› Por Martin Scorsese
Los Beatles. Para aquellos de nosotros que estábamos vivos cuando ellos estaban en las ondas radiales, la sola mención de su nombre trae de regreso un mundo entero; no tan solo los ‘60, sino algo más, algo misterioso y estimulante. Cuanto más escuchabas la música (y todos la escuchábamos mucho), más se fortalecía tu conexión con ella. Unos años atrás, el crítico Geoffrey O’Brien escribió que la música de Los Beatles poseía “una belleza tan singular que casi puede considerarse subvalorada”. Es algo raro para decir de cualquier cosa producida por la que era la banda más popular del mundo. Y con todo, yo sabía exactamente qué quería decir O’Brien. Contábamos con que ellos hicieran un álbum verdaderamente grandioso detrás de otro, que lanzaran simples con obras maestras como “Penny Lane” en el lado A y “Strawberry Fields Forever” en el B, que siguieran a Rubber Soul con Revolver y “We Can Work it Out” y “Day Tripper” en el medio, de yapa.
Lo esperábamos. Pero no nos deteníamos realmente a pensar en lo maravilloso que era.
Y además, estaba la imagen que proyectaban... o, para ser más específicos, las imágenes. Cada uno era algo distinto, con sus propios e individuales sentidos de la ironía. Era como si estuvieran diciendo: “¿No es absurdo lo famosos que nos hemos vuelto? ¿Pero no es divertido? ¿Y no quieren divertirse con nosotros?” Y cada uno de ellos desarrollaba su propia identidad pública. Entender en qué medida reflejaban su identidad privada es tarea para un biógrafo, y de todas maneras no importa mucho. Cada vez que veíamos a Los Beatles, de algún modo nos hacía felices de estar vivos. Porque ellos estaban haciendo esta música hermosa y parecían estar pasándola muy bien al hacerla. Por supuesto, resultó ser que estaban todos los problemas acostumbrados; pueden verse en Let it Be. Pero la imagen de gozosa colaboración sobrevivió a la separación. Se encuentra íntimamente conectada con la música, y es igual de perdurable.
Por supuesto, era lo más natural del mundo que hicieran películas. Parecía que todo cantante o banda de rock iba a aparecer en el cine. Los ‘50 estuvieron superpoblados de películas como Celos y revuelos al ritmo del rock (Don’t Knock the Rock, 1956) con Bill Haley y sus cometas, o Meneos y zapateos al ritmo del twist (Don’t Knock the Twist, 1962), con Chubby Checker, Gene Chandler y los Dovells. Ibamos a verlas porque nos encantaba la música, pero eran películas crasamente comerciales, que no solo no captaban el espíritu de la música, sino que de hecho lo violaban.
Anochecer de un día agitado fue realmente la primera película con lo que uno podría llamar un verdadero corazón de rock n’ roll. Tenía la música, por supuesto, pero también tenía la actitud, la alegría y la anarquía. El crítico e historiador Andrew Sarris la llamó, de hecho, “El Ciudadano de los musicales de jukebox”. Los Beatles sostenían la pantalla, por separado y juntos, de la misma manera en que lo habían hecho los Hermanos Marx 30 años antes. Mucha gente hizo esta comparación en su momento, y así es como se sentía la película. Pero a diferencia de los hermanos Marx, Los Beatles tenían un verdadero director. Uno brillante, de hecho. En realidad, los hermanos Marx sí trabajaron con un gran director, Leo McCarey, en Sopa de ganso. Sus energías estaban bellamente armonizadas en esa película; Richard Lester les insufló la misma calidad a sus dos películas de Los Beatles.
