Dom 25.02.2007
radar

Punto Final

› Por Guillermo Saccomanno

Las intervenciones que se sumaron a la polémica abierta por mi nota “El fenómeno Soriano” me imponen reflexionar. En Radar del 18 de febrero de 2007, los docentes de la cátedra Sarlo en 1996 adjudican la historia de un Soriano humillado en el ámbito universitario a una “leyenda urbana”. Si la anécdota referida por Bayer fuera una “leyenda urbana” sería interesante analizar los resortes de esta mitología para comprobar cuánto de verdad puede tener, qué inquinas y recelos despierta y por qué se divulgó justamente una historia que tan mal parados deja a estos docentes quienes, por otra parte, recién ahora, a diez años de la muerte del escritor, se preocupan por desmentir. Es evidente que Soriano sigue siendo un problema para algunos docentes de Letras. “El mito es en principio un relato, no una mentira sino una verdad de ficción que es necesario interrogar”, señala María Moreno en su intervención “Los duelistas” (Radar, 18.1.07).

Si una autocrítica debo formular, se la debo a Eduardo Romano (también en Radar 18.2.07). Romano me recuerda el tiempo en que fui su alumno y también, despegándose de Sarlo, argumenta que hay cátedras donde la literatura nacional no se comprende de modo sectario ni elitista. Al reflexionar me doy cuenta de que tal vez debo una disculpa a quienes, sin compartir la disciplinaria ideología Sarlo, se pudieron sentir afectados por mis dichos que, en el debate, parecían demonizar a toda la carrera de Letras. Me consta que la carrera ha contado y cuenta con profesores tan democráticos y tolerantes como brillantes y abnegados, que aun cuando se discutieran sus encares programáticos, han hecho menos alharaca y conquistado menos antipatía con un trabajo formativo que siempre puso, desde ópticas tan diversas como pluralistas, un acento apasionado en el aprendizaje. Citaré a Enrique Pezzoni, Nicolás Rosa, David Viñas, Noé Jitrik, Jorge Panesi, entre otros. Nunca se me habría ocurrido tildar a los mencionados como caprichosos, arbitrarios, trepadores y elitistas. Es más, si un rasgo común tienen los mencionados es un humor del que Sarlo carece.

Si algo se me ha criticado en las intervenciones ha sido el tono. Toda una cuestión el tono. Como si forma y contenido pudieran desprenderse. Con su ironía y agudeza habituales, Moreno apunta con acierto el tono crispado de mi prosa en mi respuesta a Sarlo (“Una respuesta rústica”, Radar, 11.2.07). ¿Debo disculparme por haber empleado un tono en consonancia con aquel de la primera nota (Radar, 28.01.07), la que disparó estas intervenciones? Que escribía por venganza, dije entonces. No me gusta la venganza. Y tampoco el resentimiento. La venganza se legitima ante la ausencia de justicia. Este y no otro fue mi planteo original. Y éste parece ser el nudo de lo que se discute: el ninguneo a un escritor popular o, más precisamente, el ninguneo de los intelectuales que no le perdonaron a un autor su popularidad. Hubiera preferido que mi tono fuera otro, más sutil, perfeccionar, como Moreno me recomienda, el arte de la injuria.

Quiero aclararle a Moreno que así como no hubo ningún propósito misógino en mis prosas, no estuvo tampoco en mi ánimo la injuria. Creo haber sido descriptivo y no injurioso al llamar a Sarlo benéfica cronista dominical. Injurioso habría sido, conjeturo, que la comparase con Dorothy Parker o Susan Sontag. En todo caso, teniendo en cuenta que la teoría literaria es también teoría política, leí su columna de Viva en coherencia con la visión de lo que ella cree que debe ser la literatura. Sarlo, a su vez, en su última intervención (Radar 18.2.07), me acusa de intimidación: “Tengo miedo de la violencia verbal y del odio de Saccomanno”. No quiero ni pensar qué habría pensado de mí Sarlo si en lugar de aplicar lo que denomina mis “habilidades sociocríticas” hubiera tenido en cuenta las recomendaciones de Moreno sobre el arte de la injuria.

