› Por Amparo Rocha Alonso*
Osvaldo Soriano entró en la carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA el primer cuatrimestre de 1988 de la mano de Beatriz Sarlo y para consideración de sus alumnos. Se trató de un seminario sobre novela y realidad política que cursábamos en la vieja sede de Marcelo T. de Alvear los sábados a la mañana. El programa se componía de unos cuantos textos, entre los que figuraban No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno, En esta dulce tierra, de Andrés Rivera, Nadie nada nunca, de Saer, Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Asís, Respiración artificial, de Piglia, y otros de Martini, Cohen, Moyano y Puig. Un año antes había sido publicado el libro en uno de cuyos artículos Sarlo analizaba el modo en que en esos años de plomo las novelas de estos autores salían a representar, siempre de modo oblicuo y escapándole al realismo, la violencia reinante en el país según estéticas y procedimientos literarios muy diferentes entre sí (AAVV, Ficción y Política: la narrativa argentina durante el proceso militar, Buenos Aires, Alianza, 1987). El artículo en cuestión era “Política, ideología y figuración literaria”.
Me pareció oportuno introducir unas notas relativas a la literatura para airear una discusión que se ha desbarrancado entre argumentos ad personam y comparaciones irritantes.
Para retomar el hilo de la cuestión, el ingreso de Soriano al ámbito universitario (la UBA, para ser precisos: ¿la academia que Sarlo dirigía?) se da en el marco de un programa de Literatura Argentina de una docente prestigiosa que, como otros docentes del momento (Viñas, Ludmer, Pezzoni), marcaba tendencia entre el alumnado con sus elecciones y análisis. No imagino puerta más grande de entrada al mundo académico que ésta, aunque evidentemente no lo suficiente para un Soriano que, como lo explica muy bien Saccomanno, se debatía entre el desdén por ese mundo “muerto” y un conmovedor deseo por lograr su reconocimiento.
Aquí convendría aclarar algunos puntos: por un lado, la tan mentada “academia”, una institución compleja, atravesada por líneas de fuerza, no puede ser dirigida por nadie y no hay individuo que tenga en su poder la capacidad de imponer un gusto homogéneo, por más capital simbólico que ostente. Pensar eso, como lo hace Bayer, es subestimar gravemente a los alumnos, que vienen con lecturas, formaciones y bibliotecas diferentes al encuentro de su educación universitaria. Un poco a la manera de los que menosprecian a los lectores que colocan a un escritor al tope de los más vendidos –como sucedió con Soriano–, por considerar que son meras víctimas de la poderosa máquina publicitaria de las editoriales. ¿No será que ambos, alumnos y consumidores, encuentran algo que los interpela en esos textos? Por cierto, no deberíamos obviar que el capital de autoridad de ciertos intelectuales y sus lazos intrincados con los mecanismos de legitimación influyen en el acotado campo intelectual orientando lecturas, de modo equivalente a como lo hacen las inyecciones de dinero y el engranaje aceitadísimo del mercado con el consumo de bienes simbólicos. Soriano, por mérito propio y con ayuda de la promoción, ganó en un terreno y perdió en otro, la famosa “academia”, aquel suelo refractario a los éxitos mediáticos. Ya Barthes había analizado brillantemente el mito de la cuantificación de la calidad (“si es mucho es bueno”) y en la facultad se nos enseñaba, casi de manera conductista, que todo pensamiento crítico implicaba desmitificar, ver lo construido culturalmente en aquello naturalizado por la sociedad. Pues bien: si Soriano tenía suceso editorial y ventas altísimas se le oponían reparos. Esto, más el microclima de época: en un espacio fascinado por la escritura y el imaginario de Puig, Piglia o Saer, el estilo Soriano no cuadraba. Así de simple.
Por otro lado, las fantasías con la universidad: si lo que se espera de ella es medalla, aplauso y beso vamos por mal camino. Es cierto que a veces la institución brinda tributo y ovaciones y está bien que lo haga. Se me ocurre por caso el homenaje que se hizo en Exactas a un Boris Spivacov viejo y enfermo poco antes de su muerte. Pero no es su función primordial dispensar bendiciones. Ya dijimos, a riesgo de sonar escolares, que el pensamiento que en ella se promueve sufre cierta incomodidad ante lo consagrado. Las consagraciones, de hecho, llegan por caminos varios, no se imponen a dedo desde arriba y muchas no resisten el paso del tiempo.
Y además de ser un espacio de gente apasionada por las ideas y las palabras, gente que trabaja y estudia en condiciones no muy buenas, la universidad también es feria de vanidades, bolsa de gatos, plataforma política, señorita snob, madre ingrata con sus hijos y generosa con los de afuera, etc.,etc.
Ahora bien, con respecto a la anécdota en cuestión, una hipótesis (y esto va pareciendo Rashomon). Sarlo no invitó a Soriano a una charla con sus alumnos. ¿No debemos creerle a una persona que nunca eludió el debate con altura sólo porque escribe en Viva contigua a Valeria Mazza, “modelo del Vaticano”? Y, por el contrario, ¿debemos creerle a Bayer sólo porque es el biógrafo de Severino Di Giovanni y etc.? Los hombres probos también se equivocan. Creer en una proposición porque se confía en el que la dice, el que da testimonio, se llama fe (pistis) y ya se sabe, la fe mueve montañas.
Sin embargo, yo le creo a Bayer. Nótese la sutil, pero sustancial diferencia entre “Sarlo invitó a Soriano a dar una charla para sus alumnos” (Saccomanno) y “un grupo de alumnos y docentes de la cátedra Sarlo” (Bayer). En definitiva, ambos creyeron lo que pudieron y quisieron. Sobre una información básica, algún encuentro efectivamente acaecido de Soriano con gente de la facultad, construyeron mentalmente una escena con buenos y villanos, funcional a las disputas ideológicas que los movilizaban tanto como ahora. No tiene nada de raro: así es la dinámica del rumor, así se construye el mito. En ese sentido, es ejemplar el funcionamiento de la memoria cuando Saccomanno reconstruye los dichos de Piglia. Cuando éste afirma “Los tres más grandes escritores argentinos no terminaron sus estudios secundarios: Domingo Faustino Sarmiento, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges”, Saccomanno recuerda y reproduce: “Piglia arrancó planteando que los tres escritores argentinos más grandes de nuestra literatura no habían terminado la primaria: Arlt, Borges y Soriano”. Haciendo un poco de psicoanálisis de salón, es claro el mecanismo de reparación simbólica que está operando en estas sustituciones: primaria por estudios secundarios y, la más flagrante, Soriano por Sarmiento.
Como sea que fuere, podría pedirse un poco más de rigor al articulista a la hora de citar dichos ajenos, si no fuera porque es harto evidente su voluntad de plantear un antagonismo sin grises y sin gracia entre Sarlo, la “Academia”, la derecha y Victoria Ocampo y él, ángel vengador. ¿Y Soriano? Bien, gracias. En este sentido, cuando uno lee la totalidad del dossier dedicado en su momento al novelista por este diario se advierte cómo, mientras la mayoría de quienes escriben se entregan al recuerdo del amigo que ya no está, el señor Saccomanno no ha podido dar un paso al costado de su propio ego. Es cierto que como hombre inteligente que es, reconoce este protagonismo resentido. Esperemos que no se confunda: no alcanza con destilar veneno para ser un Roberto Arlt.
*Docente de Semiótica, UBA.
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