› Por Diego Fischerman
En 1955, Astor Piazzolla escuchó el Tentette de Gerry Mulligan en París. De vuelta en Buenos Aires, creó un octeto. Si los pequeños grupos, en el tango –los sextetos de De Caro o de Vardaro–, funcionaban como versiones reducidas de las orquestas, con sus filas de bandoneones y de cuerdas, ese octeto era algo diferente. Cada instrumento tenía allí su propio papel en la trama. Y, además, hacía su aparición un instrumento totalmente nuevo para el género: la guitarra eléctrica. Después, en el nuevo octeto de 1963, y más tarde en el grupo con el que tocó, en 1968, María de Buenos Aires, aparecería el vibráfono.
El tono camarístico, las aristas de las frases à la cool jazz y los timbres de esos grupos eran los de la época y, sobre todo, los que consumían los jóvenes más o menos cultos de Buenos Aires: el Modern Jazz Quartet, Jim Hall junto a Paul Desmond, Dave Brubeck, Wes Montgomery. En 1977, Hendrix ya había muerto, la Banda del Sargento Pepper cumplía una década y Miles Davis ya hacía ocho años que había señalado un camino que cambiaría el sonido del jazz para siempre. Los nombres del momento eran Chick Corea junto a Return To Forever, Weather Report y la Mahavishnu Orchestra de John McLaughlin. Pero el sonido de Piazzolla seguía siendo el mismo –aunque continuara hablando de revoluciones incomprendidas–. Los músicos del ya constituido –y hasta mitificado– rock nacional, que casi como un rito iniciático habían escuchado María de Buenos Aires en el ‘68 –el año de “Todo el hielo en la ciudad”, el primer single de Almendra–, aborrecían el tango pero admiraban a Piazzolla. Y el bandoneonista, que había despreciado a los Beatles y miraba el rock desde la posición de el que sabe música, tratándolos habitualmente de ignorantes, empezó a hablar bien, entre otros, de Luis Alberto Spinetta. Le gustaba, además, Emerson, Lake & Palmer.
Piazzolla formó entonces un nuevo grupo en el que había, además de piano, bandoneón y violín –que más tarde reemplazó por flauta y saxo–, órgano eléctrico, sintetizador, batería, guitarra y bajo eléctricos. Hubo una primera versión de ese octeto, y en 1977 una nueva formación que armó su hijo Daniel, en Buenos Aires, para que se reuniera con Astor en París. Allí estaba un guitarrista de 19 años, de un virtuosismo notable, que había integrado el grupo de Rodolfo Mederos e Invisible, junto a Spinetta. Tomás Gubitsch era el improbable eslabón entre tres mundos estéticos que, cuando no se aborrecían, se miraban con desconfianza: el tango, el jazz y el rock. Un sonido de época, que se infiltraba hasta en las músicas de los noticieros oficiales de la dictadura militar acabó por unir, por primera y única vez, universos tan paralelos como intocables entre sí.
Gubitsch se quedó en París, allí tocó con músicos de la talla de Martial Solal, Stéphane Grapelli y Steve Lacy, y se dedicó a componer. Ahora regresa a Buenos Aires para tocar después de 28 años de ausencia. Y lo interesante es que su estilo actual es una continuación de una línea que, en Buenos Aires, quedó trunca y olvidada. En un panorama en el que los nuevos músicos de tango hacen, de nuevo, viejos tangos y tratan de parecerse lo más posible a Pugliese o a un Piazzolla ya definitivamente canonizado, Gubitsch, tal vez por estar lejos y no sentirse obligado a ninguna pleitesía en particular, hace una música que abreva en Piazzolla, desde ya, pero también en el rock progresivo y en John McLaughlin.
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