Leyendo el apéndice que Capanna dedica en su libro a las publicaciones locales de y sobre el género, se recupera la sensación de que hubo un tiempo de efervescencia, de cierto entusiasmo colectivo. De que algo pasó acá con la ciencia ficción. Desde sus antecedentes ilustres (Borges y Bioy), los cuentos pioneros del zoólogo Eduardo L. Holmberg y los aportes quizá poco recordados de Fray Mocho, Enrique Méndez Calzada, Eduardo de Ezcurra, Lugones, Quiroga, hasta las revistas, a partir de fines de los años ’40 y ’50, títulos como Hombres de Futuro (tres números en 1947); la legendaria Más Allá, que publicó textos extranjeros que aún no habían llegado en libro, como El día de los trífidos, de John Wyndham, por citar un clásico indestructible; y luego otras efímeras como la Génesis, y los sellos editoriales especializados, como el desembarco rioplatense de la editorial Minotauro, de Paco Porrúa. A fines de la década del ’60, Héctor Raúl Pessina fundó el Club Argentino de Ficción Científica, primera entidad formal del fandom vernáculo; en 1977, Aníbal Vinelli publicó su Guía para el lector de ciencia ficción; y dos años después salió el primer número de la recordada y celebrada El Péndulo, proyecto de Marcial Souto y de Andrés Cascioli.
En 1967 y 1968 habían tenido lugar dos convenciones para amantes del género, en Buenos Aires y Mar del Plata, respectivamente, a las que Capanna fue, por supuesto, invitado. Por esa época se hizo amigo de Souto. “Lo conocí cuando se iba a Estados Unidos, donde conoció a todo el mundo, hasta a Philip K. Dick. Un día se le ocurrió hacer El Péndulo; antes había sacado otras dos revistas, una llamada Entropía. Había un espíritu de grupo en esos años, pero más allá de que seguí relacionado con Souto y con alguna otra gente, yo no entraba. Traté de mantenerme lejos porque esta gente se parece a la izquierda y a los gnósticos del siglo II: cuando se juntan tres hay cuatro líneas encontradas. Y tuve una mala experiencia con un escritor, que era abogado y a quien no le gustó algo que dije de su novela, y me mandó una carta documento amenazándome con un juicio por calumnias. Un tipo agresivo que había sido montonero; aunque después lo fui a ver a y terminamos a los abrazos, me dije: ‘No, yo ya de esto no’. Con los años me seguí viendo con Sergio Hartman (responsable de la revista Parsec, de los años ’80) y algunas otras personas, que me recomiendan títulos. El aficionado es muy de secta, de hablar de eso y de nada más. Soy muy amigo de Carlos Gardini, uno de los pocos escritores del género de acá que tienen nivel internacional, y él justamente decía: ‘Lean otras cosas’.”
La superposición abrumadora de títulos, autores y sellos editoriales lleva a preguntarse por qué, si existió ese impulso editorial en un momento, la ciencia ficción argentina no consiguió consolidarse en algo más duradero, algún proyecto de mayor continuidad. “Probablemente se haya debido a la poca familiaridad que tenemos con la tecnología”, explica Capanna. “No es un país donde el científico sea respetado; tenemos premios Nobel, pero siempre hay que defenderlos. No es como en Estados Unidos, donde la idea de ciencia y tecnología forma parte de la vida cotidiana. Y además la ciencia ficción creció mucho en el mundo en la época de las revistas, algo que ya casi no existe. Hoy no hay un ámbito así, una publicación que tenía que sacar cuatro cuentos y una novela corta por mes; había trabajo para todos, y muchos aprendieron a escribir así. El Péndulo les dio lugar a algunos argentinos; al desaparecer las revistas, cambia todo porque hacer un libro entero y venderlo es algo que le ha costado mucho al género. Hasta a Gardini, que tuvo reconocimiento internacional, alguna vez le llegó un informe de la editorial sobre un manuscrito suyo que decía: la novela es muy buena, pero lamentablemente es de ciencia ficción.”
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