Dom 29.06.2008
radar

Nosotros no la dejaríamos ir

› Por Mariano Kairuz

A los 43 años, Marisa Tomei está mejor que nunca. En todos los sentidos posibles: su escena sexual con Philip Seymour Hoffman abre Antes que el diablo sepa que estás muerto, la nueva película del octogenario Sydney Lumet, dejando claro de entrada que ella es, una vez más, lo más vivo que hay en la pantalla, una enorme fuerza vital dentro de un drama bien mortuorio. No es la primera vez que el cine la explota como torbellino erótico, pero sus desnudos en esta película (tres de sus escasas siete u ocho escenas totales), desnudos contundentes pero hechos con la misma naturalidad que caracteriza a todas sus apariciones, dejaron a todo el mundo con la boca abierta. Su personaje, Gina, transmite esa misma energía incluso en los momentos en que evidencia la enorme frustración que arrastra. Incluso cuando, con las valijas hechas y a punto de atravesar la puerta de casa, le reclama a su marido Andy (Hoffman) que se enoje con ella por haber estado cogiéndose a su hermano cada jueves de los últimos tiempos. ¿Vas a dejarla ir, Andy, en serio?, uno quiere preguntarle a ese marido con demasiadas cosas en la cabeza, como ya quisimos meternos en la pantalla para despabilar a otros personajes que la dejaron partir. Y Andy le da la espalda. Parece increíble, pero ése es después de todo el karma que persigue a Marisa Tomei como personaje y como actriz casi desde que llegó a nuestro mundo. Un talento, una fuerza, un encanto y una vitalidad que siempre terminan desaprovechados.

Siempre estuvo subutilizada. Los tipos en las películas nunca saben lo afortunados que son de tenerla a su lado; las películas mismas (¿productores, guionistas, directores?) no parecen reconocer lo mucho que las beneficia tenerla en ellas. Así fue desde el Oscar por Mi primo Vinny con el que se hizo famosa hace quince años. Ahí se paseaba con una discreción acorde con el nombre de su personaje, Mona Lisa Vito: peinados lanzados hacia el cielo, blusas con hombreras, largas botas negras. La chica “de pueblo” que resultaba ser más inteligente que todos los demás. Muchos habrán creído que Marisa tendría bastante en común con Mona Lisa (ascendencia italiana, crianza en Brooklyn) porque lo suyo se vio y sonó tan real que le alcanzó para sacarles el Oscar a sus contendientes, que eran mucho más reales, pero reales de cierta “realeza”: Vanessa Redgrave, Judy Davis, Joan Plowright y Miranda Richardson. Y no es que el Oscar sea una institución precisamente justiciera, pero la sorpresa fue suficiente para generar el malicioso rumor de que Jack Palance se había confundido en la entrega del premio y había leído simplemente el nombre al principio de la lista, o algo por el estilo.

Como sea, a Marisa no le cayeron protagónicos en la cabeza. Para ella no es un problema: “Siempre me gustaron los papeles de reparto –dijo–. Nunca quise ser la protagonista remilgada que tiene que estar perfecta y verse preciosa todo el tiempo, como una princesa de cuento de hadas. Me gusta verlo, pero me cuesta mucho apretujarme adentro de ese papel.” Pero no sólo la vimos poco, sino que guionistas y directores de casting parecen haber juzgado que ella puede estar al lado de cretinos capaces de dejarla pasar, aparentemente convencidos de que pueden conseguir algo mejor. Como hizo el Mel Gibson condenado a leer el pensamiento en vivo del universo femenino de Lo que ellas quieren. Como el marido violento del dramón En el dormitorio. O, por favor, como se atrevió a hacer el Alfie de Jude Law (el mujeriego lanzado a su propio vacío existencial) a pesar de que ella, en una escena, en un par de miradas irresistibles, le da una oportunidad para que lo piense bien, para que lo piense dos veces.

Durante los últimos diez años se dedicó bastante y con éxito al teatro; a Shakespeare, a Wilde (hizo, parece, un desnudo memorable en una puesta de Salomé, con Pacino), y también a contemporáneos; pero a quién le importa: acá eso no llega. Hay que buscarla en YouTube y verla leyendo la carta de Cindy Sheehan, madre de un soldado muerto en Irak, exigiéndole a Bush el fin de la guerra, sin falsa intensidad y con la perfecta cotidianidad de cada una de sus intervenciones en la ficción. E igual de linda, o aún más, permitiendo que aparezca alguna pequeña arruga donde tenga que ser; confirmándose como una de las últimas bellezas verdaderas que el cine, cada vez más ciego, dejó ir.

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