Los críticos J. Hoberman y Jonathan Rosenbaum dedican un capítulo entero de su libro Midnight Movies a George A. Romero, el creador de La noche de los muertos vivos y sus secuelas, la última de las cuales –Tierra de los muertos– acaba de estrenarse. Para Hoberman, los zombies de Romero “constituyen un corte transversal sobre tipos norteamericanos medios; podría decirse que La noche... fue a Vietnam lo que algunos films baratos de ciencia ficción habían sido a la Guerra Fría: una metáfora brillante, de final abierto, para las grandes ansiedades de su época. La noche... ofreció el retrato más literal posible de Norteamérica devorándose a sí misma”. Casi diez años más tarde, con un tono paródico mucho más pronunciado, el comentario social se volvía inequívoco en la primera de sus secuelas, Dawn of the Dead, con sus zombies caminando rítmicamente por los halls de un enorme shopping center donde transcurre casi toda la película, con un villancico de fondo, como diciendo que bien podrían ser consumidores compulsivos en plena temporada navideña. En Tierra de los muertos, el mundo ya se acostumbró a convivir con los zombies y algunos humanos incluso lograron capitalizar la situación: el magnate interpretado por Dennis Hopper se hizo construir un refugio deluxe y reclama para sí, por supuesto, el derecho de decidir quién entra y quién se queda afuera. Los ricos, por un lado, contra los desposeídos, por otro, y nada en el medio. Para Romero, que dice haber concebido esta historia antes del 11-S pensando en un mundo que, “ignorando toda enfermedad social, genera una noción sintética del confort”, lo importante sigue siendo dotar de algo de personalidad a sus zombies: “algo que nos recuerde que los muertos vivos somos nosotros”.
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