Dom 08.02.2009
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> NUEVE SEMANAS Y MEDIA Y EL PRECIO DE LA FAMA

Sex and the City

› Por Rodrigo Fresán

Pasan los años y las mudanzas y yo sigo salvando mi ejemplar de la novela corta y autobiográfica Nueve semanas y media publicada en 1978 bajo el seudónimo de Elizabeth McNeill, y considerada en su momento –leo la frase en una portada donde aparece una mano atada con un pañuelo de seda violeta– como “Powerful, Horryfying, Erotic!” por The New York Times.

Pregunta: ¿por qué la he conservado? Respuesta: porque es un muy buen libro que me recuerda a la prosa clínica y brutal, gélidamente hot, de escritores como Joan Didion o Jerzy Kosinski. No sé si McNeill –o como se llame en realidad– publicó algo más después de este gran librito. Lo que sí sé es que –comparado con la película que inspiró– las diferencias son importantes.

El libro fue editado en 1978, cuando comenzaba a pincharse el globo de la disco-music y la discocaine. El film de Adrian Lyne –estrenado apenas ocho años después– ya transcurre en otro planeta. En un mundo de yuppies, carteles gigantescos de Calvin Klein, MTV, compaginación relámpago y sexo veloz donde todavía nadie grita “¡sida!”.

De este modo, el libro es una novela de terror (que bien podrían haber iluminado David Cronenberg o David Lynch), mientras que la película es algo así como un cuento de hadas. Y, ahí dentro, Kim Basinger es la princesa azul y triste (Elizabeth, una zarandeada muñeca) mientras que Mickey Rourke (John Grey) es una cruza de príncipe dark, ogro, vampiro, hechicero, lobo feroz y, por supuesto, implacable broker de Wall Street con problemas para expresar sus sentimientos porque así se lo enseñaron James Brando y Marlon Dean. Aquí, Rourke es el Rick de Casablanca con la diferencia de que no dice ni siente nada y, probablemente, no reflexione mucho. En Nueve semanas y media, Rourke es una suerte de Vampiro del Método al servicio de un director que, viniendo de Flashdance (donde ya se insinuaba el sometimiento de una chica humilde ante un hombre poderoso) descubría el filón del power-sex (que revisitaría con éxito en Atracción fatal, Propuesta indecente, su prolija aproximación a Lolita e Infiel) sin jamás aproximarse a lo conseguido, por ejemplo, en Damage de Louis Malle, con Jeremy Irons y Juliette Binoche.

Nueve semanas y media fracasó en USA, triunfó en el resto del mundo convirtiéndose en objeto de culto y haciendo de su productor Zalman King una suerte de amo y señor del porno-soft –con quien Rourke volvería a encontrarse en Orquídea salvaje– y dejó escenas que hoy forman parte del inconsciente colectivo sexual: la que transcurre frente a una heladera abierta de la que se extraen diferentes alimentos para ser ingeridos a ciegas, la de Basinger vestida de hombre, la del coito en el callejón bajo la lluvia, la del cubito de hielo, y ese strip-tease doméstico que muchas chicas imitaron en la intimidad de los penthouses de sus novios pero que, al tronante ritmo de “You Can Leave Your Hat On”, sólo hizo verdaderamente felices a Joe Cocker (intérprete) y a Randy Newman (compositor).

También se habló mucho en su momento de que el director y el protagonista habían torturado psicológicamente a Basinger a lo largo del rodaje para ayudarla a que “entendiera” a su personaje y todo eso. En cualquier caso, Rourke & Basinger necesitaron demasiados años para sacudirse las sedosas pero pesadas sábanas negras de Nueve semanas y media. Y es que no hay nada peor que hacerse muy famoso gracias a una película muy infame.

Hubo una continuación –otra vez con el melancólico Rourke como Gray, sin Basinger– que vi en 1997 pero de la que no recuerdo absolutamente nada, y una tercera parte que tan sólo insistía en el título semanero. Y se me ocurre que podría intentarse una remake de polaridades invertidas con Angelina Jolie en el papel de Rourke y Hugh Grant en el de Basinger.

Lo que sí recuerdo, cuando fui a ver Nueve semanas y media por las noches de su comentado debut, en un cine completamente lleno de la calle Lavalle, es haber pensado: “El efecto de todo esto debe ser muy diferente para alguien que todavía tiene el sexo por delante, para alguien que ha oído demasiado sobre sexo pero que ha visto poco y nada y que ya se está cansando de hacerse la película y tiene tantas ganas de pasar a la acción”. Para el resto de los mortales –aquellos que ya habían librado unas cuantas batallas y sabían que lo único que podía llegar a tener en común el sexo con un videoclip era una escasa duración– la película se leía más como una larguísima carta al correo de Penthouse fotografiada como la eterna propaganda de productos (Mickey Rourke y Kim Basinger incluidos) para ser utilizados en una fiesta privada que transcurría en otra parte. Una fiesta que hasta tenía –por las dudas– un final moralizante. Nueve semanas y media era, sí, la versión diet y light de Ultimo tango en París.

Recuerdo haber salido de ver Nueve semanas y media pensando: “Pero El graduado era mucho más fuerte que todo esto”.

La joven mujer con la que fui a verla, por supuesto, no paraba de hablar de Mickey Rourke. Mal; pero no puedo asegurar qué era lo que en verdad pensaba. Nunca se sabe lo que las mujeres piensan de los hombres.

Y, cuando llegamos a casa, por supuesto, la heladera estaba vacía.

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