Domingo, 14 de mayo de 2006 | Hoy
Hasta la edición del exhaustivo y reconstructor libro de Richard Davenport-Hines, la majestuosa “Noche Majestic” sí era mencionada en otras biografías de Proust, pero como al pasar o con la difusa textura de un Expediente X de cuya veracidad nadie parecía estar del todo seguro.
El casi inaugural A la recherche de Marcel Proust, de André Maurois, consigna sus últimas salidas nocturnas al Ritz (donde, con la ayuda de inyecciones de adrenalina, se limitaba a una dieta de helados y, en una ocasión, espárragos) y una visita a los salones de la condesa Marguerite de Mun, pero ignora por completo el cónclave modernista. Lo mismo ocurre con el reciente y breve y sustancioso Marcel Proust (1999, Mondadori) de Edmund White para la colección Penguin Lives. Las memorias de su esclava todo-servicio Céleste Albaret mencionan la velada, pero la ubican en el Ritz en lugar del Majestic, despachándola en un par de líneas y definiendo a Joyce como “el por entonces poco conocido escritor irlandés”.
En la primera gran biografía del escritor –Marcel Proust (1959 y 1965)–, el inglés George D. Painter le dedica dos páginas (incluyendo los supuestos intercambios verbales) al choque de titanes y concluye: “La incapacidad de los escritores geniales para apreciar recíprocamente sus obras constituye un normal fenómeno de autoprotección que no debemos lamentar. Y ello es así por cuanto si uno de ellos se dejara dominar por la grandeza del otro, la suya propia quedaría menoscabada. Sin embargo, Joyce tuvo la generosidad de aludir a Proust y a su obra en Finnegans’ Wake, novela que, al igual que la de Proust, es de construcción circular o en espiral, y que al terminar vuelve a empezar”. En una nota al pie, Painter informa de los guiños lingüísticos al francés en el libro del irlandés: la exclamación “Prost bitte!”, un “swansway”, y la afirmación de que “los prouts inventarán una nueva forma de escribir”.
En su Proust (1991), Ghislan De Biesbach apenas ofrece un breve párrafo sobre la velada, concluyendo con el siguiente diagnóstico: “Uno tras otro van desatándose sus últimos vínculos con la sociedad”.
Críptico resulta el mega-especialista proustiano Jean-Yves Tadié –responsable de la edición y notas de la edición de En busca del tiempo perdido en La Pléiade– en su colosal y para muchos insuperable Marcel Proust (1992). Tal vez optando por no hacerse eco de rumores trasnochados o de leyendas urbanas, Tadié ni siquiera reproduce la conversación de la discordia, prefiriendo un seco y clínico: “Nada sobrevive de esta resplandeciente velada, ni en las cartas de Proust, ni en su novela: como él mismo solía decir, conocer o encontrarse con sus pares, sus colegas artistas o intelectuales, le importaba bien poco”.
En Proust’s Way: A Field Guide to “In Search of Lost Time” (2000), el ensayista y crítico Roger Shattuck dice que Proust y Joyce conversaron “acerca del único otro tema que a ambos les interesaba: su propia salud”.
En su Marcel Proust: A Life (2000) el inglés William C. Carter -responsable también del libro The Proust Quest y del documental Marcel Proust: A Writer’s Life– precisa que “los creadores de Leopold Bloom y Charles Swann tenían muy poco que decirse el uno al otro”, y responsabiliza a la compulsión reescritora de Joyce a la hora de relatar una y otra vez el episodio en cuestión a su favor. Y cita las impagables palabras del irlandés referidas a Jacques Mercanton y al poeta y médico William Carlos Williams (según algunos, otro de los comensales, quien aseguró haber oído in situ el intercambio de padecimientos físicos de uno y otro) a la hora de cauterizar la herida por siempre abierta de este misterio y amputando en seco el asunto: “Proust sólo habla sobre duquesas mientras yo estoy más preocupado por el personal de servicio”.