Porque Sarlo, en su última intervención (Radar, 18.02.07), me concede, generosa, una “habilidad sociocrítica” para leer su escritura de Viva. Agradezco su deferencia. Pero corresponde aclarar que no es necesaria tal habilidad para constatar su indefendible tilinguería, ratificada el domingo pasado cuando, respondiendo a su pedido, Radar le republicó la nota de Viva que le critiqué. Los lectores habrán extraído sus propias conclusiones. “La cultura es un campo de combate”, escribió el palestino Edward Said. Las chicanas no son sólo chicanas. A veces una chicana carga una crítica cierta. A Soriano le importaba el reconocimiento universitario, sí. ¿Esto lo convierte en bestia negra? Por qué no pensarlo así: quería además de público –que tenía y mucho– que sus libros, en un gesto sarmientino, participaran de un debate serio y riguroso ya que desde ese ámbito, el universitario, profesionales de la crítica lo ninguneaban. En este punto, la intervención de Rogelio Demarchi (Radar, 28.1.07) marcando conexiones entre Puig y Soriano es de una sagacidad abarcadora: no se trata de Puig versus Soriano sino de dos escrituras complementarias, con más puntos de contacto de los que se supone. El ninguneo universitario a Soriano, al igual que la frivolidad de las columnas de Sarlo en Viva, irritan. No es la violencia de un ataque físico. Es más sutil. Más conspicua y palaciega. Si la frivolidad no violentara, no se habría producido este alboroto post mortem del escritor en un suplemento cultural. Vuelvo a subrayarlo: acá no se estuvo discutiendo sólo el ninguneo de Soriano. Soriano, más bien, ha sido un detonante. Se señaló una ideología cuestionable, la de Sarlo. María Moreno y Eduardo Romano así lo sugieren. En particular, se puso en tela de juicio una concepción oclusiva de la literatura. Discusión que no se cierra por más que Sarlo decida huir y rehuir el debate y pretenda ponerle un airado punto final aduciendo sentirse intimidada. (Vale recordar: hace unos años Sarlo rehuyó debatir con Viñas en un programa televisivo porque la asustaba. Ahora Sarlo reedita el susto conmigo. El mecanismo es conocido: la agresora que se hace la agredida y así coloca a quien le responde en el rol de matón.) Un clásico de la intelectualidad de derecha es sentirse agredida cada vez que se le cuestiona el elitismo. Elegir una biblioteca educativa y no otra es una elección política. Lo que acá se estuvo discutiendo no fue sólo la veracidad de la anécdota que contó Bayer (Soriano humillado en la universidad) sino qué visión de la literatura se les imprime a quienes estudian nuestras letras. Y esta visión es política. ¿Acaso hace falta recordar que en toda interpretación de un texto –se trate de Walsh o de Copi– se discute también, en esta Argentina saqueada, qué modelo de país y sociedad se quiere? Que quede claro: si acá hay una violencia es la de Sarlo. Que no es ni más ni menos que la violencia de la “civilización” que se presume raza y clase elegida. Que Sarlo fije un punto final a un debate no significa que acá no pasó nada. El cruce de voces y opiniones tanto en las páginas de este suplemento como en los blogs de las últimas semanas no es ni casual ni gratuito. Lo que este debate ha referido, aun cuando no conquiste simpatías ni sea condescendiente con quienes intervenimos, es un malestar y un cuestionamiento. No hay diplomacia en un debate cuando es serio. Cada intervención se plantea como una verdad irreductible, pero no lo es. No obstante, en la confrontación, se pueden entrever sombras y mezquindades, ofensas y heridas, además de la obvia voluntad de sacar de combate al adversario. Ninguno puede arrogarse el beneficio de salir bien en la foto. Acá estuvieron y están en tensión la soberbia de Sarlo por un lado y el ofrecimiento a debatir de parte de Bayer. Esta invitación al debate en una cátedra de Derechos Humanos puede enriquecer la relación entre ambos pensamientos, el de los Derechos Humanos y el de las Letras. Que Sarlo considere el debate como un escrache (sin tener en cuenta que al victimizarse se identifica con una represora, porque el escrache es la metodología para identificar a los represores) es, previsiblemente, el punto final que ella decide ponerle. Pero no lo clausura.

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