Cómo es Melinda y Melinda
› Por Rodrigo Fresán
UNO Hay personas que todos los años viajan al Vaticano o a La Meca para pedir o para agradecer. Otros optan por internarse en un spa para así intentar conjurar el inevitable paso del tiempo. Y hay muchos que –más o menos cada doce meses, en lo que puede ser considerado otra de las tantas formas de la fe– acuden expectantes a ver la nueva película de Woody Allen. Son los que ordenan sus vidas –tanto en lo trascendente como en lo superficial– remontando el río de sus películas: “Estuve con ella desde Ladrones de medio pelo hasta La maldición del escorpión de jade; no fue un gran amor” o “Llevo escribiendo esta novela desde Manhattan; no creo que la termine nunca”. Para todos ellos llega ahora, puntual, Melinda y Melinda.
DOS Y buena y mala noticia. Primero la mala: Melinda y Melinda es una de esas películas de Woody Allen sin Woody Allen. Es decir: Woody Allen no actúa en ella y, sí, esa sensación de que te sirven un buen martini pero sin aceituna. La buena noticia es que Melinda y Melinda es –pese a la ausencia de su dueño en el reparto– la mejor y más redonda y más claramente woodyallenesca película en mucho, mucho tiempo. Es su mejor film desde aquel en que un hosco Sean Penn se convertía en un todavía más hosco guitarrista de jazz. Pero ésa, digámoslo, no era la típica película de Woody Allen. La típica película de Woody Allen tiene la obligación de moverse por las calles de Manhattan y debe ocuparse de los asuntos del corazón y del cerebro sin tener muy claro dónde termina uno y empieza el otro.
Y Melinda y Melinda es la película que, por fin, permite a los fieles confesar que los últimos films del director no estaban mal pero que, también, no eran más que bosquejos fáciles donde un único y cómodo gag se alargaba casi hasta el agotamiento. Ya saben: ladrones que triunfaban como fabricantes de galletas, director de cine que se queda ciego, personajes bajo la influencia de la hipnosis... Digámoslo ahora, seamos sinceros: eran pésimos.
Melinda y Melinda es todo lo contrario: es imprevisible en su discurrir y es, además, dos películas al precio de una. Dos ejercicios sobre el mismo personaje en una película donde los pianos funcionan como instrumentos de seducción. Dos Melindas ensambladas como Yin y Yang y –si las películas de Woody Allen se pueden definir como cuentos (La rosa púrpura del Cairo) y novelas (Annie Hall)– entonces Melinda y Melinda opta por el contrapunto de ese formato sólo para maestros al que Henry James se refería como “la querida, la bendita nouvelle”. En Melinda y Melinda, un nombre de mujer y una historia se repiten (todo el asunto está estructurado dentro de una charla de intelectuales del Upper East Side que recuerda un poco al mecanismo que contenía y daba forma a la también agridulce Broadway Danny Rose) para exponer con inteligencia una teoría y una práctica de las propiedades y aplicaciones de la tragedia y de la comedia.
TRES Y, claro, se vuelve a polemizar sobre ese inevitable y justo lugar común: qué es más artístico y/o preferible, ¿reír o llorar?
En Melinda y Melinda se ríe mucho y se llora demasiado mientras se cuenta y se recuenta la odisea de esta “mujer complicada” iluminada por las luces de la comedia o eclipsada por las sombras de la tragedia. Así, Melinda y Melinda puede ser considerada la hermana pequeña pero muy lista de esa trilogía dorada –y acaso ya insuperable– que conformaron Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados y Maridos y esposas. Como aquéllas, ésta se alza sobre una trama coral. Y –como en su inmediatamente anterior La vida y todo lo demás, una especie de Annie Hall revisitada en los rostros de Jason Biggs y Christina Ricci– abundan los rostros jóvenes que hacen pensar en que Allen se ha propuesto seducir a una nueva generación y fundar una nueva dinastía de neoyorquinos neuróticos que, como los apóstoles, difundan el retorcido evangelio de sus vaudevilles donde las parejas y las fobias siempre están cambiando de forma y de intensidad. “A la gente le gusta ver jóvenes románticos... Yo ya no sirvo para eso”, explicó el director no hace mucho.
Así, la australiana Radha Mitchell, quien suplantó a Winona Ryder, es un deslumbrante hallazgo. Cloë Sevigny da el punto justo de ambigüedad moral a su joven e insatisfecha esposa de Park Avenue y, en lo personal, debo decir que me pone los nervios de punta y despierta en mí una enfermiza agresividad y tal vez ésa sea exactamente la idea. Amanda Peet vuelve a demostrar que es orgullosa dueña de la más divertida de las bellezas. Y a Will Ferrell, pobrecito, le toca –como alguna vez le sucedió a John Cusack o a Kenneth Branagh– el incómodo papel de “hacer de Woody Allen”. Lo que no es sencillo porque, se sabe, Woody Allen hay uno solo por más que haya muchas películas de Woody Allen con o sin él. La próxima –ya ha sido anunciado, actúan Brian Cox y Scarlett Johansson– transcurrirá en Londres y se meterá en los ambientes de las galerías de arte. Después –Allen ya lo ha insinuado, y está claro que con cuatro años más de Bush el director se sentirá más cómodo rodando en y por la Europa que lo adora– quizá plante su cámara en Barcelona. Pero ésas son otras películas, otras variaciones sobre un mismo tema.
CUATRO En Melinda y Melinda las dos historias que son una se mezclan y se reparten y a algunos les tocan buenas cartas mientras que otros pierden sin posibilidad de redención. Una Melinda acaba en los brazos de su enamorado, otra termina en el suelo de un pent-house sacudida por las convulsiones del llanto y del fracaso sentimental. Y al final la moraleja de estas dos variaciones sobre una misma aria es obvia pero no por eso menos pertinente: estamos aquí por poco tiempo y al otro lado no hay nada y, carcajadas o lágrimas, lo importante es vivirlas a fondo. Del mismo modo en que se vive –en la encandilante oscuridad de un cine– una película llamada Melinda y Melinda.
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