Domingo, 8 de junio de 2008 | Hoy
Por Ernesto Sábato
Como recordarás, una vez que dejó el país, querida Rita, no nos vimos sino en Vence, poco tiempo antes de su muerte. Me impresionó su aspecto, porque la cortisona lo había hinchado y ya no era aquel polaco flaco que yo había conocido. Lo encontré mal y, naturalmente, como siempre se hace en tales casos, le dije: “Qué bien que estás, Witold”, a lo que él, secamente, me respondió: “Es mentira, estoy mal, muy mal, y me disgusta que te rebajes a decir estas mentiras, estos lugares comunes”. Empezamos, pues, a discutir. Recordarás la larga discusión sobre política, tan absurda como todas las que siempre tuvimos en relación con ese problema. El sostenía que el gran modelo era Estados Unidos y llevaba la exageración hasta elogiar los supermarkets y la Coca-Cola, todo, claro, para escandalizar, pour épater le bourgeois. Pero apenas vos te fuiste con Matilde, cambió todo, su tono, sus palabras, su contenido: todo fue grave, serio, modesto, cariñoso. Conversamos de nuestros trabajos, me criticó por mi tendencia a publicar poco, etcétera. Pero cuando yo le pregunté sobre lo que estaba haciendo y sobre lo que más quería hacer, su tono se volvió especialmente serio y con una voz muy baja me dijo: “Ernesto, lo más importante que yo podría hacer, y que ya no haré jamás, sería la narración de mi experiencia poética durante mis primeros años de Buenos Aires”. Por su tono, por su pudor, imaginé que era referente a su experiencia homosexual. Con toda mi fuerza y mi admiración lo insté a que la escribiera, que dejara cualquier otra cosa para expresar aquella experiencia que sin duda podía ser una de las más grandes cosas que dejara en su vida. Pero una y otra vez él me escuchaba con triste expresión, mientras me hacía gestos negativos con la cabeza. Comprendí que mis argumentos no alterarían su decisión y que el sentimental, el extremadamente púdico ser que era Witold Gombrowicz nunca diría lo que quizás había sido lo más misterioso y profundo en su existencia.
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