› Por Mariano Kairuz
Tercer acto: con El luchador y su nominación al Oscar como mejor actor, Mickey Rourke vuelve a recorrer las dos sencillas geometrías que cruzan su vida y su carrera y a las que él dotó de dimensiones reales: el cuadrilátero del ring y el rectángulo de la pantalla de cine.
Bastante se dijo ya sobre los paralelos entre los contundentes retornos de Rourke por dentro y por fuera de la película después de 15 años casi desaparecido de Hollywood. Demasiados detalles de esa historia del descenso al abismo y de los dolorosos intentos por volver a ponerse en pie. Su anabolizado luchador de catch Randy “The Ram” Robinson reenvía de manera directa a la carrera del actor que dijo haberlo tenido y perdido todo y que sin embargo sigue ahí, dando pelea. Pero lo cierto es que Rourke y sus personajes siempre corrieron de algún modo carreras paralelas, con papeles pensados para él o que él hizo suyos porque es un actor “del Método” que llegó a Hollywood sin saber nada de cine y entonces, después de todo, ¿de dónde iban a provenir las emociones de sus personajes si no era de su vida real?
El luchador (The Wrestler) arranca con un breve clip que nos indica quién fue Randy “The Ram” Robinson en sus fugaces años de gloria y un dato, apenas tres palabras impresas en pantalla con un efecto devastador: “Veinte-años-después”. Es decir, ésta es una historia que empieza donde todo parecía haber terminado. Pero nos enteramos de que The Ram no está volviendo sino que nunca se fue del todo. Como Rourke: durante sus “años perdidos” –los transcurridos desde la lamentable Harley Davidson & The Marlboro Man, con la que sintió que se había vendido y empezó “a odiarse a sí mismo”– filmó cerca de treinta películas. Treinta que pocos vieron, que casi nadie recuerda. Entre ellas hay unas pocas que sí y en las que Rourke fue convocado por amigos o admiradores (Vincent Gallo, Steve Buscemi), un poco menos como actor que como figura de culto, leyenda, objeto de rescate. Sean Penn le dio un lugar minúsculo pero fundamental en Código de honor (The Pledge); con el pequeño papel que Coppola le asignó en su thriller tribunalicio The Rainmaker entre ambos homenajearon –peces y todo– al Motorcycle Boy que crearon juntos para La ley de la calle. En el 2002 “reapareció” en una película indie llamada Spun, y el reencuentro fue un shock: Rourke exhibía en todo su esplendor aquello que habían dejado de su cara las cirugías destinadas a recomponer sus facciones destrozadas durante sus años como boxeador. Su personaje era un tipo de pocas pulgas llamado “El Cocinero”, que prepara lo suyo en un laboratorio montado en una pequeña habitación ¡mientras mira lucha libre por televisión! Hacia el final de la película, narra una anécdota de infancia de la que emergen una sensibilidad y una tristeza insospechadas: la de su madre ahogando en la bañadera a unos cachorritos recién nacidos. “Mato lo que no puedo cuidar”, dice El Cocinero que le dijo su madre, y agrega: “Es lo que debería haber hecho conmigo”.
Tony Scott le dio trabajo –superando la resistencia de productores y las compañías de seguros de los estudios–, pero empezó a hablarse de un retorno recién cuando coprotagonizó, casi a la par de Bruce Willis, Sin City en 2005. El personaje de Marv pareció creado para él: con la cara hinchada y cruzada de cicatrices, casi irreconocible bajo el maquillaje y la lluvia de blanco y negro digital, compuso otro duro romántico, amante de prostitutas de buen corazón y de una relación visceral con perros salvajes; un tipo capaz de aguantar los golpes y volver a levantarse. Así que a la hora de filmar The Wrestler, Darren Aronofsky (Pi, Réquiem para un sueño) y el guionista Robert D. Siegel sabían que su protagonista no podía ser otro. Rourke suele contar que su relación con el boxeo empezó en 1991 y terminó en el ‘95, con una performance más que digna, que lo trajo a Sudamérica y lo puso frente a Monzón cuando un médico le advirtió que corría un grave riesgo de daño neurológico. Pero la historia parece haber salido de una película, Llámame si me necesitas (Homeboy), que hizo varios años antes. Una película que él mismo escribió (bajo el pseudónimo de Sir Eddie Cook) y en la que hizo de un boxeador hosco que, contra las indicaciones de su médico, lleva adelante un último acto suicida arriba del cuadrilátero. De algún modo, aquella película integra una trilogía con su vida-después-del-cine, que ahora se completa con El luchador.
El luchador pinta un mundo, el de los luchadores de catch, de dignidad y sacrificio, de camaradería y solidaridad, entre la brutalidad de coreografías sanguinolentas y no menos dolorosas que las del box, y las penurias económicas que les depara esta disciplina a quienes le dedican su vida. Pero es siempre Rourke quien mantiene viva la película, transmitiendo, una vez más, todo ese dolor del personaje –el de haberlo tenido y perdido todo– como si fuera el suyo propio. Sobre los créditos finales suena la letra que Bruce Springsteen compuso especialmente para él: “¿Alguna vez viste a un perro con una sola pata arreglándoselas para caminar por la calle? Si alguna vez viste a un perro de una sola pata, entonces me has visto a mí”.
Oscar o no, ojalá se materialicen esos proyectos que se anuncian con Rourke: una segunda parte de Sin City, un villano en Iron Man 2 y una cosa rara llamada The Expendables (“Los sacrificables”) dirigida y protagonizada ¡por Stallone! y que promete ser una de esas que ya no se hacen, con un grupo de mercenarios patibularios intentando derrocar a un dictador sudamericano.
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