Domingo, 27 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Marcos Lopez
A mí me gusta acá. Gualeguaychú, Guaminí, Ramona Galarza... Me gusta más ir por la ruta del costado que por la autopista. Voy parando, pierdo tiempo, me tomo una cerveza con un salame en un bar de la ruta...
Miro. Me gusta hablar de lo de acá. Universalizar la textura emocional de los recuerdos, las escenas de infancia, mezclarlos con lo que técnicamente se llama “color local” y sentir, creerme que estoy haciendo una crónica socio-política de la época, aunque esté pensando en el olor de la maestra de primer grado.
La fotografía, finalmente, es una buena herramienta.
Como no me animo a cantar, a lanzar el grito que se transforma en llanto, luego en protesta, en orgasmo, en locura y en muerte..., tengo que recurrir a las imágenes. Me aguanto depender de la tecnología, cuando en realidad lo que más me gusta es pintar. Pintar al óleo paisajitos con caballete. Me gustaría ser indio. Cabalgar sin montura, robarle la mujer al primer blanco que se me cruce en el camino y luego degollarlo sin que me tiemble el pulso. El salvaje no siente culpa. Y no necesita representantes, críticos, periodistas, buenos modales, página web, club de fans, ni galeristas.
Asumo y reconozco que parte de esa violencia corre por mis venas, aunque trato de disimularla. No creo que sea conveniente largarla del todo. El color también es un simulacro: la sangre, en realidad, es tinta roja, y lo que se ve en las fotos es puesta en escena. No me animo a afrontar la realidad cara a cara. It’s too much. La figura y el fondo son estrategias de composición. Aunque no es tan simple, porque el fondo, además, tiene que decir algo. Es la base. Lo importante. Lo que subyace.
Y en el fondo –en mi fondo– hay una constante emocional que tiene que ver con algo trágico. Nadie está preparado para una muerte tan temprana sobre el acero inoxidable de un sanatorio tan precario. Un viaje de estudios de séptimo grado al Túnel Subfluvial donde un ingeniero nos explica que los tubos se alinearon con rayos láser. Un pueblo dividido por una vía. Un hotel alojamiento con nombre de un volcán que hay en las islas Fidji. El olor a desinfectante. Un chiflete de viento frío que se filtra por debajo de la puerta de chapa. El ladrido de los perros en la noche. El miedo. Los espejos en el techo y lo asqueroso de la sobrecama. El camino de tierra. Los chistes del colegio de curas: como hermana no tengo, con la tuya me entretengo. Formosa. La periferia de la periferia. La avenida de circunvalación. La Fiesta de la Cerveza de San Carlos Centro y la fiesta de egresados en la discoteca cinco estrellas del Hotel Mayorazgo: los varones de traje y las chicas con vestido largo y sandalias de corcho con plataforma.
Inmediatamente después, al día siguiente, tomé la decisión de irme.
Salir en busca de America latina: Santa Fe, Rosario, Retiro, Chile, Atacama y un vuelo de cabotaje desde Tacna a Arequipa. Una lista de espera escrita con birome en una servilleta. El mismo empleado que hace el check- in es el que sube las maletas, el ayudante de a bordo y el que te recibe en el aeropuerto de llegada.
Pido disculpas si cuento demasiado, pero tengo la certeza de que para no enfermarse hay que dejar salir.
La fotografía es una excusa para exorcizar el dolor. Transformar en poesía la resaca de un tequila de segunda marca.
Por eso me gustan los mariachis. Se les paga cuando llegan, cantan poco y se retiran sin saludar. Uno los contrata para que muestren que la alegría es posible. Por lo menos quince minutos. Lo demás ya se sabe. Cuando los grandes se emborrachan, cuando en la mesa hay desperdicios de pollo frito mezclados con pastel de crema, cuando llega la noche del domingo, la fiesta se tiñe de amargura. Siempre.
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