Bourne: el ultimátum y Duro de matar 4:0, dos sagas contra el terrorismo.
› Por Mariano Kairuz
Bourne: el ultimátum y Duro de matar 4:0 tienen más en común de lo que parece a primera vista. A pesar de que parecen provenir de épocas diferentes y estar protagonizadas por héroes de acción de estilos casi contrapuestos, ambas son perfectos productos post 11-S.
Por un lado, el terrorismo puro y duro. Los terroristas siguen al personaje que Bruce Willis hizo conocido como John McClane desde mucho antes de lo que se suele tener presente. La primera Duro de matar (1988) estaba basada en una novela de fines de los ‘70 llamada Nothing Lasts Forever, de Roderick Thorp. Más explícitamente política que su adaptación al cine, en la novela la amenaza venía de un terrorista alemán que tomaba por asalto las oficinas centrales de una petrolera, y el libro estaba cruzado por el recuerdo todavía demasiado candente de la masacre en Munich ‘72. Una década después, la película, se permitía un chiste bastante salvaje sobre la paranoia antiterrorista: sus ruidosos villanos se hacen pasar por un grupo de terroristas con una lista de prisioneros políticos a liberar, cuando en realidad sólo están atrás de un botín de cientos de millones de dólares. Lateralmente, Duro de matar 4:0 retoma aquella idea: aunque esta vez se trata de terrorismo virtual (un ataque que consiste en sumir al país en el caos absoluto, hackeando uno a uno los sistemas de transporte, comunicaciones y finanzas), en última instancia su artífice también está en busca de una “indemnización” multimillonaria. Dinero. Ahí está también el giro más contemporáneo de la saga: esta vez el malo es un norteamericano; un programador informático despechado porque los servicios de su país desoyeron sus advertencias sobre las fallas de seguridad y todo lo que podía pasar y efectivamente pasó el 11 de septiembre de 2001. Su equipo de secuaces es multinacional (una chica oriental, varios europeos, ningún árabe), pero el líder es un patriota que se considera mejor para el país que cualquier “loco religioso extranjero” y que sólo le está haciendo un llamado de atención a un gobierno que no cuida como es debido a sus amigos americanos. El discurso continúa en boca del cansado pero enérgico McClane, quien explicar que “lo que está en riesgo no es un sistema sino un país, con su gente sola y con miedo en sus casas”. Norteamericanos atemorizando norteamericanos; la amenaza que viene de adentro.
Mucho de eso es lo que motoriza la última desventura de Jason Bourne. El agente empeñado en hacer memoria sigue descubriendo que no fue tan buen tipo en su vida anterior, y de a poco va reconstruyendo cómo fue que se convirtió en un asesino programado por y para la CIA. La verdad no es nada agradable: él mismo se ofreció a hacer “lo que fuera para ayudar a salvar vidas norteamericanas”. Ahora son sus compatriotas en inteligencia, los mismos que avalaron sin asco la creación de un escuadrón de la muerte internacional, quienes lo buscan para eliminarlo, para borrar el último vestigio de una operación encubierta que no tiene que llegar a oídos de la opinión pública. Y de golpe, en distintas partes del mundo, en Europa, en Marruecos y finalmente donde todo empezó, en Nueva York, hay norteamericanos intentando matar a uno de los suyos: norteamericanos disparando sobre norteamericanos en nombre de intereses no del todo fáciles de recordar.
La primera novela de Bourne apareció por primera vez en 1980, apenas un año después de la que dio origen a Duro de matar; ahora las últimas versiones cinematográficas de ambas series obligan a Hollywood a definir las formas de un “nuevo” cine de acción. Y entonces, tanto en la película del espía sofisticado como en la del policía cincuentón, asistimos a secuencias completas de ataques y persecuciones virtuales que se traducen en planos de dedos que corren veloces sobre teclados, camaritas, rastreos virtuales, códigos craqueados, googleos de números, caos teledirigido y pantallas por todos lados. Tanteos de un cine de acción que se empeña en dar con una nueva fórmula que exprese modernidad, cuando al final de todo, tanto Bourne como McClane –como el último James Bond– invariablemente tendrán que volver a recurrir a sus trucos de siempre: fierros, tiros y explosiones. Largas persecuciones a pie, vértigo en escaleras y ascensores, numerosas sesiones de piña-patada-piña, autos que dan muchos tumbos y se estrellan estrepitosamente; autos contra autos (Bourne), o auto contra helicóptero y camión contra avión militar (Duro de matar).
Nuevos y viejos enemigos, y nuevos y viejos terrorismos, tan estruendosos como los de antes. Planteos modernos con resoluciones gigantes, explosivas, onomatopéyicas, como las de antes, como las de siempre.
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