› Por Rodrigo Fresán
Una de mis canciones favoritas de Andrés Calamaro (“Señal que te he perdido”) en uno de mis discos preferidos de Andrés Calamaro (Nadie sale vivo de aquí) comienza con versos donde la acción se convierte en definición: “Abro la puerta como un poeta fértil / Dándose a conocer”.
Tantos años y canciones y álbumes después, casi dos décadas, es ese mismo poeta fértil —curtido ahora como “poeta malhablado”— quien, “el día menos pensado”, vuelve a recibir el consuelo del retorno de las musas en una de mis canciones preferidas de Andrés Calamaro (“Carnaval de Brasil”) en uno de mis discos favoritos de Andrés Calamaro y que tal vez sea el mejor y más logrado de toda su carrera (La lengua popular).
Un sitio donde todos y cada uno de sus doce tracks funcionan como piezas de un puzzle armacabezas (la de Calamaro y las nuestras y el modo en que Calamaro le canta esas cosas con la suya luego de armarla desarmándonos) a la vez que se oyen como potentes hits en potencia. Doce momentos engañosamente pequeños y universalmente íntimos en los que un grande sin atenuantes hace sentir que está cantando exactamente lo que uno siente sin saber exactamente lo que uno está sintiendo. Supongo que de eso se trata el genio.
Producido y contenido con astuta y colaboradora sabiduría por Cachorro López, La lengua popular es, también, el sitio exacto y la parte de su cuerpo en la que Andrés Calamaro se reencuentra con el fino arte de componer y cantar canciones redondas. Canciones que pueden ser un gozoso y funeral cántico hooligan (“Los chicos”); una nota de agradecimiento y temor a aquello que inspira (la ya mencionada “Carnaval de Brasil”); una graciosa exploración del lado oscuro del músico en la carretera y de las limpias poluciones que acaso se piensan en una habitación de hotel (“5 minutos más [Minibar]”); amorosas exploraciones del lado luminoso del corazón (“Soy tuyo” y ese standart instantáneo que es el bolero-rumba-sinfónico “Cada una de tus cosas”); el pop de profundidad arrojándole deseos a los trenes que pasan (“Mi gin tonic”); el pop populista de alcurnia down-under (“La espuma de las orillas”); la postal turística que sólo puede ocurrírsele a un local (“Comedero piquetero”); la declaración de principios finales (“Sexy & Barrigón”, donde el rocker se describe, casi apocalíptico, con un “Soy una buena combinación / De Homero Simpson con rolling stone / Saco ventaja de la confusión / Ya sé soy sexy y barrigón”); los aires terrenos y muy dylan-mex (“De orgullo y de miedo”); el pacífico himno de batalla del redimido enamorado pero que no olvida la pesadilla sedienta y existencial antes del sueño realizado (“La mitad del amor”, donde se oye un gracioso “Voy a tomarme hasta el pelo / Mi pelo, por favor, con mucho hielo / Voy a tomarme hasta los trenes que no van a venir” para después ascender en un coro gritado que todos gritaremos con Calamaro dentro de poco en vivo y en directo: “Parte de mí no cambió y a la vez / Ya no soy el viejo Andrés que no dormía jamás / Qué subidón, que momento ideal / Encontré la mitad del amor”); y la coda findemundista (“Mi Cobain [Superjoint]”) donde se nos advierte, sin angustias pero sin anestesia, que “Nadie miraba pero se veía venir”.
Igual que se veía venir el retorno del poeta fértil.
Aquí está, ya llegó.
Contracorriente, como corresponde, El Salmón ha vuelto a casa. Pero
—fértil y malhablado, con las palabras justas y sacando la lengua popular— no para descansar para siempre sino para seguir viviendo y haciéndonos vivir mejor que nunca.
Reabriendo la puerta y dándose a reconocer.
Señal que lo hemos encontrado.
Otra vez.
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