› Por Mariano Kairuz
Los premios Oscar suelen adolecer de un pequeño problema de timing: muchos lo reciben demasiado tarde, por una obra inferior a muchas otras que realizaron antes (Scorsese) o demasiado temprano, por lo que luego resulta haber sido apenas un destello fugaz (Angelina Jolie). Pero se puede decir que en el caso de Cate Blanchett llegó en el momento preciso y por las razones más justas: incluso si había deslumbrado con Elizabeth (la primera de sus tres nominaciones hasta ahora y la película que diez años atrás la hizo internacionalmente famosa), su primera proeza fue devolvernos brevemente a Katharine Hepburn. Oscar a mejor actriz de reparto entre un reparto (el de la menos que buena El aviador, de Scorsese) que provocaba vergüenza ajena a borbotones cada vez que alguien intentaba arrimarse al carisma y la imagen mítica de Errol Flynn (¿Jude Law?) o Ava Gardner (¿¿Kate Beckinsale??), Cate conseguía lo imposible, imitando un poco pero –sabiendo que Kathy Hepburn era básicamente inimitable– recreando mucho más: un espíritu, una energía, una velocidad. Esa conciencia de que algunas personas-personajes no pueden ser apresados en una composición, de que hay figuras que se resisten al retrato integral, es la que anima también a Jude Quinn, la porción de Dylan que compone Cate Blanchett en I’m Not There, y a la película misma. Una parte que da más que la suma del resto de las partes, y un procedimiento difícil de definir, pero que es el que, a esta altura está claro, ha permitido que a Cate Blanchett le creamos todo: cuando hace de la pálida, brillante y encorsetada reina virgen en el siglo XVI, tanto como cuando se convierte en la etérea reina de los elfos de la Tierra Media, o encarna a una más terrenal prostituta alemana en fuga de Berlín a fines de la Segunda Guerra. O, como ahora, que es Dylan y es al mismo tiempo, y en otra punta alejada del mismo universo, una perra asesina llegada del frío (con el nombre tan chica Bond mala de Irina Spalko) y dispuesta a pulverizar a Indiana Jones.
Antes de Elizabeth la australiana de por entonces 28 años había hecho bastante teatro y apenas dos o tres películas en su país, un par de las cuales tuvieron distribución internacional. Hoy, once años y más de veinticinco películas después, está convertida en una verdadera superestrella, pero una de una belleza marciana –lejos del consumo adolescente de cine– que, asegura, no permite que sus personajes vean el mundo a través de su propio prisma moral. Cate puede ser gélida y lejanamente bella (Elizabeth, El Señor de los Anillos) o cotidiana e irresistible, como lo demuestra en dos de sus apariciones que no suelen ser de las más recordadas: esa escena de Vida bandida en la que baila poseída por la canción “Holding out for a Hero” cantada por Bonnie Tyler, en la cocina, pura energía asesina con su pelo naranja encendido y cuchillo en mano; y esa otra, en Escándalo, cuando se van a las manos ella –como Sheba, la profesora que se acuesta con su alumno adolescente– y Dame Judi Dench. Es tan buena que molesta un poco verla desperdiciarse en películas como Babel, y sólo nos queda lamentar que ahora, que es madre de tres, se haya vuelto a Australia y vaya a pasarse allá al menos tres años dirigiendo con su marido, el dramaturgo Andrew Upton, la Sydney Theater Company.
