El 19 de abril de 1943, Albert Hofmann tomó voluntariamente 0,25 mg de LSD. No fue el viaje más agradable de la historia de Occidente, pero fue el primero. La fecha es celebrada hoy como el día oficial de la bicicleta.
› Por Albert Hofmann
Debía luchar para hablar de una forma inteligible. Le pedí a mi asistente, que estaba informado del experimento, que me acompañara a casa. Fuimos en bicicleta, pues no había automóviles por las restricciones de uso durante la guerra. En el camino, mi condición comenzó a tomar formas amenazadoras. Todo en mi campo de visión ondeaba y estaba distorsionado como si lo viera en un espejo curvo. Tenía, además, la sensación de estar incapacitado para moverme de mi lugar, aunque mi asistente me dijo más tarde que viajamos a gran velocidad. Finalmente llegamos a casa sanos y salvos, y apenas si fui capaz de pedirle a mi compañero que llamara al médico de la familia y que pidiera un vaso de leche a los vecinos. A pesar de mi condición delirante y salvaje, tenía breves períodos de pensamiento claro y efectivo, y elegí leche como un antídoto no específico contra el envenenamiento.
El mareo y la sensación de desmayo se hicieron tan fuertes que por momentos no me podía mantener en pie, y tuve que recostarme en el sofá. Mi alrededor se había transformado de una manera más aterradora todavía. Todo en la sala daba vueltas, y los objetos familiares y los muebles asumían formas grotescas y amenazadoras. Estaban en continuo movimiento, animados, como conducidos por una agitación interior. La señora de al lado, a la que casi no reconocí, me trajo leche (en el transcurso de la tarde tomé más de dos litros). Ella ya no era la Señora R sino una bruja malévola e insidiosa con una máscara de colores.
Peor que las transformaciones demoníacas del mundo exterior eran las alteraciones que percibía en mí mismo, en mi ser interior. Cualquier esfuerzo de mi voluntad, cualquier intento por poner fin a la desintegración del mundo exterior y la disolución de mi ego parecían inútiles. Un demonio se había apoderado de mí, había tomado posesión de mi cuerpo, mi mente y mi alma. Yo saltaba y gritaba tratando de liberarme de él, pero luego me hundía nuevamente y yacía indefenso sobre el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había conquistado. Era el demonio que triunfaba desdeñosamente sobre mi voluntad. Tuve miedo de volverme loco. Fui llevado a otro mundo, a otro lugar, a otro tiempo. Mi cuerpo parecía sin sensación, sin vida, extraño. ¿Estaba muerto? ¿Era ésta la transición? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo y luego percibía claramente, como un observador externo, la total tragedia de mi situación. Una idea llena de amarga ironía tomó forma: si ahora era forzado a abandonar prematuramente este mundo era por culpa del ácido lisérgico que yo mismo había traído al mundo.
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