› Por Hernán Ferreiros
Tras el escándalo del Watergate, surgió en Estados Unidos un nuevo tipo de thriller que fue visto como una manifestación inequívoca del clima político del momento, signado por las teorías conspirativas, la paranoia y la desconfianza sobre las instituciones que, gracias al desarrollo tecnológico, parecían no tener freno para ingresar en la vida privada de los ciudadanos. De esto, de la relación entre el secreto y la tecnología de la información, entre lo público y lo privado, hablan films emblemáticos del momento como La conversación (1974), de Francis Ford Coppola, Los tres días del Cóndor (1975), de Sydney Pollack, Asesinos SA (1974), de Alan Pakula, y Todos los hombres del presidente (1976), justamente sobre la investigación periodística que llevó al Watergate y también de Pakula. Todas estas películas operan con una inversión de la noción tradicional de delito que supone la violación de un sujeto privado de la normativa acordada por un sujeto colectivo: el Estado, la “sociedad”. En estos films, quien comete los delitos es el sujeto colectivo contra el sujeto individual, el ciudadano. Por eso eran películas vistas, a la vez, como thrillers políticos y paranoicos: ya no queda un afuera donde refugiarse, donde el individuo pueda identificarse como víctima de un “delito”, cuya misma noción se vuelve borrosa y contamina a la totalidad. La trilogía de Jason Bourne está basada en una serie de novelas de Robert Ludlum que fueron escritas en medio de este clima político y con esta concepción del thriller en el horizonte, por eso parecen un regreso a este tipo de cine. Sin embargo, nuestro zeitgeist impone una serie de modificaciones al género que la saga cinematográfica no puede ignorar. De hecho, en los extras del DVD de la primera parte, Identidad desconocida, filmada antes del 9/11, puede verse cómo se creó un prólogo y un epílogo para que el film se ajuste mejor al clima político del momento, aunque tras una exhibición de testeo exitosa se decidió no usarlos. Las tres películas de Bourne parecen retomar tópicos del thriller conspirativo, como la abolición de la intimidad o el tramado tecnológico como una red a la que los individuos están inevitablemente sujetos y de la que no tienen escape, pero sólo para invertirlos una vez más. En la trilogía, ya no es un sujeto colectivo quien persigue al protagonista sino que es el protagonista quien persigue: Bourne es impasible, robótico, jamás duda; sus ex jefes en el gobierno transpiran, gesticulan, gritan. Esta primera inversión está subrayada por el gag que la saga se encarga de usar hasta el hartazgo: en ¡cinco! ocasiones distintas Bourne es quien espía en secreto a quien cree que lo está espiando a él. La segunda inversión es que quien comete el “delito”, aunque tiene a su disposición todo el tramado tecnológico que le permite conocer cualquier secreto o terminar con la vida de quien sea, no es el Estado sino un sujeto individual, un agente corrupto, la oveja negra de un sistema moralmente neutro. Esta serie de películas ya no sugiere, tal como lo hacía claramente Asesinos SA –en la que Warren Beatty intentaba infiltrarse en una organización dedicada al crimen político sólo para quedar preso de ella porque sus ramificaciones eran mucho más extensas de lo que sospechaba–, que lo perverso es el orden actual sino que las herramientas de este orden pueden ser utilizadas por individuos para fines privados y espurios, es decir, vuelve a la noción tradicional del delito, que se ubica en un individuo particular, identificado y castigado para preservar el orden vigente. De hecho, cada una de las tres partes concluye con un villano detenido por la policía. El estilo fragmentario y vertiginoso del director Paul Greengrass hace estallar el espacio con un virtuosismo incomparable (las tres persecuciones de la nueva película que, en realidad, son casi toda la película, ya están entre las más celebradas de la historia) y subraya la desconexión de sus protagonistas con la totalidad: aquí somos testigos de una lucha de fuerzas particulares, el agente renegado Jason Bourne que busca redimirse de sus crímenes y el jefe de inteligencia corrupto, mucho más criminal que Bourne, a quien no le alcanzan todos los aparatos del Estado para frenarlo. Aunque parece parte del linaje del thriller político, aunque algunos flashbacks parecen citar las escenas de tortura de Abu Ghraib, no hay aquí política ni crítica sino la utilización experta de un conjunto de recursos puestos al día y vaciados de su significado original. Y en esto sí que la saga Bourne es un signo de los tiempos.
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