Lennon fue un artista visceral. No hace falta más que escuchar sus gritos en “Twist and Shout”, o “Cold Turkey”. También dueño de un lirismo majestuoso, que pondría de manifiesto en “Across The Universe” o “Julia”, y por supuesto un extraordinario humorista. Su parte más politizada es la que menos me interesó. De hecho el mundo siguió su curso tranquilo sin “Give Peace A Chance” y toda su diatriba mediática contra la administración norteamericana en Vietnam. Siguieron una guerra atrás de otra y un disco tras otro, por supuesto. Su timbre de voz, reconocible hasta en sueños. Voz estridente, compañera de muchas otras silenciosas alrededor del mundo, algunas no tan amigas. La muerte de Lennon nos sume a todos en un gran desconcierto y aún desde allí sigue alumbrando. “Es que todos se han vuelto locos, ¿cómo que han matado a John?”, decía Warhol a minutos de conocer la noticia de su asesinato. El mismo desconcierto con que mi abuela me contó esa mañana del 8 de diciembre, mientras me levantaba para ir a rendir Contabilidad e Inglés, que no estaba muy segura pero... “que creo que lo mataron a Lennon, nene. Apurate que se te hace tarde... no puede ser, cómo lo van a matar a Lennon... ¿era el de los Beatles, no?” “Nueva York es la Roma moderna, por eso me gusta vivir aquí”, decía John en los ‘70. “No pagamos tantos impuestos como en Inglaterra y la gente es más tranquila.” Entonces, Lennon y el absurdo, en confluencia, parecen ser uno de los tantos caminos que conducen a Roma. A la inevitable realidad de los hechos.
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