Aunque por ahora ella sí está, sigue ahí, más que nunca. Como con Katharine Hepburn, Cate logra otro pequeño milagro en una película a la que se acercó como quizás una pieza más pero de la que terminó convirtiéndose en su corazón. Ahí está, al principio de todo, como el cadáver del músico, la mitad de su cara y su melena asomando desde abajo de la pantalla, y el parecido es sorprendente. Su fracción de Dylan es la que corresponde a 1965, a Londres, a la pelea con su propia fama y con el periodismo; tal vez con el folk, y basta volver la vista atrás, a Don’t Look Back de Pennebaker para entender por qué Cate Blanchett. “Dylan en los ’60 fue muy valiente”, dice la actriz. “Lo admiro cuando dice: No les debo la verdad y de todas maneras la verdad no es algo estático, y ¿qué sé yo qué es lo que me motiva? Volví a ver la conferencia de prensa que dio en 1965 en San Francisco, y mientras lo veía pensaba: Te amo. Y aunque lo peor que puede hacer un actor es enamorarse del personaje al que está a punto de interpretar, no estoy interpretándolo a él. Haynes quería que yo habitara la silueta de Dylan en esos años, por eso quería que lo interpretara una mujer, porque era muy andrógino y ésa es la versión más icónica de su carrera musical. Si lo hubiera interpretado un hombre, el público lo hubiera visto de otra manera, mientras que así tienen la oportunidad de zambullirse en la extrañeza de lo que Dylan puede haber sido en ese momento, no por una manera particular de interpretarlo sino por el mero hecho de que soy una mujer.”
De su Jude Quinn, dijo la crítica Stephanie Zacharek en Salon.com: una actuación “hipnótica, la más poderosa, vibrante y neurótica, una presencia élfica sexualmente fascinante, una criatura mutante, un manojo de sensores entreabiertos al mundo y a medias resguardados de él. Con esa maraña de pelos interminable, es el corazón de la película. El Dylan de mediados de los ’60, golpeado por el rechazo, pero todavía no listo para cerrarse a su público; sus movimientos tienen la precisión y la meticulosa gracia de un teatro de sombras de Bali. Su Jude está casi siempre lista para hacer un chiste malicioso; es defensivo pero, también juguetón”. Mientras que Jim Hoberman, en un largo texto para el Village Voice de Nueva York en el que traza un recorrido por la larga y conflictiva, no siempre satisfactoria relación de Dylan con el cine, dice, por su parte: “Jude Quinn debe sentirse como un freak que sufre por un exceso de inteligencia y sentimiento; la soledad de estar siempre hablando por encima de las cabezas de la gente, la presión de ser el más inteligente, el más popular, cool, gracioso y talentoso de la habitación. Varios dijeron que mientras Velvet Goldmine atacaba a su camaleónico Bowie por traicionar a su público, I’m Not There reverencia a Dylan por sus metamorfosis existenciales”. Y, en su lista de los mejores actores de 2007 para la revista Esquire, Mike D’Angelo escribió que “Cate captura no sólo los amaneramientos adenoideos de Dylan sino también su ingobernable espíritu bromista, como disfrutando de alguna extraña broma privada. Una aproximación tan increíble al Dylan de Don’t Look Back que uno no puede menos que decepcionarse cada vez que la película vuelve a alguno de los otros pseudo Bobs tanto menos icónicos”.
Esa melena enjambrada, los anteojos y los cigarrillos (y las medias en los pantalones que, dice, la ayudaron “a caminar más como un hombre”) hacen al Dylan más dylanesco en imagen de la película, pero lo que importa no son todos esos accesorios, dice Haynes: “Durante el rodaje, cuando ella se sacaba los anteojos se ve todavía más como Dylan. No hay ocultamiento, es precisamente al revés: sólo revela algo más del interior de Cate”.
“La idea de interpretar a Dylan era tan absolutamente ridícula –dice Blanchett–, que por supuesto tuve que decir que sí. Sabía, como con Kathy, que podía terminar con mi carrera. Que estaba entrando en terreno sacro: hay mucha gente que se cree dueña de Kathy, de sus películas y de su persona. Y hay mucha gente que cree conocer a Dylan, aunque probablemente es más mercurial todavía de lo que era Hepburn. Pero conozco otra manera de trabajar que correr de frente hacia el fracaso. Creo que siempre es bueno abordar cosas que son más grandes que uno. Y luego simplemente tratar de escalarlas. Si uno sabe que va a fracasar, tiene que fracasar gloriosamente.”
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