Dom 07.05.2006
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FRAGMENTO

La muerte de una estrella

› Por Ruy Castro

En el final del show de Jimmy Durante, Carmen salía bailando hacia atrás por una puerta, tirando besitos y despidiéndose de su amigo Jimmy, de su público y de la vida.

Apenas pasaba de las diez cuando Carmen y sus invitados, incluidos los del Bando da Lua, llegaron a la casa de North Bedford Drive después del programa. Estela hizo café y trajo sandwiches. En los vasos corría un tropel de caballos blancos con hielo. El espectáculo seguía. Carmen ni se cambió. Cantó, por pedido o por cuenta propia, varias canciones, los relatos no coinciden en cuáles. No se olvidó de ninguna letra, bailó, hizo imitaciones, contó historias, en fin, dio un show completo de más de una hora, mejor que esos por los que le pagaban fortunas. Entre chistes y temas, se cargaba las baterías con White Horse. Cuando terminó, puso discos para bailar. Carmen entró a su cuarto, se sacó el tailleur y se puso una robe. Prendió un cigarrillo, tragó el humo, lo dejó en el cenicero. Fue al baño para sacarse el maquillaje, con cold cream y un pañuelo de papel. Al volver, en el pequeño hall entre el baño y el dormitorio donde guardaba su masiva colección de perfumes, el aire le volvió a faltar, las piernas le fallaron y Carmen cayó por última vez, ahí mismo y con un espejo en la mano. Una oclusión de las coronarias le hizo explotar una vasta parte del corazón, en un infarto masivo.

Si Carmen gritó por causa del dolor indescriptible, si su cuerpo hizo ruido al caer, nadie la oyó. La casa era grande y toda alfombrada. Además, había música en la vitrola de abajo. Sus amigos, los que se quedaron pasadas las tres, se divertían con inocencia mientras ella moría sola en su cuarto, y seguirían cantando y riendo por lo menos por media hora más. Los últimos en irse apagaron el audio, apagaron las luces y cerraron bien la puerta. Ninguno sospechó que Carmen ya estaba en proceso de rigor mortis. Fue perfecto. Era así como ella lo hubiera preferido si hubiera podido elegir: que ni siquiera su muerte interfiriera con el derecho de sus semejantes a divertirse.

En todos sus contratos de trabajo debía figurar secretamente la cláusula que garantizaba que ella vino al mundo para alegrarlo. Carmen la cumplió hasta el último show. Y esperó que cayera el telón para ahorrarle a la audiencia, por pequeña que fuera, una escena tan poco Carmen, tan fuera de estilo.

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