Para ir retirando los platos, en el James Joyce de Richard Ellman (1959, corregido y aumentado en 1982) se ofrece una detallada descripción de la escena en página y media que se cierra con varias citas del irlandés –posteriores al encuentro– en sus cuadernos de notas sobre el que, para muchos, era su archirrival por el trono modernista: “Las naturalezas muertas analíticas de Proust”, “Proust muestra la vida como algo analítico e inmóvil. El lector termina sus oraciones antes de que él lo haga” y “Proust puede permitirse escribir; tiene un piso confortable en la Etoile, con las paredes y el suelo forrados por planchas de corcho para aislarse y crear sin ruidos ni interrupciones. Mientras que yo, escribiendo en este sitio, con gente que entra y sale todo el tiempo...”. Y en una carta a la librera y mecenas Sylvia Beach despacha el siguiente y un tanto irritante e irritado jueguito de palabras: “He leído A la recherche des ombrelles perdues por varias Jeunes filles en Fleurs du côte de chez Swann y Gomorhée et Cie, por Marcelle Proyst y James Joust”.
Mucha más graciosa –y cariñosa– es la versión que propone el joven Alain de Botton en ese tan extraño como útil ensayo de autoayuda que es Cómo Proust puede cambiar su vida (Ediciones B). Allí, De Botton –también confundiendo al Majestic con el Ritz– teoriza: “Si la historia tiene su lado absurdo, se debe a la conciencia de lo que ambos escritores podrían haberse dicho el uno al otro. Una conversación de cul-de-sacs concluyendo en sucesivos ‘Non’ no resulta sorprendente para muchos, pero resulta sorprende y lamentable cuando descubrimos que fue casi todo lo que se dijeron ambos autores”. Y propone una versión alternativa:
PROUST (mientras, hundido dentro de su abrigo, le da golpecitos furtivos con su cuchillo al Homard à l’américaine): Monsieur Joyce, ¿por casualidad conoce usted al Duc de Clermont-Tonerre?
JOYCE: Por favor, appelez-moi James. ¡Le Duc! Un amigo tan excelente y cercano, el hombre más gentil que jamás he conocido de aquí a Limmerick.
PROUST: ¿De veras? Me hace tan feliz que estemos de acuerdo (resplandeciente ante el descubrimiento de esta amistad en común), aunque yo jamás he estado en Limmerick.
VIOLET SCHIFF (inclinándose con delicadeza de anfitriona hacia Proust): ¿Marcel, conoces el gran libro de James?
PROUST: ¿Ulises? Naturellment. ¿Quién puede no haber leído la obra maestra de nuestro nuevo siglo?
(Joyce se ruboriza, pero nada puede ocultar su placer.)
VIOLET SCHIFF: ¿Recuerda alguno de sus pasajes?
PROUST: Madame, recuerdo el libro entero. Por ejemplo, esa parte en la que el héroe va a la biblioteca, disculpen mi acento anglais, pero no puedo contenerme: “Urbane, to comfort them, the Quaker librarian purred...”.
Y De Botton cierra la puerta y apaga las velas y despide a los criados con palabras sabias: “Y aunque todo hubiera resultado bien, si uno y otro hubieran disfrutado de una animada conversación en el taxi de vuelta y decidido seguir intercambiando opiniones y pensamientos hasta el amanecer sobre música y literatura, arte y nacionalidad, amor y Shakespeare, aun así existiría una discrepancia crítica entre el diálogo y la obra, entre las palabras y la escritura, porque ni En busca del tiempo perdido ni Ulises hubieran sido el producto del diálogo, aunque ambas novelas hayan sido las máximas expresiones de ambos hombres. Una y otra novela son pruebas incontestables que no hacen más que destacar las limitaciones de la conversación como terreno donde expresar nuestras ideas más profundas”.
Buen provecho, digestión tranquila, y felices sueños.
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