› Por Marcos Zimmermann
Conocí a Humberto Rivas el primer día de filmación de la película La Raulito, en la cual yo estaba contratado para hacer las fotografías de escena y él asistía a nuestro común amigo y genial director de fotografía de aquel film: Miguel Rodríguez. Humberto Rivas era, ya para ese tiempo, un fotógrafo consagrado. Había realizado, entre otras cosas, retratos maravillosos. Pero, en aquel verano entre 1974 y 1975, la común admiración por nuestro maestro Miguel nos unió, bajo su paraguas mágico, durante el tiempo que duró el rodaje de aquella película, hoy histórica.
Durante esos meses compartí con Humberto Rivas muchas horas y tuve el privilegio de conocer de cerca su talento y el delicado misterio que imprimía a su trabajo. Intercambiamos infinidad de opiniones y dudas que surgían día tras día en el fragor de una profesión para la cual entonces nos valíamos solamente de un fotómetro precario, de la propia experiencia y de mucha intuición. Mejor dicho, era yo quien consultaba mis dudas con él ya que, a pesar de su estatura y de su aparente timidez, Humberto era un técnico enorme y siempre se mostraba preciso y tranquilo, apostado en silencio a un costado de la escena, tomando mediciones de todo con su fotómetro Spotmeter en mano. Recuerdo su pipa, su aire calmo y también recuerdo su precisión implacable a la hora de cualquier respuesta sobre los valores tonales de un fondo, o del propio rostro de Marilina. Su consejo aquietaba la incertidumbre que me asaltaba cada vez que una escena estaba a punto de rodarse y yo tenía, como fotógrafo, el difícil deber de decidir qué momentos de la acción fijar en fotografías, para el futuro. Recuerdo esos momentos cruciales, mientras Lautaro Murúa se paseaba altivo e inquieto por el decorado, esperando el final de la puesta de luces y de repente se detenía a conversar secretamente con Marilina o con Medio Pollo, dando alguna instrucción final antes de decir “acción”. En aquellos momentos, todos tratábamos de movernos sigilosamente para no matar el ángel de aquel instante. Pero Humberto Rivas, literalmente desaparecía, cualidad única de los grandes fotógrafos. Aunque luego, cuando era necesario su consejo, volvía a estar presente.
Me dio un poco de rabia, debo confesarlo, que se fuera a España. Y más aún, haberlo encontrado presentando su trabajo en el primer festival de Arles junto a un grupo de españoles. Me hubiera gustado más que su delicadísima sensibilidad y su talento hubieran estado dedicados solamente a la Argentina. Sé que no le fue fácil, ni lo hizo por deseo propio. En aquel entonces, la dictadura expulsaba a los que hubieran podido ayudarnos a construir un país mejor que el que hoy tenemos. En el caso de Humberto Rivas, haberlo tenido siempre entre nosotros nos hubiera ayudado, sin lugar a dudas, a reconstruir una imagen de nosotros mismos que en alguna medida hemos perdido.
Aunque, en realidad, sé que nunca se fue del todo. Porque la Argentina nunca faltó a sus imágenes. Recuerdo cuando publiqué mi libro del Río de la Plata y me dijo: “El Delta, ¡quiero hacer un trabajo sobre el Delta! ¡Qué lugar extraordinario!”. Por lo que me dicen, sólo quedaron algunas pocas imágenes de aquel gran deseo. Conozco sólo algunas. Pero me bastan sólo ésas para entender que nadie pudo contar mejor este lugar, su luz y aquellos instantes mágicos del río.
Si tuviera que describir en pocas palabras su personalidad y su arte diría que Humberto Rivas ha sido el fotógrafo más consistente y más serio que dio hasta ahora nuestra querida Argentina.
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