Domingo, 9 de agosto de 2009 | Hoy
Las ruinas de Nápoles, más recientes, tenían pintadas cosas muy distintas. Los muros rezaban Muora il fascismo y Vivano gli americani. Las muchachas tenían un aspecto desastroso: el agua llevaba cortada en Nápoles casi cuatro semanas.
Tomar fotos de una victoria es como hacerlo en una boda diez minutos después de que se hayan marchado los novios. La ceremonia de Nápoles había sido muy breve. Aún destellaba el confeti entre la suciedad del suelo, pero los hambrientos festejantes se dispersaban rápidamente, preguntándose cuándo empezarían a discutir los recién casados.
Con las cámaras colgadas al cuello, paseé por las calles desiertas, triste pero a la vez feliz por tener una buena excusa para no hacer más fotos. Cuando regresé al hotel Parco, donde me hospedaba, tenía la conciencia despejada y una sed más que natural. La estrecha calle que llevaba al hotel había sido ocupada por una silenciosa muchedumbre que hacía cola frente a una escuela. No era una fila para recibir comida porque los que salían del edificio sólo traían sus sombreros entre las manos. Me puse a la cola y, al entrar en la escuela, me topé con el olor dulzón y enfermizo de la muerte y sus coronas fúnebres. En la sala había veinte rudimentarios féretros, mal decorados con flores y demasiado pequeños para esconder los sucios pies de los cadáveres de unos niños; niños lo suficientemente mayores como para luchar contra los alemanes y encontrar la muerte, pero demasiado altos ya como para caber en un féretro infantil.
Esos niños napolitanos habían robado fusiles y balas y habían luchado contra los alemanes durante dos semanas, mientras nosotros estábamos atascados en el paso de Chiunzi. Sus pies fueron mi verdadero comité de bienvenida a Europa, yo que había nacido allí. Mucho más real que los vítores de la multitud histérica que habíamos encontrado a lo largo de la carretera, gran parte de la cual había gritado “Duce!” un año antes. Me descubrí y saqué la cámara. Enfoqué los rostros de las mujeres postradas, que portaban fotos de sus hijos muertos, hasta que finalmente se llevaron los ataúdes. Aquéllas fueron las más fidedignas imágenes de la victoria, las que tomé en un sencillo funeral celebrado en una escuela.
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