler es un corresponsal inglés
que trabaja en Saigón durante la guerra colonial de Indochina. Vive en
el desarraigo espantoso de esos personajes que están desafectados de
su lugar de origen. Es inglés hasta la médula pero ya no lo es,
extraña a Inglaterra pero sabe que no va a volver jamás. Ha encontrado
el amor en Phuong, una vietnamita; pero su mujer a la que le escribe innumerables
cartas se niega a concederle el divorcio.
En esa atmósfera decadente, ese hombre vive envuelto en un sueño
de opio. Es entonces cuando llega a Saigón, Pyle, el americano impasible.
Lo que se dice un inocente con buenas intenciones, lo que hoy en
día se considera un hombre políticamente correcto. Entre estos
tres personajes se establece un triángulo amoroso. Phuong abandona a
Fowler y decide casarse con el americano. Pyle, nos enteramos, no es tan inocente
y Fowler decide traicionarlo. Finalmente logra que lo maten.
Él mismo se lo comunica a Phuong, lacónicamente. Es que el dolor
vuelve las palabras y las cosas que nos rodean no solamente superfluas, sino
también exiguas. Para ella, no tiene ninguna importancia saber quién
lo asesinó. En todo caso, lo acepta con esa resignación que revela
que el amor es el único tópico que justifica entre los seres humanos
los actos más extremos como el crimen o la delación.
Greene en el consulado
Por Andrew Graham-Yooll
El Cónsul
Honorario, se publicó en 1973, producto de dos viajes inspirativos de
Graham Greene, en 1969 y 1970, a Buenos Aires y Corrientes, ciudad donde el
autor situó la novela. El texto gira en torno del secuestro del cónsul
honorario británico, Charley Fortnum, y de su amigo, el médico
fracasado Eduardo Plarr, y un cura, el Padre Rivas, miembro del grupo guerrillero
que secuestra al pseudo diplomático.
Si bien la geografía de la novela es fácil de recorrer por las
avenidas, antiguos cafés y ex burdeles de la ciudad de Corrientes, la
figura de Fortnum ha sido un misterio digno de una investigación literaria.
Muerto Greene, un homenaje al autor ocurrido en Londres en diciembre de 1992
produjo la información de que el cónsul honorario había
sido inspirado por un coronel inglés retirado que cumplía la función
consular en Niza. En vida eso no lo había dicho Greene, pero bien pudo
ser. Lo cierto es que un Con Hon es bastante similar a otro, y como el autor
vivía en el sur de Francia pudo haberlo conocido.
Más interesante son otros personajes que reclaman ser los diplomáticos
de la novela. Uno es un estanciero angloargentino anfitrión de Greene
en 1970, sin título de la embajada pero considerado algo así
como un cónsul honorario por su influencia local. Este hombre se
consideraba a sí mismo como el personaje. Pero si bien el coronel de
Niza y el anglo correntino pueden haber aportado rasgos, la historia del secuestro
se enriquece con varias historias contemporáneas.
Estando Greene en Corrientes, el 24 de marzo de 1970 el Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP) secuestró a Waldemar Joaquín Sánchez,
cónsul paraguayo en Ituzaingó, accidentalmente en Buenos Aires
para vender un Mercedes Benz, probablemente producto de un curro diplomático.
Sánchez fue secuestrado justo cuando el generalísimo Alfredo Stroessner
visitaba al generalísimo Juan Carlos Onganía, y luego seguía
viaje a pescar en Bariloche. Stroessner no se interesó por Sánchez,
que fue liberado el 28 de marzo, cuando el ERP halló que no tenía
la importancia que le sospechaban.
Greene se confesó luego interesado en el caso Sánchez, y también
en el secuestro por los Tupamaros del embajador británico en Montevideo,
Geoffrey Jackson, el 8 de enero de 1971. Pero sólo admitió que
había datos en ambos casos que le habían sido útiles.
El mayor misterio gira en torno de un tercer secuestro el 23 de mayo de 1971,
es decir, mientras Greene aún escribía la novela. La víctima
fue el cónsul honorario británico en Rosario, Stanley Sylvester,
de 58 años, un gerente del frigorífico Swift, donde estaba empleado
desde hacía 34 años. La inteligencia del ERP decía que
Sylvester era un prominente empresario norteamericano, directivo de la Deltec,
que para entonces había comprado a la Swift, y además posiblemente
diplomático de rango. En la novela esa inteligencia errónea es
la que usa el escritor para poner en ridículo a la guerrilla que secuestra
a Fortnum.
Cuando, años después, en París, le mostré a Greene
los recortes de la cobertura del secuestro de Sylvester, su comentario fue que
no recordaba el caso y, en realidad, de haberse enterado le hubiera causado
gran preocupación: la novela era demasiado parecida a la realidad.
Stanley Sylvester falleció en Rosario el 20 de octubre de 2003. En vida
se había negado a hablar del incidente de 1971 más allá
de su familia y laembajada. Su impresión de la novela no la hizo pública.
La pesquisa literaria tiene que quedar ahí.
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