Es difícil expresar con exactitud lo importantes que fueron los films de Lester. Cada nueva película era ansiosamente esperada. Crearon el estilo de tantas cosas en comerciales, en televisión (Lester había salido de la televisión con Peter Sellers y The Goon Show, que llevó a The Running Jumping Standing Still Film, un cortometraje de 1960 nominado al Oscar, y una favorita de Los Beatles), y ciertamente en cine, que es fácil dar por sentada su influencia. Lester fue una de las figuras clave de la época, tan crucial como Resnais o Antonioni, inventando nuevas técnicas narrativas y redefiniendo el vocabulario del cine sobre la marcha. El momento en Anochecer de un día agitado en el que Geoge afeita su reflejo en el espejo era puro Lester, una suerte de variación de pop art, surrealismo y gag al mismo tiempo. También tenía un extraordinario sentido del ritmo y el movimiento, en la edición y en el movimiento de la gente en la pantalla. Sus películas tenían la textura exacta de la época, igual que las de Truffaut y las de Godard, pero eran más ligeras que el aire, lúdicas. Por encima de todo, era la libertad, la sensación de que la estructura de la película podía doblarse y torcerse para acomodarse al espíritu de la juventud (lo contrario de lo que ocurría en películas como Don’t Knock the Twist o en las peores de Elvis), de que uno podía jugar con la forma y la estructura y romper tantas reglas como quisiera siempre y cuando uno mantuviera un centro emocional sólido; esto era lo que Lester nos daba. Las películas de Los Beatles fueron hitos, pero también lo fue The knack..., que ganó la Palma de Oro en Cannes: en su momento fue como una vindicación artística para toda una generación. O Petunia, una película melancólica, sutilmente poderosa que obviamente tuvo un efecto importante en la manera en que su director de fotografía, Nicolas Roeg, haría sus propias películas unos pocos años más tarde. O How I Won the War, con John Lennon, la favorita personal de Lester (los soldados muertos que regresan con maquillaje fantasmal eran una visión realmente hechizante); y más tarde, sus notables películas de los Tres mosqueteros, que tenían onda y eran históricamente correctas al mismo tiempo. Por supuesto, fueron Anochecer de un día agitado y Help! las que más nos entusiasmaron. Porque eran Los Beatles.
Con Help!, Lester fue aún más lejos en la edición, el color y los movimientos de cámara de lo que había llegado con Anochecer de un día agitado. El espíritu quizá haya sido diferente, pero fue tan afectuoso a su manera como Resnais lo había sido, apenas unos años antes, con El año pasado en Marienbad. Tomemos por ejemplo el color y el diseño de producción. Todo el mundo estaba experimentando en esta época –Antonioni con Blow-Up; Truffaut con Fahrenheit 451; Godard en todas sus películas–- y Help! era igual de excitante. El color en sí era raro –bastante alejado de la paleta psicodélica que uno esperaría, y acentuaba su tono de comedia–. Nunca olvidaré el momento en que Los Beatles se detienen enfrente de una hilera de casas (viven juntos, como lo hacen los integrantes de todas las bandas, por supuesto) y entran a través de cuatro entradas diferentes de colores al mismo departamento, con pisos en desnivel, muebles modernos, un cuadrado de pasto verde, y un tocadiscos Wurlitzer. Llevaba el tono asordinado mucho más lejos que la película anterior –el de John marcando el teléfono es uno de los grandes momentos de la comedia asordinada– y también el absurdo, desde las interpolaciones proto-Monty Python (“Parte Tres: Más tarde esa noche”) hasta los dientes mecánicos con los que cortan el césped, y los ridículamente sofisticados aparatos con los que intentan sacarle el anillo a Ringo. En cada plano Los Beatles y Lester parecían estar diciendo: “Acá está la segunda película, con un argumento acerca de un culto de la muerte de origen indio liderado por Leo McKern y Eleanor Bron y, de yapa, unos interludios que transcurren en pistas de esquí y en la playa. Ahora les toca hacer su parte: ¡vean y disfruten!” Se nos invitaba a participar del chiste, y eso lo hacía todavía más divertido.
Y además, por supuesto, estaba la música: “Another Girl”, “You’ve Got To Hide Your Love Away”, “The Night Before”, “You’re Going To Lose That Girl” (con ese hermoso solo de guitarra de George Harrison) y la canción del título. La banda de sonido de la película, la banda de sonido de nuestras vidas. Nuestra memoria. De una época, de la sensación de una posibilidad. Es algo que nunca morirá.
“Se fumó mucha hierba mientras hacíamos la película. Era buenísimo. Eso ayudó a hacerlo muy divertido. En una de las escenas, Victor Spinetti y Roy Kinnear juegan al curling (un juego escocés que se practica sobre hielo) deslizándose entre esas enormes piedras. Una de las piedras tiene una bomba en su interior y nos enteramos de que va a explotar, y tenemos que salir corriendo. Bueno, Paul y yo corrimos como diez kilómetros, corrimos y corrimos, así podíamos parar por ahí y fumarnos un porro antes de volver. Podríamos haber llegado corriendo hasta Suiza. Si miran las fotos de nosotros podrán ver un montón de tomas de ojos rojos: están rojos de todo lo que estábamos fumando. ¡Y ésos eran los muchachos prolijos y correctos! Pasa que nos divertíamos tanto en esa época...”
Ringo Starr
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