Christopher Hitchens cree que será difícil pensar la escena cultural sin la inteligencia, las bravuconadas, la valentía, el carisma y la desarmante honestidad intelectual de Norman Mailer.
› Por Christopher Hitchens
“La cultura –dijo Mailer en 1981–, merece un poco de riesgo.” Pronunció estas palabras durante una caótica conferencia de prensa posterior a la liberación de un peligroso convicto que había matado a puñaladas a un inocente joven y por cuya libertad él había militado ardientemente. Recuerdo haber admirado su audacia, al mismo tiempo que silbaba por su promiscuidad. Creo que es imposible apreciar su figura sin considerar estas dos capacidades. Y creo también que es difícil imaginar la escena cultural sin su presencia.
“¿Has leído Los desnudos y los muertos?”, le escribió George Orwell a David Astor en 1949, pocos meses antes de morir. “Es asquerosamente buena, el mejor libro de la última guerra hasta ahora.” Para los que tenemos que aceptar, por mucho que nos aburra la idea, pertenecer a la generación “baby-boom” de la posguerra, es impresionante la cantidad de mojones posteriores que también llevan la marca de Mailer. Los años de Kennedy (con paradas en Marilyn Monroe y un largo excursus para el asesinato), la Revolución Cubana, la agonía de Vietnam, la misión del Apollo, la sombra oscura de Nixon: todo eso fue hecho crónica o encapsulado por Mailer en episodios de El parque de los ciervos, Los ejércitos de la noche, Miami y el sitio de Chicago, Blanco en la luna, y en muchos otros textos menores pero igual de buenos, escritos para revistas almibaradas o para los diarios “alternativos” (Dissent, el Village Voice) que ayudó a fundar y mantener.
Valoraba la toma de riesgos, no sólo en la sociedad sino –y orgullosamente– los propios: compartió un camión de detenidos con Noam Chomsky y un nazi; se sumergió en el Congo mientras esperaba la pelea de Alí-Foreman; se presentó como candidato a intendente de Nueva York; se enfrentó a compañeros de viaje stalinistas junto a su amigo trotskista Jean Malaquais; entendió a Gary Gilmore en La canción del verdugo y, sobre todo, entendió que un asesino de corazón de piedra que realmente quería morir era la negación misma del liberalismo sensible y un prólogo a los años de Reagan.
Además, corrió siempre el riesgo que pocos quieren correr: el de quedar en ridículo. Una vez casi pierde un ojo en una pelea de bar simplemente porque alguien insinuó que había algo homosexual, no en él, ¡sino en su perro! “¡Nadie le dice puto a mi perro!”. Otra vez, quedó como un idiota al aparecer borracho en The Dick Cavett Show con Gore Vidal y Janet Flanner, y después usó la transcripción de aquella humillante aparición como parte de un artículo periodístico. Pero todas esas bravuconadas, incluyendo el casi mortal apuñalamiento de una de sus mujeres, sólo aumentaron el número de personas –incluida la esposa que apuñaló– que encontró nuevas maneras de perdonarlo. Incluso escuché a Gore Vidal hablar con cariño de él. Se puede decir que su vitalidad, incluso su talante peleador, era algo que hasta sus enemigos envidiaban. Su vitalidad se nota hasta en sus momentos más vergonzosos. En “The Time of Her Time”, aparecido en Advertisements for Myself de 1959, describe durante una docena de páginas la heroica lucha por provocarle un orgasmo a una mujer testaruda. Años después, dijo que aquellas páginas le habían dado a un editor dubitativo el coraje necesario para publicar Lolita, novela de la cual “The Time of Her Time” era, según sus palabras, “el padrino”. Probó de todo al menos una vez: actuar, boxear, dirigir, cocinar (lo peor de todo, según mi experiencia), y si no resultaba, bueno, valió la pena el intento.
Solía decirme con absoluta seriedad que, políticamente, era un “conservador de izquierda”, y había algo de verdad en eso. Probablemente, más que nada, Mailer fue un libertario y enemigo de cualquier sistema o marco mental que involucre lo censurador (feminismo), lo excesivo o lo grandioso (imperialismo/comunismo). Su obra maestra, en mi opinión, es El fantasma de Harlot (1991), una ficción histórica del estado de seguridad nacional que estuvo cerca de alcanzar la ambición balzaciana que él imaginó. Es una vergüenza que haya sido tan mal recibida por la crítica y que nunca haya escrito el segundo tomo que prometió. En cambio, desperdició buena parte de las dos décadas siguientes en ensayos y ficciones a medio cocinar sobre la Teología de la Liberación y palabras inmaduras sobre George Bush. Dónde diablos, siempre quise preguntarle a Mailer, estaba el riesgo cultural en eso.
El domingo 11 de marzo de este año Radar publicó una extensa nota de Rodrigo Fresán sobre Mailer, su obra y su último libro publicado, The Castle in the Forest.
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